Nicolás Mavrakis: “La Inteligencia Artificial es una publicidad grosera del poder de Silicon Valley”

El narrador y ensayista conversó con Infobae Cultura sobre su última novela, “Sesiones en el desierto”, el “autoengaño narcisista” de las redes sociales y por qué “las máquinas no pueden escribir nada”

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Nicolás Mavrakis: "Detrás de todo este asunto no veo otra cosa que una publicidad grosera y rentable del poder de Silicon Valley"
Nicolás Mavrakis: "Detrás de todo este asunto no veo otra cosa que una publicidad grosera y rentable del poder de Silicon Valley"

¿De qué forma la caída del influencer que alcanzó la cima más alta puede ser una metáfora implacable? Con 24 años, Squet Coll es un verdadero “domador de multitudes” que, pese al “miedo patológico al trabajo”, cosechó 329 millones de seguidores y se consolidó como el héroe de la “generación adicta a las redes sociales”. En sus propias palabras: “Soy un sobreviviente de mi propia revolución”. Luego de ser secuestrado por sus padres, hizo dos cosas. Primero, su lengua: “se la había deshecho lamiendo y mordiendo la superficie de un monitor LED”. Segundo, su pene: “Lo puso..., lo puso.... dentro de un módem. Un módem viejo. Uno de esos aparatos gigantescos de plástico que ya casi nadie usa. Hizo un agujero en el plástico. Y... puso su... Bueno: lo puso ahí. A través del metal y el plástico. Y eso lo lastimó. Lo lastimó tanto que se despedazó el....”, cuenta Zex, una fan de Squet Coll. Así empieza Sesiones en el desierto, la nueva novela de Nicolás Mavrakis.

Mientras se devela este futuro cercano, el influencer mutilado hace terapia. Falex Rid es el nombre de analista que intenta desentramar el modo de un paciente que le habla mediante una aplicación porque su lengua aún está cicatrizando. Detrás de los abultadas audiencias que lo siguen diariamente hay empresas, marcas... hay un negocio. Por eso necesitan que Falex Rid “cure” a Squet Coll. Pero, ¿qué clase de enfermedad tiene un muchacho que hizo lo que hizo y qué significaría curarlo? Afuera de su habitación, en el mundo, pero también adentro, en las redes, todos hablan de él. La atención es completamente suya. “A decir verdad, la difusión de videos íntimos era un recurso antiguo para crear audiencias. Hasta Marilyn Monroe lo había hecho. Pero Squet Coll había alterado el concepto para siempre y algunos hasta decían que lo había arruinado”, se lee en esta novela editada por el sello Bucarest de Ediciones Paco que inaugura la colección Biblioteca Mavrakis.

—¿Cómo surge Sesiones en el desierto? ¿Cuándo la empezaste a escribir? ¿Cuál fue la escena, la idea o la experiencia que desencadenó en esta novela?

Sesiones en el desierto surgió de haber sido testigo directo de cómo un influencer autóctono, alguien que llegó a congregar auténticas multitudes en Buenos Aires, cayó de un momento a otro en el desprecio masivo, el exilio digital y el olvido. Pero no se trató de un caso común de “cancelación”, como se le dice ahora a la censura. Más bien, fue la consecución de una vida amoldada a la lógica de un producto, que siempre en algún punto aburre y se agota. Ese ciclo vital me hizo preguntarme si el equívoco que, al final, a él lo expulsó de una existencia consagrada a la figuración en las pantallas no habría sido, también, liberador. No hay que ser ningún Claude Lévi-Strauss de la existencia online para percibir el alto costo anímico de quienes apuestan todo a mantenerse vigentes en las redes. La premisa es vivir del ocio. Pero la paradoja es que el ocio degenera rápido en hiperactividad. Para un influencer, todo lo que se ve, se hace o se consume tiene que convertirse en contenido, todo contenido tiene que convertirse en un “Me gusta”, todo “Me gusta” tiene que convertirse en aceptación, y toda aceptación tiene que convertirse en nuevos contenidos. Y así pronto terminan mostrando desde el postre hasta su gato muerto. Mi amigo Byung-Chul Han diría que son un ejemplo inmediato de quienes hoy se someten voluntariamente a la autoexplotación y creen que están realizándose. Sesiones en el desierto lleva esta premisa a la sátira.

"Sesiones en el desierto", la nueva novela de Nicolás Mavrakis, publicada por el sello Bucarest, de Ediciones Paco
"Sesiones en el desierto", la nueva novela de Nicolás Mavrakis, publicada por el sello Bucarest, de Ediciones Paco

—Podría decirse que el tema es el narcisismo, pero también hay una timidez avasallante que se percibe en Squet Coll, el personaje central. ¿Creés que son dos caras de la misma moneda cuando hablamos de redes sociales?

—Esas dos caras encierran la misma trampa. Una vida total en internet siempre es una vida cautiva de los caprichos ajenos, empezando por los de los accionistas de Silicon Valley. El autodiseño de la propia imagen en las redes, como dicen los filósofos de la técnica, surge de este tipo de falencias. De hecho, hoy usamos las redes para ejercer un uso de ese autodiseño. Ese es el servicio por el cual le pagamos con nuestro tiempo a Silicon Valley. El detalle es que esa imagen, en realidad, se moldea a los fines de una práctica narcisista regulada por los narcisismos de los demás. Para algunos, esa imagen es redituable en términos sociales, para otros lo es en términos sexuales, para otros funciona en términos laborales y para otros en términos intelectuales. Sin embargo, sabemos que no solo hay filtros para mejorar nuestras selfies, también hay filtros discursivos para mejorar lo que pretendemos representar mentalmente ante los demás. No hay ningún misterio en esto, nadie lo ignora. La pregunta es si estaríamos dispuestos a salir de nuestro autoengaño narcisista. Soportamos el aburrimiento en las redes porque es el precio a pagar por el narcisismo de quienes, en muchos casos, jamás experimentaron antes alguna forma de amor propio. Un punto curioso es que, como la realidad siempre supera a la ficción, ahora los freaks de las redes también se presentan a elecciones.

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—”El mal de nuestra época no son las adicciones. Son las abstinencias”, dice uno de los personajes, el terapeuta Falex Rid. ¿Suscribís a esa idea? ¿Por qué?

—Diciendo eso, Falex Rid pretende engañar a los financistas de la clínica psiquiátrica para la que trabaja, donde tratan a personas que no quieren vivir conectadas a internet. Aun así, cualquier discurso de oposición radical al mundo que abren y magnifican las redes es más lamentable y errado que la entrega sin concesiones a la voluntad de Silicon Valley. Abstenerse de participar en este mundo no es una respuesta, es el rechazo de la pregunta. Dicho esto, si uno observa las redes de un influencer y deja de lado el hecho de que todo se explica como una nueva modalidad de la existencia empresarial, es fácil concluir que un influencer es una persona que está loca. Quien exhibe sin pudor todo lo que dice, le pasa o piensa, aunque sea por codicia, le ha concedido bastante a la locura, ¿no? Para colmo, la única certeza es que pronto van a ser reemplazados por alguien más que hace lo mismo. Pero, ¿qué pensamos cuando alguien nos dice que no usa y no le interesan las redes? Probablemente nada halagador sobre su vínculo con la realidad. Así que, tal vez, Falex Rid no miente. Donde hay peligro, al menos, crece también lo que salva…

—En la novela, las empresas buscan construir un ideal doble: generar una experiencia que sustituya a la del sexo y producir recuerdos artificiales. ¿Cuán lejos estamos de que ambas cosas sucedan, si es que ya no empezaron a suceder?

—Diría que nada puede sustituir al sexo sin clausurar para siempre lo humano. Pero la ventaja de la sátira, un género hoy comprensiblemente fuera de moda, es que te deja explorar estos asuntos sin tropezar con las afirmaciones tajantes. Los personajes de Sesiones en el desierto resultan bastante reconocibles por eso. Nuestras condiciones de existencia en las redes se volvieron aburridas y bastante ridículas. No sé qué dirían los psicólogos sobre el carácter de verdad o falsedad de un recuerdo artificial, por ejemplo. El sentido de lo que recordamos oscila según las circunstancias, el tiempo o la memoria. ¿Eso hace que todos los recuerdos sean artificiales? Y si la relevancia de un influencer está signada por lo insustancial y lo fugaz, ¿sus recuerdos de esa vida serían artificiales? Otro caso: si un influencer publica un libro, un libro que sólo existe porque se trata de un influencer y no de un escritor, e incluso si, como ocurre en muchos casos, ese libro se convierte en un best seller, ¿eso es verdaderamente un libro o es sólo una mentira impresa en papel? La tragedia de los personajes de la novela es que creen hasta las últimas consecuencias en lo que es falso porque no tienen el coraje para enfrentar la verdad. Y, tal como decís, las redes no nos esconden que estas cosas ya están pasando.

Nicolás Mavrakis: "Las máquinas no pueden escribir nada, sólo hacen permutaciones de los datos que les suministran sus propietarios"
Nicolás Mavrakis: "Las máquinas no pueden escribir nada, sólo hacen permutaciones de los datos que les suministran sus propietarios"

Nicolás Mavrakis nació en Buenos Aires en 1982. Además de periodista cultural y docente en talleres de literatura y filosofía, escribió libros de cuentos como No alimenten al troll y En guerra con la piel, y novelas como El recurso humano, pero también libros de ensayos como Houellebecq: una experiencia sensible, La utilidad del odio, El sexo no es bueno y Byung-Chul Han y lo político. La no ficción se filtran en Sesiones en el desierto, que quizás podría definirse como una novela de ideas, si es que tal categoría existe. Novela de ideas porque sus personajes deslizan comentarios que parecen ser triviales, costumbristas, superficiales, pero que en realidad dejan preguntas abiertas para la época. Como cuando el terapeuta Falex Rid le consultó a su paciente “si imaginaba una vida en la que fuera posible envejecer fuera de las redes”. “Al contrario. El problema en la red... es cansarse de ser joven”, respondió Squet Coll.

“El punto clínico era que, en el interior de las redes, nadie estaba en condiciones de conocer sus deseos, lo cual generaba una atmósfera opresiva absolutamente funcional al sistema de confort inmediato de las mismas redes”, se lee en la novela, y más adelante: “En contacto con sus admiradoras, anotaba Falex Rid, Squet Coll entendió que, a pesar de la presunta artificialidad de las pantallas, todavía existían quienes se desesperaban buscando amor, pero también quienes se desesperaban regalándolo”. De pronto, un caso tan anómalo como este parece tener raíces bastante comunes: el amor, el sexo, las figuras paternas y los sistemas de validación son viejas cartas, viejísimas, que parecen relucir en un escenario digitalizado donde, por ejemplo, ocurrió la Revolución de los Siete Minutos: “Los pocos menos de siete minutos durante los que, el dieciocho de abril de año dos mil veinticuatro, todos los mensajes privados alguna vez enviados por Twitter se hicieron públicos”.

—Escribiste muchos ensayos sobre el asunto, también cuentos, pero ¿por qué la decisión de abordarlo desde la ficción? ¿Qué te permite la ficción que el ensayo no?

—La ficción y el ensayo son formas diferentes de pensar. Formas que pueden complementarse perfectamente ante una misma curiosidad. La diferencia, creo, es de grado. Con la ficción se puede avanzar con las libertades plenas de la imaginación hacia lo que el ensayo, que hace su surco a partir de ideas, en cierto punto ya no puede pensar sin caer en el mero futurismo y la especulación. Todo lo que se escribió acerca de cómo el Chat GPT iba a destruir o esclavizar a la Humanidad, por ejemplo, demuestra que muchos ensayistas vinculados a la filosofía de la técnica, en realidad, son novelistas frustrados, y más bien conservadores, de ciencia ficción catastrofista. Y eso por no mencionar que el Chat GPT, tanto como gran giro tecnológico o como amenaza apocalíptica, quedó en el olvido.

Algunos libros de Nicolás Mavrakis: cuentos, ensayo, novela
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—Das talleres de ensayo y lo reivindicás porque permite “ejercitar el arte de pensar por uno mismo”. ¿Qué potencia conserva este género, que ya tiene muchos años de vida?

—En una época en la que se atrofia la crítica negativa, el ensayo es fundamental. Es una vía para practicar la negatividad. Pero negatividad no quiere decir queja. De hecho, la queja y la indignación también son ejercicios performáticos en las redes. No tienen otro objetivo que reafirmar que todos nos quejamos o nos indignamos por lo mismo. La auténtica negatividad no se trata de eso, sino de establecer diferencias, a veces irreconciliables, entre el yo y el otro. No hay reconocimiento posible de uno mismo ni del otro sin esta dialéctica negativa. En consecuencia, ahí estamos: conectados a las plataformas en un estado de ingravidez psíquica inalterable, alambrados por nuestro propio narcisismo, cautivos de la obligación de agradar. Para suspender esa inercia hay que ser capaz de imaginar ideas y pensar por uno mismo. El ensayo siempre ha sido el género literario para eso. Y su potencia está intacta. Desde ya, como cualquiera puede ver en librerías, las grandes editoriales prefieren publicar a influencers o reducir su noción del ensayo a la autoayuda (muchas veces escrita por influencers del amor, la psicología, la paternidad, la política, etcétera). Contra eso existe Ediciones Paco, por ejemplo, que fomenta discusiones y edita a ensayistas argentinos genuinos, libres y desintoxicados de las jergas académicas. Ahí hay autores que honran la tradición argentina del ensayo.

—Hay un tema de moda que marida muy bien con esta novela: la inteligencia artificial. Esta semana, varios escritores exigieron a las empresas tecnológicas respetar los derechos de autor. También aparece la pregunta de si las máquinas podrán producir buena literatura. ¿Qué ves detrás de todo este asunto?

Detrás de todo este asunto no veo otra cosa que una publicidad grosera y rentable del poder de Silicon Valley. Cualquier difusión sensacionalista de miedo, cualquier reclamo estúpido contra la automatización, cualquier alarma escandalizada sobre el destino humano, no tiene otra finalidad ideológica que afianzar la idea de que la voluntad de Silicon Valley sobre el presente es irrevocable y que lo único que al parecer nos queda es someternos. A ese poder tampoco tiene sentido oponer ningún utopismo ingenuo, desde ya. Pero la resignación pasiva con la que se acepta el alarmismo histérico frente a las IA ni siquiera es un indicador de pobreza intelectual, es simplemente la demarcación de una nueva zona de negocios para los publicistas y los pseudoespecialistas de siempre. No, las máquinas no pueden escribir nada, sólo hacen permutaciones de los datos que les suministran sus propietarios. La inteligencia artificial, en ese aspecto, también es un falso problema. Hasta el más modesto de los artistas humanos, precisamente porque cuenta con la libertad para errar, está por encima de eso. Más interesante sería conocer quiénes son los dueños de las nuevas IA que recopilan nuestros datos. Pero acerca de eso no disponemos de tantas cartas abiertas dramáticas o malos libros en coautoría con máquinas.

—La última: ¿qué momento atraviesa la literatura?

—El mismo momento de siempre. En 1826, en Londres, el crítico William Hazlitt escribió que la popularidad de la que gozan los escritores de más éxito acaba apartándonos de ellos por la palabrería y el alboroto que suscitan, por la repetición de su nombre oído a perpetuidad, y por la cantidad de admiradores ignorantes y faltos de criterio que arrastran detrás de sí. Por otro lado, decía Hazlitt, tampoco nos gusta tener que sacar a otros escritores de una oscuridad inmerecida, por miedo a que nos tilden de afectación o de extravagancia en el gusto. Doscientos años más tarde, yo diría que sólo cambian las circunstancias, el paisaje y uno o dos tácitos nombres propios.

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