El domingo 20 de julio de 1969, a las 20:17 UTC, el módulo lunar Eagle se posó en el Mar de la Tranquilidad cerca de un cráter de casi treinta metros de diámetro, rodeado de una neblina de partículas. Pocos minutos después el comandante Neil Amstrong abrió la compuerta del módulo y se convirtió en el primer humano en poner un pie sobre la luna, seguido del piloto Buzz Aldrin. Armstrong estaba emocionado y conversador. Se movía sobre el satélite terrestre todo lo rápido que la reducida gravedad le permitía. Después de pronunciar su frase más célebre le contó a los millones de personas que seguían el suceso desde sus hogares cómo era la luna. Salpicada de cráteres, su superficie fina y arenosa era tan delicada que se descomponía con solo tocarla, como ceniza entre los dedos.
Magnífica vista, Buzz, ¿no crees? - dijo de pronto, tomando conciencia de que aquella diminuta bolita brillante y azul que podía hacer desaparecer detrás de su pulgar era la Tierra.
Pero Aldrin no le respondió. Olvidando momentáneamente de dónde venía, estaba absorto en la difícil belleza del paisaje enfrente suyo. Aquella extensión plomiza e interminable, cubierta de polvo y rocas, se le había metido adentro como una tarde fría. Nunca antes había visto tanta soledad.
Magnífica desolación - dijo al fin.
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Algunas horas más tarde, en su casa de Lomas de Zamora, un odontólogo y filósofo redactaba la primera de las mil fervorosas cartas que planeaba enviar a cien países. Postales que traduciría a siete idiomas para hacerlas llegar a sedes del Rotary Club del mundo entero. La noche anterior no había podido dormir preso de la excitación que le produjo el alunizaje del Apolo 11. Enrique Febbraro tenía esta idea hacía tiempo. En su opinión, en Argentina se conmemoraban muchas cosas pero ninguna virtud, y entre todas las virtudes la amistad era de las más sobresalientes. “Cuando empecé a buscar qué día podía ser siempre coincidía con alguna tontería”, dicen que decía, decepcionado. Hasta que vio a Neil Amstrong caminar sobre la cara visible de la luna. “Lo viví como un gesto de amistad de la humanidad hacia el universo”, escribía, con frenesí lunático, “y al mismo tiempo me dije que un pueblo de amigos sería una nación imbatible”.
Además de las cartas, contactó organizaciones, espacios culturales y personas influyentes, repitiendo durante años y sin descanso su máxima, la hipótesis detrás del plan: que se instaurase un día oficial para celebrar no la amistad, que es una cosa puramente teórica, sino al amigo, que es real, concreto, una persona que ronca y que se equivoca. “Yo puedo tener mucha amistad en mi espíritu”, dijo una vez, “pero cuando me muera no va a ser la amistad la que cargue mi cajón, voy a necesitar seis tipos que lo hagan, y van a ser mis amigos”. Una década más tarde lo consiguió. El gobierno decretó el 20 de julio como Día del Amigo, y a Lomas de Zamora capital de la amistad. Yo ya había escuchado que en esa fecha se rememoraba la llegada del hombre a la luna, pero nunca había entendido qué tenía que ver la luna con los amigos, hasta que supe de Febbraro. Me parece una injusticia que recordemos más a los estadounidenses que le ganaron la carrera espacial a los soviéticos que a ese odontólogo, un soñador, que dedicó gran parte de su vida a una misión en apariencia mucho más modesta: intentar que, al menos una vez al año, nos preguntemos si será cierto que un pueblo de amigos puede ser una nación imbatible.
Ahora, gracias a él, siempre que llega julio pienso en mis amigos, y me acuerdo de cuando esa y el 21 de septiembre eran las dos fechas patrias más importantes de mi calendario. Fue en la juventud, cuando mis amigos eran mi familia. El tiempo trajo otros días que vinieron a robarle protagonismo. Día de la madre, del padre, del niño. La navidad resignificada, otra vez “mágica”, aunque ya veo en el horizonte acercarse el desengaño (mi hija mayor ya se pasó de bando y solo nos queda la menor, de siete, con su fe casi intacta).
Siempre que llega julio pienso en mis amigos. Amo la soledad pero soy muy sociable, por eso tengo varios grupos. Como manda la época, con cada uno tenemos un whatsapp, todos con denominaciones esmeradas producto de un rapto de inspiración o disparador de la anécdota que les dio su nombre. Les Minujes (larga historia). Los culorrotos (amigos supuestamente garcas). Las 100% no (una forma de ser). Las plaquetas (nos une, entre otras cosas, la hipocondría). Y la secta.
La secta es mi grupo de amigos más antiguo. Fuimos juntos al colegio, y contamos entre nuestras filas con una amiga, Pato, que cumple años el 20 de julio. Precisamente, el día del amigo.
Tengo otro amigo, uno solo, que también pertenece a la secta y que es la única persona en la Tierra que sigue llamando por teléfono, para cada cumpleaños, a cada uno de nosotros. No manda audios ni escribe mensajes. Vulca agarra el celular y comete la locura, la audacia, la temeridad de llamar sin preguntarte antes si podés hablar un minuto. Si tenés un minuto. ¿Cómo no vas a tener un minuto? Es tan de hierro su ritual que cuando llega mi cumpleaños espero su llamada con cierta inquietud. Si no me llama, algo está muy mal. Porque aunque esté mal, incluso cuando está mal, Vulca llama. Le decimos el mono doctor, porque es pediatra y es un poco primitivo, ya que se opone al avance de la tecnología y no sabe manejarse bien en nada que implique virtualidad. Le parece un mamarracho saludar a un amigo que cumple años por las redes sociales, y encuentra realmente lamentable que Facebook deba recordártelo. Vulca se acuerda, y llama, y nos pregunta cómo estamos, qué estábamos haciendo, qué vamos a hacer esa noche para festejar.
Siempre que llega julio pienso en mis amigos y siento nostalgia porque quedaron tan lejos los días en que nuestras agendas iban al mismo compás. Ahora no sé casi nada del día a día de sus vidas. Pasamos a ser un elemento no prioritario en la vida de los otros. De compartirlo todo, a compartir breves lapsos del presente que muchas veces dejamos que colonice el pasado, nuestro tesoro más valioso.
Siempre que pienso en el pasado (y eso ocurre bastante seguido), en todo lo que ya no voy a volver a vivir, me invade una cierta tristeza. Pero no hay que dejarse invadir de esa forma. Como dice Fitzgerald en El crack up, ser adulto es convivir con un constante sentimiento difuso de infelicidad, y así y todo seguir adelante.
“Un pueblo de amigos es una nación imbatible”. Es inocente, aunque innegablemente hermosa, la máxima del soñador de Lomas. Sé que es una utopía, porque el poder nos corrompe, la ambición nos amarga el corazón, el individualismo nos hace sacar garras y dientes afilados. Y sin embargo una tarde hace no tanto sentí en carne propia la posibilidad de un mundo en que la teoría de Febbraro fuera real. Cierro los ojos y estoy ahí otra vez, con el rumor de la calle entrando por la ventana abierta sobre la 9 de julio, viendo en la tele el momento en que la selección argentina sale a jugar la final contra Francia. Después de ganar la semifinal yo le había dicho a mi marido que teníamos que ir al Obelisco a festejar.
De chica mis padres me habían llevado dos veces (a ver a Juan Pablo II y a celebrar el retorno de la democracia) y yo lo recordaba como algo muy grande, con la sensación que en ese entonces no hubiera podido poner en palabras pero que ahora sí puedo: la sensación de estar siendo parte de la Historia. No podíamos quedarnos en el campo donde vivimos, lejos de todo. La final del mundial era un hecho histórico que teníamos que vivir en comunidad. Teníamos que darle esa experiencia a nuestras hijas. Entonces tuve una idea, mi idea más genial del 2022: alquilar una habitación con vista al Obelisco. Eran las doce de la noche. Agarré el celular y me puse a buscar hoteles hasta que encontré. ¿Y si perdemos?, me preguntó Nacho. Y si perdemos tuvimos un fin de semana de turismo en Buenos Aires, nos dijimos, pero ni él ni yo queríamos pensar en ese escenario funesto.
Vuelvo a sentir el mismo escalofrío. Afuera se escuchaban desde la noche anterior los bombos, los cantos, y las filas de personas que se anticipaban al resultado y ya empezaban a congregarse. Messi besa la copa: es una imagen que se me aparece de pronto, a mí, o a Nacho, o a nuestras hijas. Podemos estar en cualquier lado, haciendo cualquier cosa, y de la nada alguno se ríe en voz alta en un exabrupto de felicidad. ¿Se acuerdan?, dice uno de los cuatro. Di María encontrando el primer penal para Messi. El segundo golazo del Fideo, la tocan todos, y después Mbappé dos veces, el 2 a 2 hasta que Messi nos salva 3 a 2 en el suplementario y otra vez Mbappé, el 3 a 3, la salvada del Dibu, y ahí sufrimos como si solo por nombrarla corriésemos el riesgo de crear un desvío temporal, en un universo paralelo, en el que el Dibu no frena esa pelota fatídica con su pie izquierdo.
Fue el mejor día de mi vida, dice mi hija mayor, totalmente en serio. Un pueblo de amigos viviendo algo inolvidable, una procesión de más de cinco millones de personas que terminó sin heridos, delitos ni tragedias. Algo inconcebible si no fuera porque Febbraro tenía razón. Ese día (también un domingo, como aquel del alunizaje) había amistad por encima de cualquier otro sentimiento. Lo supe cuando vi un hombre en cuero con la bandera atada a la cintura, sentado sobre los hombros de otro, mientras levantaba en el aire un iPhone y los demás aplaudían como cuando se pierde un nene en la playa. Alguien había perdido su celular valuado en cientos de miles de pesos y estos chicos, en lugar de quedárselo, buscaban al dueño entre aplausos y cantos de júbilo. A los pocos minutos, apareció. Era una mujer, y terminó cantando con ellos trepada a los hombros del que le había devuelto el teléfono. Eso hacía el amor: que el dinero -y toda la gama infinita de vilezas que las personas somos capaces de cometer en pos del comprensible, aunque triste, objetivo de conseguirlo- mostrase su verdadera cara y pareciera lo que siempre había sido. Un pobre premio consuelo.
Si lo que pasó ese día no fue un milagro, yo ya no sé nada. Si eso no fue la confirmación de la hipótesis de Febbraro, ¿qué fue? Un pueblo de amigos, una nación imbatible. Como la Tierra vista desde la desolación de la luna. Tan bella, tan chiquita, tan frágil, que cuesta imaginar que estemos de verdad todos juntos ahí adentro. Que nos tengamos cerca pero estemos peleándonos todos con todos, corriendo atrás de una zanahoria metálica en lugar de estar haciendo como mi amigo Vulca. Levantar el teléfono ahora mismo, y sin consultarle antes si tiene tiempo o no para atendernos, marcar el número de un amigo y decirle te quiero, qué estabas haciendo, cómo estás.
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