Abrió en Malba Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio, una exposición tocaya del sindicato de trabajadores de la energía eléctrica. La muestra reúne obras de los últimos veinte años que exploran el terreno de la espiritualidad contemporánea, cuando el arte se ha independizado, hace tiempo, de las instituciones religiosas.
La Modernidad marcó un camino de autonomía para las artes. En este sentido, ya en 1911, Wassily Kandinky oponía “el grosero canto del materialismo” a “la noche espiritual”. Más cerca nuestro, León Ferrari trabajó en relación a una mirada crítica de la institución eclesiástica y otros han preferido indagar en las tradiciones paganas y populares. Lara Marmor, curadora de la muestra, en cambio, eligió abordarlo desde una perspectiva más próxima en tiempo y espacio. Lo hace a partir de una pregunta ambigua y compleja que su texto curatorial plantea: “¿Cómo impacta y nos constituye la superposición de creencias, prácticas y saberes muchas veces ancestrales que conforman eso tan inasible que podríamos llamar espiritualidad contemporánea?”
Marmor convocó a un grupo de artistas nacidos entre los 70 y fines de los 80, generación que ingresa a la escena entrados los 2000, cuya niñez “transcurre en el pasaje de la dictadura al fervor de la primavera alfonsinista. Hijos de la libertad, viven la burbuja de la convertibilidad durante el menemismo. Tararean “Parte de la religión” y escuchan a Babasónicos (cuyo nombre nació de mezclar, en una ocurrencia azarosa, a Los Supersónicos con el gurú hindú Sai Baba”). A la vez, se trata de “quienes reciben el legado del Tao del Arte, la exposición curada por Jorge Gumier Maier en el Centro Cultural Recoleta en 1997″ –define.
En aquel momento, Gumier cuestionaba: “¿Por qué esta insistencia en reducir lo artístico a una actividad sensata, inteligente y alerta? ¿No lo estaremos confundiendo todo con una agencia de consulta para el estudio y la comprensión del mundo contemporáneo? Todo parece claro y carente de misterio”. Y más adelante insistía en que “desde las más duras, las más ‘científicas’ de nuestras disciplinas del saber, el modo en que Occidente ha venido pensando el mundo y la vida se ve colapsar”.
Veintiséis años más tarde, en Luz y Fuerza conviven la electricidad y la bioenergética, la medicina alopática y las medicinas complementarias o alternativas, entre otros “síntomas de fenómenos más profundos o simplemente parte de una constelación que nos envuelve…, el tofu gana terreno sobre el bife de chorizo, y el yoga compite con la gimnasia localizada. En las listas de best sellers, los libros de autoayuda comparten espacio con enciclopedias sobre hongos y guías astrológicas de lo más sofisticadas” –prosigue Marmor–. En las antípodas, los discursos cientificistas ofrecen un panorama de escasas y fatídicas certezas.
En este contexto, las obras en la muestra se abren a la experimentación, rompiendo “los binomios hombre/naturaleza, racionalidad/espiritualidad, mente/cuerpo y, a partir del humor, la ironía o la búsqueda espiritual más profunda, dan cuenta de que energía y fuerza transformadora son fundamentales en estos momentos de cambio”, dice.
Al pie de las escaleras, se levanta el alto techo de la primera sala del subsuelo del museo, que funciona como introducción. Allí cuelgan seis esculturas de la serie Ave Miseria (2016) que Carlos Herrera realiza con plumas, heno, ropa y telas varias combinadas con objetos personales y encontrados. Se trata de piezas que el artista vuelve a armar para cada puesta, que funcionan a veces como marco de sus performances que ponen en evidencia una problemática entre fe, cuerpo y sexualidad.
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Aquí se enfrentan a otras y muy diversas ideas sobre la fe, como por ejemplo la serie Hacia la tierra que les mostraré (2018), de Ana Vogelfang, un grupo de retratos pintados sobre pares de zapatos y combinados con piel. Cuenta la artista que, según la tradición judía, si alguien sueña que una persona muerta viene a llevarse sus zapatos, significa que la muerte pronto se llevará al durmiente. “Es por eso que no deben utilizarse los zapatos de las personas muertas” –dice Vogelfang y cuenta que estas obras hablan de cómo ciertos objetos tienen alma o cobran vida propia. En la pared del fondo, Belén Romero Gunset presenta pinturas que ha realizado “como plataforma visual para divulgar el Método S1, construido en base a algunas ideas de Baruch Spinoza”. El método busca la conquista de la alegría y las indicaciones están organizadas a partir de la geometría y el color, acompañadas de emoticones que “pueden entenderse como símbolos paganos” –explica la curadora–.
En la misma sala, una caja de cuerina negra deja un lado abierto para entrar y sentarse a leer en el interior, donde dos estantes ofrecen libros en cuyas tapas se leen célebres títulos de filosofía francesa del siglo XX, recubriendo una colección de volúmenes de autoayuda. La obra, Heavy Mental: Biblioteca Apócrifa (remastered) (2005-2023) mezcla dos universos presentados como opuestos: “El heavy metal es una subcultura marginal, pero a la vez masiva y popular. La filosofía también tiene esa dualidad: por un lado es alto pensamiento; por otro, un filósofo es alguien marginal dentro de la cultura occidental. En ambos casos, podemos encontrar signos de identidad y pertenencia”, manifiesta el artista, Gastón Pérsico.
En un espacio estrecho delimitado por paredes negras, se proyecta Diario (2010) de Nicolás Mastracchio, que canaliza los vaivenes emocionales de su propia crisis personal en un momento en que “había arrancado a estudiar astrología formalmente –declara el artista–… El video busca ayudar o compartir esta experiencia personal con bastante humor y crudeza, buscando empatía en la audiencia” . Justo antes de pasar al resto de las salas, dos Criaturas (2023) sobre ruedas, del dúo Bernardo Zabalaga y Lucía Reissig, pueden llevarse de la correa para acompañar el recorrido. “Son un cruce entre mascota y objeto de apego –define Marmor–, un lugar para alojarse y descansar. Esculturas vivas con ánima, convocan a experimentar el sentido de lo familiar, la convivencia y la crianza mutua; a ser cuidadas y a cuidarnos a través de un intercambio somático que trascienda las dicotomías sujeto/objeto, yo/otro”.
En la organización de ese recorrido, Marmor cuenta que quería “que la gente pueda entrar sin sentir que está en un museo. Tenía el deseo de crear un espacio no-expositivo, no museográfico, pero no de armar algo escenográfico, que simulara una casa o un templo”. Sus investigaciones la llevaron entonces a estudiar el diseño de la villa japonesa y cómo, en esa tradición se organiza la secuencia de habitaciones, la relación de los espacios interior y exterior, el color de la pared que es un tono neutro, “no un blanco estridente ni un gris beige”.
Luego de la introducción o antesala, la muestra se desarrolla en cuatro habitaciones consecutivas con algunas ventanas hacia el exterior y donde las obras no se organizan de acuerdo a una jerarquía, sino más bien en torno a “una tensión entre el vacío de una pared mientras que al fondo, hay otra más abigarrada de obras; una cadencia en que vas circulando y te encontrás con distintas situaciones”.
En la primera habitación puede verse una serie de dibujos que Eduardo Navarro realizó a partir del sonido de su propio corazón mientras caminaba por Nueva York, Imágenes encontradas con un estetoscopio en los sonidos ocultos de una ciudad llamada Cuerpo (2023). Con respecto a esta obra, el artista cree que “todo sonido contiene una imagen, el cuerpo es como un disco en el que se graba información sonora que, aunque uno no la escuche, está ahí, esperando reverberar y liberarse como un eco interno”. En su trabajo, Navarro suele “investigar formas de comunicarse con fenómenos naturales explorando el límite incierto que nos define como seres humanos”, resume la curadora.
Martín Legón presenta dos publicidades originales enmarcadas de la serie Árboles profundamente artificiales (2016), donde se observa un cruce entre la industria farmacéutica y una referencia al arte como garantía de bienestar emocional, “incluso hasta un límite paródico” –señala–. Bruno Dubner expone una serie de fotografías que registran apellidos que remiten al judaísmo, expuestos en placas, vidrieras y carteles de los barrios porteños de Balvanera, Barrio Norte y Once. “En su interés por la cualidad abstracta de la imagen, el lenguaje fotográfico se encuentra atravesado por preguntas de orden espiritual”, dice la curadora.
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En el centro de la sala contigua, dos piernas de maniquí se abren desde la ingle para juntar las plantas de los pies, en una postura típica de las clases de yoga, que presta su nombre para la obra Vadaconasana (2010), de Diego Bianchi. La parte superior del “cuerpo” ya no se reconoce como humano. El artista “suele manejar diferentes variables de tensión: control y no control alternativamente; ejercicio espiritual e individual…, la rigidez material del cuerpo del maniquí y la plasticidad corporal que exige el yoga; atravesar el dolor para acceder al bienestar”, comenta Marmor.
Sobre las paredes cuelga un retrato de Marisa Rubio en su rol de Helena Líndelen, además de una selección de sus mandalas de 2012. Líndelen se dedicó a enseñar la técnica para realizar estos diseños, que son también un soporte material para la meditación. La profesora formó parte de uno de los ejercicios del método expuesto en la Teoría del quehacer actoral cotidiano para intérprete que propone un tipo de actuación situada en el intérprete frente a un público que no es consciente de serlo. En un ángulo entre dos paredes adyacentes de la misma habitación, Paula Castro exhibe Todo re bien, ok (2018), que también pudo haberse llamado “Bienvenidas angustia y ansiedad” –dice la artista–. La obra pertenece a su serie Círculo cromático de marcadores negros, que emplea diferentes tipos de marcadores para crear su propia paleta de negros. A pesar de que “finalmente triunfó el optimismo –comenta la curadora–, aunque no por esto se está menos cerca de entender esta emoción muchas veces como fenómeno disciplinario o como un imperativo”.
A continuación, en el siguiente espacio contiguo, puede verse una gran pintura de Nicolás Domínguez Nacif realizada entre 2007 y 2014, que es también una invocación al sol de su provincia natal, San Juan. Las obras de Ana Won, Las novias (2022) y Pronuncia su nombre a la noche (2023), sobre la pared de enfrente, están realizadas en estado de trance y “mezclan, como en un remolino, distintas materialidades, lenguajes y tradiciones que buscan evocar lo desconocido”, dice Marmor.
En la última de las habitaciones de la secuencia, Mariana Tellería expone ocho obras Sin título (2012) de la serie Dios cree en mí, que describe como collares montados con las formas de los dijes. Respecto de ellas, declara: “Tiendo a realizar operaciones geométricas proyectadas sobre cualquier cosa, es un ejercicio constante, intuitivo por momentos y, por otros, de un racionalismo cartesiano en el que me interesan más los chistes que las verdades.”
La última de las paredes, abigarrada de obras, reúne pinturas en grafito de Roberta Di Paolo y pinturas-collage de Daniel Leber que conjugan iconografía y símbolos de distintas tradiciones y, sobre un soporte bajo, una serie de esculturas de Laura Códega con botellas de bebidas espirituosas. Entre ellas, se incluye su Fuente de los deseos (2012), un objeto ritual que se llena de vino y al que se le piden deseos, que, según dicen, “se cumplen”.
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