Mariano Llinás llega a su hogar de San Telmo después de recoger a su hijo del colegio junto a Nacha (una hermosa perra negra) y sale nuevamente para comprar una jarra para el té y unos pain au chocolat que convida al fotógrafo y al periodista de Infobae Cultura, que lo esperan en la puerta de su edificio para realizar una entrevista con motivo de su película Clorindo Testa.
Bien. Se conversa sobre un film que llevar por título el nombre y apellido del arquitecto y pintor Clorindo Testa. Pero no. Es Llinás, compréndase. Y comienza entonces el juego de las mamushkas rusas que conforman la película. Porque no será, o sí, una película sobre el arquitecto, pero sí sobre el libro Clorindo Testa, de Julio Llinás, padre de Mariano. O no: será un documental sobre Julio Llinás. ¡Pero no! Será sobre la familia de Llinás (Mariano), el cine, el humor, la melancolía y, sí, esos edificios brutalistas del arquitecto Testa en el microcentro y también hizo la Biblioteca Nacional (pero no el edificio en el que Borges la dirigía).
¿Se entendió poco? Bueno, mejor vayan a ver la película, un excelente film que nadie querrá perderse y menos cuando dura hora y media, a diferencia de La flor, la anterior película suya, que duraba catorce horas (toda una experiencia). Pero antes de sacar su entrada para el Malba lean esta entrevista que Infobae Cultura le hizo a Mariano Llinás, uno de los más notables cineastas argentinos de estos tiempos.
–Dígame, Llinás, ¿usted a su película la categorizaría como ficción, no es cierto?
–Bueno, desde luego. Pero uno podría decir, ¿qué no lo es? -dice el director mientras calienta el agua en su nueva jarra metálica para el té, desde la cocina. Luego ofrecerá té en hebras. Y azúcar. En terrones.
–Está bien, pero si vamos al fondo de las cosas, cualquier comunicación entre dos personas es una ficción.
–Sí, por eso mejor no nos metamos en esas boludeces y vamos a la película que sí, es una ficción.
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–Lo interesante es que, además de usted que interpreta al director de la película, aparecen personajes con tintes más documentales, como la madre del director, la hermana del director, su mujer, su amigo…
–Hay casos de distinto nivel de documentalismo. En el caso de mi madre por ahí es la más lograda. Ella es la menos conducida, tiene una gracia en donde lo que aparece es una especie de actriz en un momento pletórico. Ahí aparece lo que se podría asociar más a lo documental. Los mejores momentos, los momentos que más me gustan, cuando ella dice “un niño rubio que se llamaba”, inventa ella en ese sentido de la aproximación. Sí, es más documental, pero eso pasa en todas las películas. Hay un personaje que no está escrito por mí, claro, porque es un personaje textual aunque yo pienso que el espectador termina haciéndose una imagen de esa voz.
–Usted se refiere a la nota que aparece en La Nación en la que Marcelo Gioffré compara a su padre Julio con el propio país y el peronismo.
(N. de R.: Un alto. Conviene señalar al lector la centralidad de una nota de opinión publicada en el diario La Nación el 12 de abril de 2022 y que toma como punto de referencia la vida de Julio Llinás para realizar una comparación -muy forzada, es preciso decir- con el país y con el peronismo en particular. Sigamos).
–Sí. Hay algo, ¿no? Yo pienso que cada espectador completa a Gioffré imaginariamente. Es como una especie de malo de James Bond, como un personaje que está en la oscuridad. No es sólo un texto porque para mí se proyecta un tipo de personaje que creo que todo espectador imagina.
–Como Charlie de Los ángeles de Charlie, pero al revés. Malvado.
–Exactamente. Nosotros seríamos los ángeles de Gioffré.
–La película destroza ese artículo. ¿Vio a Gioffré después de su estreno?
–Vino a un estreno en la Fundación Andreani y todo el mundo fue muy amable con él y él fue bastante amable también con todos. Ahora se dedicó a compadrear un poco. Su artículo habla sobre él. Su versión de la historia argentina es express, es escolar, dice que todo lo bueno fue en el momento anterior al año 30. Como si no hubiera nada que decir de ese momento y como si fuese una unanimidad completa. Después lo malo es la llegada de Perón, como si no hubiese habido idas y vueltas de todo. Gioffré lo reduce todo a un tuit bueno. La vida de mi padre es un tuit, claro.
–La película se presenta como un trabajo encargado por la Fundación Andreani. ¿Traicionó ese trabajo?
–Yo tenía la fantasía de hacer una película sobre el libro de mi padre que se llama así. La primera vez que trabajé en la Fundación Andreani me dijeron que Clorindo había hecho la sede y entonces lentamente fui ejecutando un sibilino proceso de seducción. “Ah, ustedes saben que mi hijo se llama Pedro Clorindo” y les dije de mi proyecto y María Rosa Andreani y Oscar Andreani, cada uno por separado, abrieron los ojos y me di cuenta de que habían entendido lo que yo quería hacer. Hubo una especie de complicidad mutua en ese sentido, si bien nunca lo hablamos.
–Claro. Le decía que suena a un juego de traiciones. A la Fundación, luego a Clorindo Testa pero también parece que la película dice que no es así. Usted filma los edificios de Testa.
–Es una falsa traición. Sólo es una traición que no se enuncia para que el espectador pueda participar de un juego. Las falsas traiciones son absolutamente todas cómicas.
–En una reseña reciente que se publicó sobre su film en Infobae se dice que todo el mundo lo considera un narcisista al que nadie soporta, o a quien se teme…
–Me sorprendió. En todo caso es algo que se mantiene bien para el rol social que uno juega, ¿no? Pero no creo ser más narcisista que otros, simplemente creo que lo pongo a trabajar. Soy un tipo que trabaja divirtiendo todo el tiempo, me ocupo de eso, es uno de mis trabajos, no es el único. Con mi mujer [la actriz Laura Paredes] llegamos a una comida y terminamos agotados porque hay una determinada temperatura y no aguantamos y empezamos a agitar hasta que todo el mundo se está cagando de risa. Somos una pareja así. Es una vocación o fatalidad, pero es así, yo no puedo parar el narcisismo. Pero a diferencia de otra gente que es muy narcisista uno tiene la vis cómica.
–Usted señaló en la entrevista para el libro Las miradas por venir, que un punto de fuga de Godard es la comedia.
–No tengo dudas. La mayoría de las veces Godard hace comedia. Sí, también hay veces que no la pega. Si yo tuviese que hacer una genealogía de Godard diría que es el resultado de una tradición francesa que empieza, contrariamente a lo que se supone con los Lumiere, con Meliés. Es una tradición francesa de cineastas que no son teatrales sino que tienen una cosa que podríamos llamar “la fantasía”. Tiene una especie de juego, de película lúdica. Ese cine planteado como un juego tiene mucha relación con la Francia posterior al Segundo Imperio y a la Tercera República, antes de la guerra. Si uno piensa esa línea del cine francés a Hitchcock, que no es un cineasta inglés, por supuesto, y es poco cineasta americano...
–Usted remarca ese humor también en Julio Llinás.
–La idea del humor era, en nuestra familia, un régimen tan rígido que se podía volver casi estalinista. Mi viejo nos torturaba a todos con la pregunta sobre si teníamos humor, como para una familia de militares este debe tener coraje o pelotas o no sé qué quieren tener las familias de militares. Una tradición larguísima que tenía que ver con la patafísica, con el surrealismo. Y no tenía que ver para nada con el hecho de ser gracioso, claro, tenía que ver con una particular manera de entender las cosas. El humor era la herramienta que destruía a la burguesía y no tenía que ver con una concepción marxista, sino la burguesía como un estado de satisfacción. Bretón dice que el acto surrealista por excelencia era vaciar un revólver a ciegas contra la multitud. Hoy el humor negro está en su punto más bajo. Antes existía la prohibición del humor desde un lugar de poder. Hoy el humor se repliega sobre sí mismo.
–Volviendo al film, se podría pensar que el título va perdiendo la centralidad y transmuta en ese juego de cajas chinas.
–No estoy muy de acuerdo. Para mí el título es el centro. Te diría que no hay casi ningún momento que en definitiva no esté girando en torno de Clorindo Testa, el libro. Un objeto físico concreto. Un libro amarillo con rayas marrones, y círculos. Al comienzo de la película aparece el personaje y dice: “Estoy buscando un libro amarillo que tiene unas rayas y unos círculos no sé qué” y siento que ese libro es el centro de la película. Lo que pasa es que ese centro es un centro extraño, que no articula de manera demasiado lineal.
–Bien, en ese libro en cierto momento Julio Llinás hace una crítica tremenda a Clorindo Testa.
–Tampoco estoy tan de acuerdo con eso. Digamos que descubre algo…
–Sí, pero algo crítico, muy crítico.
–Sí, desde luego. Es muy interesante lo que vos decís porque, por ejemplo, [el director y crítico Nicolás] Prividera señala un poco lo mismo y encima se ocupa de decir que es una crítica que mi papá me hace a mí, en ese sentido. Pero pasa otra cosa. Mi padre conocía la obra de Clorindo Testa y si escribía el libro era porque le gustaba. Le propusieron un libro y él eligió escribir sobre Testa. Era un artista que admiraba, más allá de ser su amigo. Lo que pasa es que en medio de la argumentación se da cuenta de que no prueba lo que él quiere probar. Y su personaje se le da vuelta. Que diga cosas como “polar” o “gélido”, que esas cosas que dice sobre Testa sean observaciones negativas, simplemente lo son para su propia tesis. Es como si alguien que está pensando se da cuenta de que su pensamiento se vuelve en contra de lo que quería demostrar al principio, pero no es una crítica a Clorindo Testa. Es alguien que está viendo un cuadro de Clorindo Testa y de pronto se da cuenta de que la belleza del cuadro va en contra de lo que él pensaba.
–Cuando usted era chico y le preguntaban a qué se dedicaba su padre, ¿qué respondía?
–¿En la primaria? Publicitario. Que era poeta lo descubrí cuando en algún momento me dijo: “Voy a volver a escribir”, a los 10 u 11 años. Me dijo: “Voy a volver a escribir” y a partir de ese momento empezó una vida diferente para mí. Una vida en donde yo tenía un padre que escribía y eso significaba que mi viejo escribía a máquina y lo primero que hacía era darme lo que acababa de escribir para que yo lo leyera y lo mirara. Muy temprano, a los 11 años. Tal vez no me hacía tanto caso, pero a partir de los 13 años yo era la primera persona que leía y lo que yo decía lo aceptaba instantáneamente. A partir de ahí empecé a tener una vida atravesada fuertemente por la literatura.
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Mariano Llinás se detiene. Piensa.
–Mi padre sentía que en cuanto él volviera a la literatura le esperaba un camino venturoso, que iba a ser inmediatamente recibido como un gran escritor. En su juventud había sido visto por un montón de personas como un escritor promisorio. En ese sentido se tenía una fe infinita y en cuanto empezó a escribir, no pasó eso. No pasó nada, inicialmente. Alguna vez se encontró con Alberto Girri, que le dijo: “Bueno, vos te apartaste del ámbito literario y eso tiene un costo”. Eso a mi viejo lo impactó casi como una sentencia. Ese costo fue la invisibilidad absoluta. También creo que el haberse apartado durante tanto tiempo de la literatura lo había alejado de las modas. Cuando él retoma la literatura a fines de la década del 80, lo que estaba de moda le resultaba totalmente ajeno, el surrealismo había sido olvidado, eso lo dice el propio Godard. Nadie tenía como eje de la literatura a Lautreamont o a Apollinaire, por ejemplo. Había sucedido un cambio del paradigma francés a un paradigma angloparlante, sobre todo americano.
Mi adolescencia es una especie de lento desengaño de mi padre en relación con esa esperanza que él había tenido primero. Hay un momento bastante terrible que es un éxito fugaz y es la película de María Luisa Bemberg, De eso no se habla. Él escribe un cuento, se lo manda a Bemberg, se lo lleva mi mamá, ellos no se conocían, lee el cuento y hace la película con Marcello Mastroianni, etcétera. Y ahí aparece el viejo convertido en una especie de escritor, pero de escritor no como a él le hubiera gustado ser. Va a la Feria del Libro, firma ejemplares, una vida de escritor pero muy lejos del escritor que él pensaba, más un escritor burgués en ese sentido. Y ni hablar cuando después escribe un libro sobre Maradona por encargo con Fernando Niembro. Su época de éxito es una época rarísima que él disfruta, porque si hay algo que necesitaba mi viejo era tener guita, era una persona que se llevaba bien teniendo plata. Pero había una profunda insatisfacción con lo que él había sido, que venía de un sentido muy arrebatado de la poesía.
–Entonces Girri tuvo razón.
–No cabe duda de que Girri tenía razón, digamos, no hay duda alguna lo que quiso decir, pero tiene razón.
–Acerca justamente de las figuras paternas y sobre estas familias extendidas que existen en la vida de todas las personas, Rafael Filipelli murió este año. ¿Qué significa para usted y para el cine esa pérdida?
–Para mí Rafael fue el cine. Yo tuve tres figuras paternas muy fuertes. Una muy corta pero muy intensa que fue mi papá, claro. La otra fue muy corta, ocupó como ocho años de mi vida y fue Hugo Santiago, que implicó una especie de renacimiento para mí. Y Rafael Filipelli fue otra cosa, nunca fue una figura paterna en el sentido tradicional. Pero sí en el sentido de alguien que está por encima y para una persona como yo es muy útil que haya una persona que esté por encima, a quien se deba semejante nivel de respeto. Cuando aparece alguien con una energía que es capaz de ponerte límites, de mostrarte cosas, de enseñarte, de plantearte. En ese sentido yo nunca había conocido a nadie como Rafael.
Mariano Llinás se detiene. Piensa.
–Para mí, mi padre fue la persona más importante sin dudas en mi formación de mis primeros años. Pero a la vez fue una persona que se encargó sistemáticamente de mostrar sus propias vulnerabilidades. Él me daba sus escritos para que yo los corrigiera. Filipelli fue hasta último momento una figura rectora. Fue alguien que sistemáticamente se plantó por encima, que siempre estuvo arriba mío. Porque tenía una fuerza que yo nunca vi en nadie. No tenía que ver con la admiración, como me pasaba con Hugo Santiago a quien yo admiraba antes de conocerlo, por sus películas. Tenía que ver con una fuerza derivada de la inteligencia, de la decisión, que yo nunca vi. Ese encuentro fue un aprendizaje que me dura hasta hoy. Es de esas personas de las cuales uno aprende eternamente. Una experiencia que no sé si es transmisible, eso es interesante. Yo no sé si vamos a lograr en la revista (N. de R.: Revista de Cine, la publicación que dirigía Filipelli y en la que escribían cineastas, entre ellos Llinás) transmitir lo que fue Rafael para nosotros. Es decir, esa especie de energía casi infinita, casi incesante que estuvo presente en nuestra vida durante tanto tiempo.
–¿La van a seguir sacando?
–Ahora terminamos el número. Faltan entregar textos.
–Debe ser difícil el cambio sin su presencia.
–Era una persona con un compromiso con lo que quería que nada le importaba más. Te repito. Es una persona con una fuerza como la que nunca vi en nadie más. Y sucede que cuando una persona con esa fuerza desaparece, bueno, es así, no vuelve más.
Sobre su cine como autor y 1985, etcétera
–Después de sus películas Historias extraordinarias y La flor, que fueron tan elogiadas y duraban 5 y 14 horas, hace Clorindo Testa a la vez que fue coguionista de Azor y 1985, esta última vista por millones de espectadores. ¿Cómo nada en esas aguas diferentes?
–En Azor hay grandes escenas como esa del final, cuando se ven los cepillos de dientes después de que los milicos se llevan a los desaparecidos.
–Porque no muestra la desaparición, sino la escena posterior a la desaparición, algo que no había hecho el cine argentino.
–La idea de que la desaparición también implica esos objetos que rodeaban al desaparecido, la idea fantasmagórica, que hay miles de cepillos de dientes luego de esa desaparición.
–También fue guionista de 1985. Es un nivel diferente de llegada.
–Tampoco soy yo.
–¿Qué quiere decir?
–Lo que llega no soy yo. Yo participo, trabajo en algo que hace un montón de gente, como pasa con el cine industrial. Quiero decir, llegan más Darín y Lanzani que yo. Es un objeto coral, las películas más chicas son mucho más yo.
–¿Pero está conforme con haber participado de 1985?
–Por supuesto. 1985 me gusta mucho y estoy muy orgulloso de haberlo hecho, pero no tiene nada que ver con las otras. El caso de Azor es paradójicamente mucho más cercana porque es una película en la que tuve una participación más allá de figurar como asesor en el guion. Lo que digo es que es muy distinto escribir un guion que dirigir. Radicalmente distinto. Pero para mí el cine es mi vida. Y en ese sentido me interesa enormemente el cine en toda su amplitud. Tener la oportunidad de participar de otro tipo de películas que las que yo hago es, para una persona con curiosidad, extraordinario.
–Más si deja su impronta. Yo creo que esa impronta suya se nota más en Azor, por ejemplo.
–¿Pero cómo se calcula la impronta? No, no se calcula.
–Pero 1985 tiene menos de su impronta.
–¿Y cuál sería la impronta? Una película sobre el juicio de las juntas, o sea, sobre Strassera, es también una película de Axel Kuschevatzky y es muy notable, y es de Santiago Mitre porque es la persona que nuclea a todas las demás personas. Todo eso me parece muy bien, es una manera de entender el cine que yo valoro mucho, de hecho. Ahora, yo tengo un grupo y las películas que hago son de El Pampero Cine, son más de El Pampero que mías. Salvo que yo formo parte también. Para mí es el proyecto de mi vida.
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