Algo nuevo, algo viejo, algo prestado, algo azul

Descripción y relato de los consumos culturales en tiempos de algoritmos e IA. Música, literatura y ocio cambian pero se reproducen en loop, de Jimi Hendrix a Hatsune Miku pasando por el Simon

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Algo nuevo

Mi amigo José es joven, pero no lo sabe. Como cualquier joven. Tiene treinta o algo así, y mira para atrás, ve un recorrido. No importa, yo le digo y no entiende (hace bien): la juventud, en general, es algo que nos llega tarde. Que no importa hasta después. Lee un montón José, me pide que le recomiende libros. Me comenta sus subrayados. Ahora estaba con Lorrie Moore y sus cuentos del libro Autoayuda. En esos cuentos, escritos en segunda persona, siempre hay una voz que le habla a alguien.

A modo de intercambio, yo le pido que él me instruya sobre lo moderno y me pase música “de ahora”. Me ayudó a conocer cosas obvias (parece que son, así me dice), que estaban fuera del radar de mi algoritmo: D’Angelo, Kendrick Lamar, Guru. Me pasó un link con lo último de lo último: Live at Electric Lady, un EP de Denzel Curry. Este muchacho es un rapero y compositor estadounidense que empezó su carrera cuando estaba en sexto grado: su primer mixtape lo hizo en 2011. Ese lugar en el que grabó y mezcló su último EP es el estudio en el que tocaba Jimi Hendrix (recurrente, este sí, entre las sugerencias de mi algoritmo) y que alternó períodos de esplendor con Stevie Wonder o Erykah Badu grabando ahí sus cosas, con otros ratos de abandono.

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Escuchando la música que me pasa José, mi algoritmo se vigoriza, se hace joven y extranjero para mí, me propone sonidos distintos: Vince Staples, Redveil, JpegMafia, Lil Ugly Mane. Me olvido de los nombres en el acto, pasan las canciones en loop, se arman horas y horas de música sin contexto. Una armonía hecha en la repetición de patrones que me satisfacen.

Kendrick Lamar, compositor y rapero afroamericano premiado con el Pulitzer
Kendrick Lamar, compositor y rapero afroamericano premiado con el Pulitzer

Cuando puedo poner la música que yo quiero en el auto, voy con eso. La ventanilla baja, el codo afuera. Relajado. Joven. Pero el tiempo para mí es poco. Mayormente, no pongo la música yo, deciden mis hijos. Ellos me mostraron otra música nueva. ¿Conocen a Hatsune Miku?

¿Cómo que no conocés a Miku, pa? ¡Miku!

Como no sé, pregunto. Como no entiendo, googleo: Miku, parece, es una cantante virtual hecha para el software VOCALOID desarrollado por la empresa Yamaha Corporation.

¡Ah, un dibujo, como Gorillaz!

No, pa, nada que ver.

Su imagen, una chica de 16 años y antropomorfismo moe (concepto del animé, del mundo otaku, me entero. Piernas larguísimas, minifalda escolar, pelo lila dispuesto en dos colitas bailarinas), es una de las más famosas ídolas virtuales a nivel mundial, con la voz de la seiyuu (¿doblajista? ¿Ghostvoicer? Google no desasna, a mis hijos les da fiaca profundizar) Saki Fujita.

Hatsune Miku quiere decir algo así como: El primer sonido del futuro.

Escuchando la música que me pasan mis hijos, noto que sí. Eso que suena es el futuro. Mi algoritmo se intimida, se vuelve chillón: me grita que esto ya no, que hasta acá está bien. Esa música no es mía, es de ellos.

Hatsune Miku
Hatsune Miku

Algo viejo

Había una época en la que tocábamos las cosas. No era mejor. Era otra. El plástico blanco hueso de los cassettes, el plateado ostentoso de los CD. Había un tiempo en el que teníamos de a poco. Podíamos comprar un disco, un cassette de vez en cuando. Y escucharlo era repetirlo. No era mejor. No era lo mismo.

La música nos llegaba por la radio, por MTV, también por amigos, vendedores. Andaba a pedal, iba de uno en uno el algoritmo. Armábamos compilados, quiero decir, playlist, pero con un límite físico: la extensión de una cinta (60 minutos, 120), la circunferencia de un disco. Le escribíamos un nombre con marcador en el lomo, como un gesto de amor, de amistad, los regalábamos. Había una época en la que la duración de un disco era una medida del tiempo. Escucharlo entero. Repetirlo. Era, también, un orden.

Cuando era un joven y no sabía que era joven, mi papá pasaba música. Dirían ahora, era DJ. Él dice, sigue diciendo: pasaba música. Pasaba, daba, ofrecía música a los demás. Para que bailaran sueltos y abrazados, para que se divirtieran, para que pudieran chapar, compartir, enamorarse. Se llevaba, esa gente, la música que les daba mi papá puesta en el cuerpo. Ese rato. Cuando se iban y afuera del boliche empezaba a hacerse de día, mi papá ponía otros discos, los suyos. Para él y los mozos y los barman. Entusiasmado con una música nueva que, a los demás, les parecía rara, extraterrestre. Ajena. Les mostraba deslumbrado lo que había grabado hacía poco, días tal vez, Jimi Hendrix en su estudio, el Electric LadyLand.

Jimi Hendrix (1942-1970)
Jimi Hendrix (1942-1970)

Algo prestado

Una de las cosas que más escucho en mis auriculares son las voces de otra gente leyendo. Leen lo que escriben para el taller que coordino. En sus cuadraditos de Zoom, en la pantalla, dicen: “Y una misa junto al fuego. Sin misa y sin fuego”. Dicen: “Sabemos que va a explotar solo falta saber cuándo”. Cada persona que lee y habla es un sonido único.

Yo uso para mí, después, a otras horas, esas voces ajenas. La uso para leer en mi cabeza (¿Ghostreaders?). Ahora, por ejemplo, leo Literatura infantil, de Alejandro Zambra, con la voz de Mariana, una chica chilena, durante el día y, a la noche, antes de dormir, leo Furia Feroz, la novela de Ballard, traducida por Minotauro, con la voz de Javier, un hombre español.

Hay, en los otros, sonidos que nos prestan: en la forma de hablar, en su cadencia, sus muletillas y sus modos, en los acentos. Hay una música que cada uno hace, que va y que viene entre las personas.

Cada tecla de color del Simon emite una nota diferente
Cada tecla de color del Simon emite una nota diferente

Algo azul

Con mi sobrino jugamos al Simon. El azul es una nota cualquiera, no siempre la misma. Busqué, pregunté y eso parece. Lo más cerca que podría estar de estandarizarse sería un sonido entre el Fa y el Si, pero la verdad es que no se sabe. A mi sobrino no le importa. Sin saber eso, juega igual. Lo aburre la propuesta estándar: repetir una secuencia, memorizar. Me propone que mejor toquemos canciones.

Empezamos con las suyas. Una que habla de la bandera, otra que dice lo que trajo el viento. Y toca azul, rojo, azul, azul, amarillo.

Después, tocamos las mías, y voy con “Hey Joe”, porque es mía y con algo parecido al estribillo de “Triple Baka”, de Hatsune Miku porque mis hijos me lo tatuaron en el cerebro.

Y tocó rojo, amarillo, amarillo, azul, verde, verde.

Ni una sola vez, la nota que tocamos es la nota correcta. Vamos y venimos por las teclas cantando lo que se nos canta. Es un ruido eléctrico de colores y luz. Un barullo nuestro que nos prestamos y que no entra en ningún cassette, que no podría decodificar ningún algoritmo. Rojo, verde, azul, azul, azul.

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