El apellido de mi madre es Karakashian. Los armenios que habitaban el Imperio Otomano llevan apellidos cuya raíz es de origen turco. Karakash en turco significa: de cejas negras. La terminación –ian denota la filiación: “hijo de”. Hijo de aquel que tiene cejas negras.
Tengo las cejas espesas. De pequeña me incomodaba lo tupido de mis cejas. Fue más tarde que, gracias a la hija modelo de Hemingway en Occidente, comenzó a popularizarse las cejas gruesas. Mis ojos eran motivo de inicio de conversación en el barrio. Salía con mi madre de pequeña y los feriantes, los vecinos, comentaban: qué faroles. Era casi lo único que entendía de eso que luego seguían diciendo. Mi madre era la traductora. Habían dos lenguas, la del hogar: el armenio, y el lenguaje de la calle: el castellano, esos modos del habla extranjera y ligada, en primera instancia, a mis ojos.
De adolescente, al terminar el colegio secundario, se me planteaba lo que anhelaba y también temía: salir del gueto. Yo vivía en un barrio del conurbano bonaerense repleto de armenios, había ido a un colegio armenio desde el jardín de infantes, mis amigos sólo eran chicos armenios y se suponía que mi vida amorosa debía ser con alguien armenio para tener así hijos armenios. De modo que salir a la universidad era un desafío. Por primera vez me iba a encontrar con gente netamente argentina (o lo que era netamente argentino para mí).
En ese tiempo comencé a tener un problema en la piel. Mis piernas sufrían de unas marcas que yo ocultaba con medias o pantalones. Pero cuando ya no me era posible ocultarlas había adquirido una forma en la mirada que era casi un pedido: que sólo me mirasen a los ojos. Yo miraba (miro) muy fijo a los ojos. Una concentración que es un modo de absorción de la mirada del otro. No dejar que miren hacia otro lado que no fuese mis ojos. Así acuné una forma de mirar que muchos adjudicaron al Oriente y, sin embargo, era una excusa para no dejar que la mirada del otro se desviara y se detuviera en algún otro extremo de mi cuerpo.
Cuando nació mi hija, mi segunda hija, la piel se mejoró. Nunca supe bien cuál había sido el motivo de la mejoría. Quizás sucedía que ya tenía dos “hijos armenios” y el mundo extranjero argentino ya no resultaba amenazante para mi cuerpo. En mi alma de gueto creía que esos hijos que nacieron en Argentina, al tener las cejas anchas y los gestos armenios, eran parte de un territorio que yo le daba al mundo. La tierra perdida de una nación desplazada.
Entonces empecé a escribir. Y el cuerpo de la escritura fue abyecto, fue violento, fue marcado por la tensión de no tener una historia lineal. Un cuerpo de la escritura fragmentario, disruptivo, errático. Una escritura que siempre solicitaba (solicita) que se mire hacia otro lado. Una concentración absorbida por la fascinación de ciertas imágenes.
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Hace poco tiempo terminé de escribir un texto llamado “Nada de lirismo” donde la voz de la protagonista intenta cantar su disonancia con su circuito encerrado y claustrofóbico de constitución de una identidad familiar, nacional, comunitaria.
Envié el relato a varias editoriales, muchas comentaron la incomodidad de un texto donde lo sexual es político, de una política del poder. Donde una niña se violenta frente a una Argentina de los años setentas, pero desde una violencia extranjera, la de su colectividad. Una revolución dentro de otra revolución. El rechazo de ciertas editoriales me hizo sentir un sin sentido. No sólo de ese texto, sino del modo de concebir la literatura: la rotura de la narración, lo irresuelto de las voces que terminan siendo un grito en lugar de un cuento.
El libro encontró un editor poeta que supo leer la “colérica asunción del lenguaje, el deseo, la perversión y la desobediencia como razón de práctica extrema en la clara noción de que no es posible un margen de libertad si no se liberan la conciencia y los cuerpos”. Alberto Cisnero para Barnacle editora, ese poeta que sabe de la depredación. Así se lee la naturaleza asocial de su propia poesía, su estado de pérdida, su interdicción. De tal modo que fue el lector necesario, aquel que el texto soñaba.
Pero una mañana me desperté y sentí que la luz que entraba por la ventana me dañaba. Miré las cosas y me di cuenta que había perdido la visión panorámica. O lo que yo llamaba mirada panorámica. Fui a una guardia hospitalaria; estudios, campos visuales: había perdido la visión de un ojo por la inflamación del nervio óptico. Me indicaban que siguiera leyendo, pero cómo iba a hacerlo si las palabras se mezclaban, los renglones temblaban ante mi intento.
En ese movimiento de las cosas, mientras yo perdía el equilibrio, pensaba: ¿Y si no escribo más? Cuando lo comentaba a mis amigos escritores, azorados, me decían que había escritores que continuaban su vida literaria con un solo ojo. Que era imposible que yo pensase eso. Y, sin embargo, y para mi sorpresa, era posible. Yo podía no escribir más.
¿Acaso Rimbaud no había ido a Abisinia, acaso Hugo con Hofmannsthal en su carta no había anunciado el principio de su silencio? ¿O Ingeborg Bachmann cuando escribe que “No descuido la escritura,/ sino a mí misma./ Los otros saben/ dios lo sabe/ qué hacer con las palabras/ Yo no soy mi asistente” no pone su punto final? “Nada de delikatessen” anuncia Ingeborg.
“Un lenguaje en el que me hablan cosas mudas” dice Hofmannsthal. Podría vender medias o zapatos o alguna otra cosa. Ser una fenicia comerciando. Asistir muda ante las cosas sin habla.
¿Escribir es esencial para mí? ¿Podría ser sin escribir? La respuesta tardó algo en llegar y la encontré en una conversación con Lala Altschuler hablando de las lenguas de la dispersión, de su familia judía en Siberia. Salir del gueto. Otra vez. Ésa era la clave.
El camino iniciático de salida. La literatura como gueto, como espacio cerrado donde nos leemos “entre hermanos”. El escribir libros como hijos para una comunidad incestual. Salir.
El tratamiento comenzó a funcionar. He recuperado parte de la vista. Pero he tenido una revelación: no escribo para la clausura, en el confinamiento, en el encierro. Escribo no para entrar (en un canon, una lista, un grupo), sino para partir, para ausentarme, alejarme de una estética, de una norma que legalice. Y si eso no lo da la letra, me iría a algún otro lugar para escuchar las cosas mudas.
Si me preguntan qué soy, no contestaría “escritora”. Diría: salidora.
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