Hola, ahí.
Me gusta el cine porque desde siempre busco que me cuenten historias.
Me gusta el cine porque me inspira, me hace pensar, me enamora y me trae recuerdos que no quiero olvidar.
Me interesan las ficciones y los documentales, las películas y los cortos. También me gusta el cine animado y no discrimino por origen: de acuerdo al momento y las ganas, voy por los tanques o me inclino por el cine indie. Tengo especial debilidad por algunas europeas.
Con el cine argentino tengo una relación amorosa pero no condescendiente. El nacionalismo y el arte no hacen buena pareja.
Hace unos meses la editorial Blatt y& Ríos publicó XX, crecí con un cine en expansión y pasé mi adolescencia y mi primera juventud yendo a los ciclos de la SHA (Sociedad Hebraica Argentina) y de la sala Leopoldo Lugones, espacios en los que además de disfrutar del cine teníamos un plus, el de olvidar por un rato que afuera había una dictadura. No era poca cosa.
El envío de hoy está dedicado al cine pero, sobre todo, a aquellos que lo aman apasionadamente.
Las hermosas copias que se niegan a morir
Fernando Martín Peña nació en Buenos Aires en 1968 y lo conocemos todos. Es uno de los grandes coleccionistas y expertos argentinos en preservación y difusión de películas, creador de la Filmoteca Buenos Aires y uno de los fundadores de la Asociación de Apoyo al Patrimonio Audiovisual (Aprocinain), que rescató centenares de películas argentinas que corrían riesgo de perderse.
Desde 1985 Peña lleva adelante una actividad como cineclubista allí donde se lo permitan: disfruta de ver tanto como de hacer ver. Fue director artístico del BAFICI y del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y es el responsable del área de cine del Malba desde 2002.
Desde 2006 conduce Filmoteca, un clásico que emite la Televisión Pública y que durante años contó con la coconducción de Fabio Manes y en la actualidad con la de Roger Koza. Es autor de varios libros sobre su especialidad, entre ellos Cine maldito, Cien años de cine argentino y Metrópolis, en el que narra un episodio histórico que es cómo llegó a encontrar en Buenos Aires las escenas de la película de Fritz Lang que por años se creyeron perdidas.
Hace unos meses la editorial Blatt y Ríos publicó Diario de la Filmoteca, que recupera muchas de sus columnas y en el cual, a partir de un recurso inteligente (la estructura de un diario personal de un año cualquiera), Peña ofrece a los lectores una obra erudita y entretenida, indispensable para todo estudioso del cine y al mismo tiempo fascinante para cualquier lector que sepa valorar tanto conocimiento y entrega.
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Te hablé de este libro en un envío anterior y te conté de qué manera ese tesoro me resguardó de la pena por la muerte de mi perro, Wilson. Hoy vuelvo a recomendarlo, así como también al documental La vida a oscuras, de Enrique Bellande, un logrado retrato de Peña y de su pasión y su pelea constante por el cine.
En la película se ve al protagonista pasando viejos filmes en diferentes ámbitos —recibiendo a los espectadores, anunciando qué van a ver, así como lo hace en la TV— y también en su casa de Villa Madero, donde alberga las cintas que deberían ser albergadas por una cinemateca nacional, si este organismo existiera en la Argentina.
De su amigo Octavio Fabiano heredó la casa de La Matanza, donde se levanta la torre permanentemente refrigerada en la que aloja las casi nueve mil películas de su colección, que deberían estar en manos estatales. Lo que no hace el Estado, lo hace gente como Peña, que ama el cine.
Colecciona desde los 9 y no concibe otra forma de vida. “Hay una fascinación que sentí muy temprano, a los 3 años, con dos cosas en simultáneo, que son los discos y las películas. La sigo sintiendo hasta el día de hoy. Veo un disco en la calle o encuentro un rollo y no puedo evitar mirar”, me dijo hace algunas semanas en una entrevista radial.
Porque no puede evitar mirar, está siempre atento a cada posibilidad de enriquecer la colección en cualquier rincón del país. Busca, husmea, compra, recibe donaciones, algunas anónimas. Cada tanto aparece una familia que se desprende de las colecciones de algún muerto querido y es en el rastreo y en esos hallazgos donde el fervor de Peña se enciende. Lo que a otros les resulta un peso del que hay que desprenderse, a las personas como él los colma de felicidad y plenitud: ahí puede estar el fragmento que faltaba para completar una película o la pieza indispensable de una colección.
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Esta devoción y este entusiasmo se traducen en la película y también en el libro —hay muchos capítulos sobre la tarea detectivesca o anécdotas de encuentros sorpresivos con fragmentos perdidos—, así como es posible ver su trabajo cotidiano de cuidado de los materiales y la tarea militante de olfatear día a día los estantes en busca del temido “sindrome vinagre”, que Peña describe como “una especie de cáncer irreversible que degrada el film hasta volverlo una serpentina improyectable”.
Para quien no lo sabe, el sindrome se detiene cuando la copia se ventila y por eso es importante el rastreo olfativo que practica el experto.
Una elegía al fílmico
Si Diario de la filmoteca es uno de los grandes libros del año que podés disfrutar por la información, los detalles y las historias de vida de personas del mundo del cine, La vida a oscuras —me encanta ese título— es bastante más que una película sobre Peña porque es también una celebración del ritual colectivo y una elegía al cine en fílmico, cuya vida activa de cien años terminó con la digitalización decretando el fin de una era.
Para los grandes amantes del cine —y de su calidad y su textura— se trata de un hecho desgarrador.
Hay dos momentos crudísimos del documental: uno, cuando se ve a Peña acompañado de otras personas rescatando cintas que, de lo contrario, irán a parar a un volquete y el otro, cuando las imágenes muestran el acto final del laboratorio fílmico Cinecolor, que cerró sus puertas en 2016. En su libro, a propósito de esto, Peña dedica uno de los breves capítulos a la “épica silenciosa” de las películas descartadas.
”Me dicen que el CEAMSE no está aceptando las copias en 35 mm que tiran brutalmente las distribuidoras después de que han cumplido su ciclo comercial. Parece que es por la dificultad de destruir (o al menos destruir ecológicamente) el poliéster en el que vienen impresas. O sea que, sobre el final de la larga era del fílmico, las copias se acumulan en las distribuidoras, ocupan lugar, impiden algún negocio inmobiliario, molestan. Y hasta quizá se caen sobre la cabeza de algún gerente descuidado.
Sospecho que se están vengando así de sus dueños por el maltrato de muchas décadas, por sus millones de hermanas que fueron a parar sumariamente a la basura tras ser explotadas. Es incomprensible que nadie esté haciendo un documental sobre esta épica silenciosa. Estoy seguro de que lo digital, que ha nacido sin existencia física, jamás sabrá tener una conducta tan digna como la de estas hermosas copias que se niegan a morir”.(“Justicia poética”, en Diario de la filmoteca).
La celebración de Buster
La otra noche vi en Mubi la última película de Peter Bogdanovich (1939-2022), director de Luna de papel y de, justamente, La última película. Se trata de un documental sobre la vida y la obra de la gran estrella del cine mudo Buster Keaton y el título es The Great Buster: A Celebration.
Así como recién te hablaba de la muerte del fílmico y la pérdida que eso entraña, la digitalización también produce grandes aportes. Uno de ellos es recuperar momentos del cine que podrían haberse perdido para siempre y este es el caso de las películas de Keaton.
De la mano de esas restauraciones, el film de Bogdanovich (gran cineasta y, sobre todo, gran amante del cine) reconstruye la biografía del artista y lo hace de un modo no lineal ni convencional.
Arranca por la infancia, continúa con los años del cine mudo y los cortos exitosos que pensaba, escribía, dirigía y actuaba Keaton, avanza un poco sobre sus películas de la década del 20 —la más exitosa y celebrada, con 11 largometrajes y 11 cortos— aunque, sorpresivamente, en lugar de detenerse elige dejar esta etapa entre paréntesis y pasar al acuerdo con la Metro Goldwyn Meyer, el gran error de su vida, y luego a los años finales, cuando el brillo había quedado atrás y apenas habían sobrevivido pequeños resplandores que los productores capitalizaban en los comienzos de la televisión, en publicidades o en cine puramente comercial. Recién en el final, Bogdanovich vuelve a la etapa más rica de la producción de Keaton.
Tal vez haya sido una manera de esquivar el momento de más sufrimiento en la vida del hombre impasible. O de poner el acento en la celebración de la que habla el título de la película en lugar de hurgar demasiado en lo humillante. O de pensar el éxito y el fracaso desde otro lugar.
Cómo saberlo.
El film retrata de modo excepcional —al menos para los que no habíamos visto nunca antes imágenes de la época— los primeros años del artista. Buster Keaton (1865-1966) nació como Joseph Frank y era hijo de dos actores de vodevil que viajaban por ciudades y pueblos llevando su espectáculo de mímica y acrobacia. La leyenda dice que le debe su apodo al gran escapista Houdini, con quien sus padres compartían funciones y quien alguna vez lo vio caer así chiquito con tremenda elegancia y con el rostro impasible que iba a caracterizarlo siempre.
En su autobiografía, Keaton asegura que Houdini le dijo a su padre algo así como “That’s a real buster!”. Buster era entonces una forma de decir “porrazo” en inglés y así le quedó el nombre que aún celebramos. Su capacidad física para resistir golpes y porrazos de diverso tenor lo llevaron a no aceptar doble de riesgo en las filmaciones. Es más, alguna vez tuvo una fractura en el cuello que fue descubierta por casualidad.
Keaton se integró pronto a la compañía de sus padres. Tenía 5 años cuando la convirtieron en The Three Keatons. Entonces protagonizaba un número en el cual molestaba a su padre, quien lo lanzaba de un lado a otro del escenario o directamente al público. Buster llevaba cosida sobre la espalda un asa o manija similar a la de las valijas, lo que facilitaba al padre el “traslado” del chico.
En más de una ocasión la policía intervino durante o después de la función por denuncias de maltrato infantil. Sin embargo, salvo por la dificultad de lidiar con un padre alcohólico —de quien heredó la adicción— Buster Keaton siempre recordó su infancia como una etapa divertida aunque nunca le perdonó que no le dejara tiempo disponible para ir a la escuela.
Las escenas con su padre le enseñaron dos cosas importantes. Una, que si él se reía, la gente no lo hacía y que, en cambio, si él se mantenía impertérrito, la audiencia estallaba en carcajadas. Otra de las cosas que aprendió fue a detenerse unos segundos luego de una agresión antes de actuar. Llamaba a esta figura “El pensador lento” y sabía que la gente amaba esta forma de reacción, en la que veían cautela y cálculo.
Las emociones se traducían aún con su rostro “cara de piedra” pero lo hacían de una manera distante, completamente opuesta al sentimentalismo que caracterizaba a Chaplin.
En The Great Buster hay muchos testimonios de gente de la industria y aunque no todos son de calidad, los nombres se destacan. Basta con mencionar a Mel Brooks, Quentin Tarantino, Cybill Shepherd, Werner Herzog, Carl Reiner o Dick Van Dyck, entre ellos. En el comienzo hay un rescate algo narcisista aunque interesante que es la escena en la que el propio Bogdanovich habla con Frank Capra sobre el cine de Keaton.
La película es un festival de highlights de todas las épocas entre los que por supuesto está el gag más famoso e icónico de la carrera de Keaton, que es el de la fachada de la casa que le cae encima en El héroe del río (1928) y en el que termina salvándose justo porque estaba ubicado ahí donde había una ventana. Su pasión por la ingeniería y las invenciones mecánicas lo llevaron a crear gran parte de la dinámica que caracterizó su obra y que influyó en todo lo que llegó después.
Triunfó y creó un cine que aún sorprende, quedó afuera de los focos, regresó casi en sordina. El alcohol y los vaivenes económicos hicieron mella en sus dos primeros matrimonios y afectó a sus hijos: recién durante sus últimos años consiguió estabilidad y una vida feliz en pareja. No fue el cine sonoro lo que minó su carrera —de hecho tenía muy buena voz—, sino el acuerdo con la MGM, que no solo le quitó su clásico sombrero chato sino que le arrebató el control sobre su obra y lo dejó a merced de las decisiones de la compañía.
¿De qué se ríen?
Me pasa que me río con sus películas, me divierto, me maravillan los recursos, su inteligencia y su ingenio. Me pasa también que me quedo colgada de su elegancia en blanco y negro, de su estética que no entiende de modas y que es pura belleza que atraviesa los tiempos. Sus ojos redondos, acaso los más tristes del mundo, son la foto exacta de la melancolía.
“Buster Keaton es, fue y será lo más grande del mundo mundial y esa grandeza se hace evidente hasta en las escenas más triviales de sus películas”, escribe Fernando Martín Peña en su libro, en una columna dedicada a El maquinista de la General (1926), la más celebrada de sus películas.
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“Fue un especialista contra toda infección sentimental”, dijo Luis Buñuel, poniéndose de su lado en la clásica disputa entre los fanáticos de Keaton y los de Chaplin, una querella tan potente como la de Beatles vs Stones.
Estrenada en 2018, la película de Bogdanovich ganó el premio al mejor documental en el Festival de Venecia, el mismo festival en el que en 1965 habían aplaudido a un Keaton ya mayor durante diez minutos, ante la perplejidad del homenajeado. El artista no entendía cómo podían estar celebrando sus películas de cuarenta o cincuenta años atrás. Es más, aseguran que cuando murió de cáncer de pulmón al año siguiente, seguía sin entender por qué lo aplaudían.
Ah, me olvidaba. Murió de pie, jugando al bridge. Y no es un gag.
Alan Arkin versus el fracaso
No puedo despedirme sin decir algunas palabras sobre Alan Arkin, un actorazo que murió días atrás a los 89 años.
Su personaje del cínico Norman, el millonario agente y amigo del frustrado actor y gran profesor de teatro Sandy (Michael Douglas), iluminó durante dos temporadas El método Kominsky, una de las grandes comedias que dio la TV en el último tiempo y que nos salvó a varios durante la pandemia. Pero fue sin dudas su creación del abuelo de Olive en Little Miss Sunshine —una historia de vínculos y emociones con humor negro que le valió un Óscar como actor de reparto— el momento cinematográfico por el que más se lo recuerda.
En ese film de 2006 Arkin compone a un hombre que quiso llevarse el mundo por delante y en el estribo de la vida se ve frustrado por no haberlo conseguido. Acaban de echarlo del geriátrico por consumo de heroína y vive en la casa familiar de su hijo, un tipo mediocre y obsesionado con el fracaso que está orgulloso por haber creado un Sistema de Nueve Puntos para triunfar en la vida (aunque él no lo consigue). El personaje de Arkin es la contracara de su hijo: es cierto que no ganó, pero no está dispuesto a sentirse un fracasado.
Hay una escena memorable en la que su nieta Olive, quien desea a toda costa competir y ganar un concurso de belleza para niñas, le pregunta si la ve linda. Acá transcribo ese diálogo, que sigue teniendo tremenda vigencia porque las presiones sobre las nenas en relación con la belleza y el cuerpo no se terminaron y todavía muchas chicas creen que solo es posible triunfar siendo hermosa y delgada. Todavía les hacemos creer eso.
—Abuelo, ¿soy linda?
—Olive, sos la chica más hermosa del mundo.
—Sólo lo decís por decir.
—¡No! Me encantás y no es por tu cerebro o tu personalidad. Es porque sos hermosa, por dentro y por fuera.
—¿Abuelo?
—¿Sí?
—Yo no quiero ser una perdedora.
—No sos una perdedora. ¿De dónde sacaste esa idea?
—Porque... papá odia a los perdedores.
—Bueh, bueh, retrocedé un minuto. ¿Sabés qué es un perdedor? Un verdadero perdedor es alguien que tiene tanto miedo de ganar, que ni siquiera lo intenta. Ahora lo estás intentando, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno, ¡entonces no sos una perdedora! Nos vamos a divertir mañana, ¿verdad?
—Sí.
—Y podemos decirles a todos que se vayan al diablo.
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Empiezo a decirte chau no sin antes recomendarte un sitio original y muy bien armado que lanzaron dos periodistas argentinos amantes del cine, Federico Poore y Manuel Barrientos. Al igual que Peña, ellos se apasionan por ver películas pero también por conseguir que los demás las vean. Esta pasión los llevó a investigar durante años y a crear el sitio web periodistasenelcine.com, que reúne una base de datos sobre más de 3.000 películas de diferentes orígenes e incluye un buscador interactivo que permite filtrar por género, país, director, actores o temáticas. Además, ofrecen comentarios, hallazgos y un ranking de 150 películas, encabezado por El ciudadano, Todos los hombres del presidente y Sucedió una noche.
El envío de la semana pasada sobre inteligencia artificial despertó inquietudes y sensaciones que se reflejaron en los correos que llegaron y voy respondiendo. De a poco todos vamos entendiendo o aprendiendo de qué se trata, parece.
El documental La vida a oscuras podrá verse todos los sábados de julio en el Malba, a las 20.
Ahora sí, te saludo y te deseo buenos momentos y buenas películas para estos días.
Hasta la próxima.
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