La frase “pueblo chico, infierno grande” encaja muy bien con lo que busca plantear la española Elena López Riera en su ópera prima El agua, que será presentada por primera vez en nuestro país en el marco del “Espanoramas”, la muestra que trae las últimas novedades del cine español. La directora, al igual que la protagonista del film, nació en Orihuela, una pequeña ciudad de Alicante, donde parece que todos se quieren ir, donde el calor asfixiante del verano no da respiro y expulsa cualquier esperanza de futuro. Pero no son solo el clima y las oportunidades lo que lo hacen inhabitable, también sus propios habitantes que mantienen por generaciones historias y creencias que estigmatizan especialmente a las mujeres.
El film transita por varias vertientes: las fuertes lluvias que representan una realidad para los habitantes, las leyendas, que van desde historias milenarias hasta curas milagrosas a través de la palabra. También una etapa de puro descubrimiento que viven los jóvenes de este pueblo que deben definir su futuro en un lugar que no promete nada, convertirse en adultos y convivir o arrancar de cuajo las valoraciones y mandatos que sus familias les trasladan.
El agua es protagonista de esta historia desde un punto de amor y odio, ya que es una zona muy seca que hace que los ríos se vuelven turbios, pero, sin embargo, cada vez que llueve esas aguas, lejos de traer alivio, se transforman en una pesadilla para sus habitantes, porque los ríos desbordan y causan catastróficas inundaciones. La película mezcla lo documental, utilizando imágenes reales del desborde del Río Segura y rescata los testimonios de mujeres de la zona que relatan misterios y creencias populares. Así se introduce un costado místico de historias que trasladan las generaciones. En este caso, resurge una vieja creencia popular que afirma que algunas mujeres están predestinadas a desaparecer con cada nueva inundación porque tienen “el agua adentro”.
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Esa historia marcará profundamente a Ana (Luna Pamiés) la protagonista que vive con su madre (Bárbara Lennie) y con su abuela (Nieve de Medina) en una casa a la que el resto del pueblo mira con suspicacia, creen que se trata de una familia que está maldita. En medio de esa atmósfera agobiante que es la antesala de una tormenta, Ana conoce a José (Alberto Olmo) y debe aventar a los fantasmas que le impiden vivir con libertad.
No es la primera vez que ella encuentra en ese pueblo cargado de costumbres y tradiciones material para sus películas. Sus cortometrajes Pueblo (2015), Las vísceras (2016) y Los que desean (2018) se centran en personajes ermitaños y explora distintos puntos de esos lugares. El agua fue estrenada en el festival de Cannes e invitada en numerosos festivales internacionales (Toronto, San Sebastián, Melbourne, entre otros) sigue ese camino casi antropológico de la zona tan compleja.
Infobae Cultura entrevistó a Elena López Riera, quien se encuentra en nuestro país presentando su película.
—En sus anteriores cortometrajes abordaste temáticas alrededor de rituales y costumbres del pueblo donde naciste, ¿por qué decidiste retomar estas historias?
—No soy una persona muy racional, no le encuentro un motivo claro, pero ese es el lugar donde nací, donde crecí y si bien me fui hace bastante, toda mi familia vive ahí y siempre vuelvo, me pasó la mitad de año ahí. Por otro lado, estaban estas leyendas con que me contaba mi abuela y tenía ganas de hacer algo con ellas, sobre todo con el tema del agua. El primer impulso de esta película fue toda esa literatura oral con la que viví. Tampoco tenía definido que sería un largometraje. Lo decidí mientras filmaba. Me di cuenta de que tenía mucho para contar.
—En la película, las mujeres juegan un papel muy relevante. ¿Qué buscabas mostrar?
—Fue algo que me salió natural. Vengo de una familia que es un matriarcado total, donde las mujeres son las que tienen el peso y la presencia. Ese rol tiene un grado de oscuridad porque a veces asumen roles que son los únicos que la sociedad les ha otorgado. Para mí, fue muy importante observar ese universo de comportamientos exclusivos del ámbito doméstico, ya que en el espacio público no tenían presencia, o estaba supeditada, a los hombres. Me interesó mucho ver cómo se comunican, cuidan, y cómo se enfadan las mujeres dentro de esos espacios, que han sido como “cárceles” y, sin embargo, fueron capaces de generar allí espacios de libertad.
Algo que dice Chantal Akerman de una manera muy clara, ella ha sido una referencia destacada que ha retratado estos espacios domésticos, que son espacios cerrados, pero que dentro de ellos también pudimos crear revoluciones y formas de libertad. Siempre me ha emocionado pensar como, por ejemplo, mi abuela y las mujeres que vinieron antes se tenían que inventar maneras de libertad dentro de su patio o cocina y explorar la complejidad de esos espacios.
—También hay una mirada crítica al machismo al que son sometidas estas mujeres
—Lo que me interesa también era observar los espacios exclusivamente de hombres. El ver como, al final, el género es una performance. Nosotras actuamos de una manera porque hemos visto y nos han dicho que así tiene que ser, pero a ellos les ocurre algo similar donde no pueden mostrar sus fragilidades y deben comportarse de una determinada manera que les fue impuesta. Me interesa mostrar los rituales como la competición de colombicultura, en la que una paloma es perseguida por decenas de palomos y el ganador de estos es quien consigue “seducirla” mejor y por más tiempo. Allí ahondan diferentes generaciones y se puede ver los gestos que se transmiten entre ellos.
Siempre espero que cada nueva generación vaya un poco cambiando estos mandatos. Hay toda una historia que cargamos sobre nuestras espaldas y mi gran pregunta con la película y con todo lo que hago es ¿qué margen tenemos para cambiar las cosas cada nueva generación?. Para mí no es tan fácil. Hay que estar alerta porque incluso yo que me he revisado y me sigo revisando un montón como feminista todavía tengo pensamientos machistas. Es entendible porque todas nos hemos criado en ese patriarcado, aún queda mucho trabajo por hacer.
—¿Cómo fue la decisión de incluir en esta ficción fragmentos documentales?
—Mi escuela de cine ha sido hacer películas. No le doy mucha importancia a los límites entre lo documental y la ficción. Mis cortometrajes anteriores fueron principalmente documentales y cuando me enfrenté a esta película, aunque tenga toda esa carga ritual, fantástica y mitológica, no puedo dejar de pensar que mi manera de acercarme al mundo es agarrando mi cámara y filmar, como algo muy inmediato, mezclando documental con la ficción de una manera muy orgánica y muy natural. Algo que mi abuela hacía mucho. Ella contaba estas historias mitológicas o cómo seguía viendo a mi abuelo muerto, al mismo tiempo que cocinaba o se preocupaba por cómo iba a pagar el alquiler.
—¿Cómo elegiste a los actores?
—Me interesaba mucho mezclar, como me pasó con los géneros. Por un lado, tenía muchas ganas de trabajar con Bárbara Lennie y por otro, quería combinar actores profesionales con personas que vivan en el mismo territorio. El casting fue larguísimo porque además nos agarró en plena pandemia. Quería gente de la calle y literal no se podía estar en la calle. Fue un proceso muy largo, pero también fue muy bonito porque aunque soy de allí y muchas de las personas que aparecen en la película ya las conocía, como mi madre o mis tías, también hubo mucho de investigación documental. Nos sirvió mucho para elaborar el guión, que se nutrió mucho de todas las anécdotas que nos contaban. Fue increíble como todos se abrieron contándonos cosas muy íntimas que nunca le habían contado a nadie.
—¿Qué sucedió cuando lo mostraste allá?
—Fue de las cosas más bonitas y más fuertes que me han pasado en la vida. Estaba muerta de miedo, porque mi familia sigue viviendo ahí y yo voy todos los años. Soy la única persona de mi familia que se marchó. La película tiene una mirada bastante crítica pero con mucho cariño y amor. Cuando hacés cine es crucial la cuestión de la representación y de respetar a la gente que filmás sin infantilizarla, a veces esa distancia es muy complicada. Pero fue hermoso. El estreno fue en el teatro del pueblo, que antes había sido un cine y fue como recuperar ese espacio. Más allá de que guste o no, la gente se sentía reconocida y le hablaba a la pantalla. Luego tuvo funciones a sala llena y se pasó todos los días durante dos meses. Creo que lo sintieron como lo que realmente es, un álbum familiar con sus cosas buenas y malas.
—¿Cómo decidiste tratar la relación del lugar con el agua y en especial con la lluvia?
—Para mí era algo natural porque crecí en esa región y es lo que sucede: llueve muy poco, es una zona muy seca del sur, casi desértica, pero cuando llueve, lo hace con tormentas y se ha inundado a lo largo de toda la historia. Pero en los últimos años, por culpa del cambio climático, es cada vez más frecuente. Cuando empezamos a escribir con mi coguionista la historia, la última inundación grande había sido en 1987. Fue a partir de ahí que empecé a recordar esa última inundación que ocurrió cuando tenía cinco años y fue muy fuerte mi recuerdo. Empezamos a escribir y cuando ya teníamos una versión del guión, llegó la inundación que aparece en la película que nadie se esperaba. Fue la más violenta que recordaran, en todo el Siglo XX no hubo una igual. Hubo 11 muertos. Decidimos filmarla y la incluimos en la película. No sabíamos que iba a pasar y al mismo tiempo sabíamos que era una amenaza latente.
Es como la gente que vive cerca de un volcán, sabés que en cualquier momento puede pasar algo, pero no la exactitud ni la magnitud que va a tener esa catástrofe. Es muy interesante ver lo corta que es nuestra memoria y cómo pensamos todo el tiempo que podemos desafiar a la naturaleza, cuando la experiencia nos dice que no, que la naturaleza se lleva todo por delante. El pueblo tiene una relación de amor-odio con el agua. Es una zona muy seca, pero, sin embargo, vive de la agricultura, hay cultivos intensivos de regadío que son artificiales, que no pertenecen a esa geografía, por lo tanto, necesitan mucha agua, pero al mismo tiempo se le tiene mucho miedo a esa agua y por culpa de ese miedo se genera toda esa mitología. Es algo que forma parte de su educación e idiosincrasia.
—¿Qué ventajas y desventajas observás al filmar de manera independiente?
—Es complicado, sobre todo por mi manera de rodar. No vengo de la industria y no estudié en una escuela de cine. Además, aparte de los míos, no estuve en muchos otros rodajes. Tengo una manera muy radical, muy parecida a la argentina. Viví acá hace 20 años y aprendí muchas cosas de esa etapa, donde en plena crisis la gente filmaba un montón y no se necesitaban muchos recursos para hacerlo. De ese espíritu independiente me nutrí muchísimo y es lo que he intentado trasladar a España. Ahora hay una nueva generación que está intentando hacer las cosas de otra manera, donde hay rodajes más pequeños, con menos equipo y eso genera una intimidad que el cine industrial no tiene.
—Entre los libros que publicaste, escribiste uno sobre la directora argentina Albertina Carri, ¿qué encontraste en su manera de hacer cine?
—En ella encontré una fuente de inspiración muy fuerte, sobre todo ideológica. Me parece que es un ejemplo único en el mundo. Tiene una filmografía muy heterogénea, hace películas muy diferentes que, sin embargo, tienen algo en común, cada una pone el dedo en la llaga, temas que duelen en la sociedad del momento, en temáticas muy diferentes como puede ser los desaparecidos, la manera en que se aborda la memoria, cuestiones de género.
Albertina es una persona que nos dice dónde le duele a la sociedad. Es independiente, no va atrás de modas, sino que se planta y dice: “voy a hablar de lo que a mí me interesa”. Tiene un costado político súper importante, el no hacer cine porque simplemente es mi oficio, sino que hacerlo porque hay cosas que son necesarias hablarlas y compartirlas. A mí no me interesa tanto si la película tiene un buen plano o una buena crítica, sino que la película proponga temas que valen la pena compartir para que se genere un diálogo. En eso Albertina es una guía clave.
* El agua”, de Elena López Rieva se proyecta en la Sala Lugones este sábado 1 de julio a las 18 horas. Las entradas se podrán adquirir en la boletería (Avenida Corrientes 1530, CABA) o a través de la web del Complejo Teatral de Buenos Aires.
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