“Amar es sobre todo dejar ser, cuando ves que el otro está buscando ser feliz o yendo hacia lo que desea”, dice Carola Reyna, una de las actrices más reconocidas y versátiles de la escena porteña, y que por estos días está al frente de una obra que le sienta a medida. Su primer unipersonal Okasan: Diario de una madre, que se presenta en el teatro Picadero, cosecha ovaciones desde el estreno.
La puesta, basada en la preciosa novela de Mori Ponsowy y bajo dirección de Paula Herrera Nóbile relata las vivencias de una madre que viaja a Japón, por primera vez, a visitar el país que su único hijo ha elegido para vivir: Matías tiene 21 años y vive en Tokio, tras haber ganado una beca del gobierno japonés.
Hasta entonces, madre e hijo han vivido siempre juntos y solos ¿Dónde han quedado esas rutinas y tantos momentos compartidos, dónde han quedado los que fueron?, se preguntará la madre (Reyna). La distancia los transforma, y el libro cuenta la travesía que ella encara para compartir tiempo con él y narrar ese periplo en formato de diario. Ahí está todo lo que entiende y no en ese viaje sobre lo que le tocó vivir y le espera, ya sin un hijo a cargo. También sobre lo que reconoce como propio y lo que la fascina o le repele de lo ajeno.
El descubrimiento de unos paisajes imponentes de ese país en el que va a quedarse su hijo y la extrañeza que por momentos le provocan su cultura, su idioma, su gente, se convertirán, a su vez, en interrogantes sobre ese otro al que vio nacer (pero al mismo tiempo desconoce). Matías salió de su cuerpo pero es otro; por momentos resulta ajeno y desconocido. Aunque el amor de la madre sea capaz de surcar también esos océanos para cobijarse en el abrazo, que es el mismo.
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En ese punto bisagra en que la familiaridad se convierte en algo misterioso conviven la voluntad del desciframiento y la promesa de un entendimiento capaz de vencer cualquier distancia y tiempo. En el reconocimiento de esa búsqueda, y en la perseverancia, se juega el amor.
—¿Qué es lo que personalmente más te conmueve de esta obra, y del texto original?
—Lo que más me conmovió, en principio, de la novela de Mori y de la idea de transformarla en obra fue el tema, un tema que tengo muy presente porque tengo un hijo que se fue a vivir al extranjero (a España) hace unos años. Todo ese camino que hay que recorrer para aceptar lo inevitable, porque siempre está el deseo de la felicidad del otro –en este caso del hijo o de la hija– pero que es un recorrido también plagado de contradicciones. Me parece que este texto muestra ‘lo inmostrable’ de la maternidad, su lado oculto, el Lado B. Esa soledad que nos lleva a acompañar desde un lugar de invisibilidad, pero a seguir acompañando, como se puede, intentando no agobiar ni controlar a los hijos en exceso. Esa es una forma muy potente de maternar, y de amigarse con los nuevos roles que la vida te impone…
—Uno debe aprender que los hijos se independizan, finalmente, y eso a veces cuesta.
—Claro, uno desea la independencia de los hijos, la felicidad de los seres queridos, pero es difícil bancarse que el otro no dependa más de uno y haga su vida: hay una parte “angurrienta” y una parte “generosa” del amor, creo yo. Esta obra también refleja esas ambivalencias.
—La adaptación logra transmitir, ya en el lenguaje propio del teatro, el espíritu de la novela, cuyo texto original se respeta a rajatabla. Pero ¿qué desafíos implica en lo actoral esa interpretación casi literal de un texto literario?
—Numerosos desafíos. Lo primero que tuvimos que decidir fue a qué renunciar, porque la novela es más larga, tiene más capítulos e imágenes, y además no se puede competir con el libro; hubo que crear un nuevo recorrido. Y a nivel actoral, había que traer a escena el texto literario, y que la palabra, y el respeto por la palabra, funcionara en el escenario: contar lo que había que contar sin volverlo más coloquial. El trabajo pasó por ahí.
—Se incorporaron tres poemas de la autora, además, que no están en la novela original.
—Sí, y eso también requiere una manera determinada de interpretar, implica una manera de decir, todo eso es parte de lo que hubo que crear y encarar.
—La obra también habla de la extrañeza que muchas veces nos provocan los hijos. ¿Cómo te impacta este tema, como madre?
—Yo creo que la extrañeza respecto de los hijos aparece desde el vamos, desde el momento en que entendés que es un ser diferente de vos, que nació y es otro. O que uno siempre tiene frío y ellos no, que son diferentes, que son otros, esas sorpresas cotidianas. Cuando un hijo te dice por primera vez “andate, salí del baño, me seco solo”, sentís esa extrañeza que se repite muchas veces. Los hijos nos van reubicando en otro lugar, a medida que pasa el tiempo: son pequeños maestros que nos corren del lugar previsto. Uno va aprendiendo de ellos y de esos vínculos, y ni hablar cuando viven lejos, o en otro país, con hábitos distintos, en mundos distintos. Pero pasa siempre, y esa es una lección que a veces genera una sensación de soledad pero al mismo tiempo es un aprendizaje valioso.
—Está también en la obra presente el tema de lo multicultural: la cercanía que en este mundo global tenemos con culturas remotas –como la japonesa– y, al mismo tiempo, la extrañeza, nuevamente, que también nos generan esos mundos distantes, distintos de lo conocido…
—Otras idiosincrasias, otros idiomas, otros horarios… A veces el hijo que se fue lejos te acerca a esos mundos distantes, es cierto, y yo estoy rodeada de amigas que tienen hijos que viven en el extranjero, algunas incluso tienen nietos a la distancia. Para nosotras es raro, extraño, inesperado. Pasa también con quienes viven en el interior y tienen a sus hijos que vienen a Capital: el tema es siempre entender que los hijos están en otro lugar y que esas distancias inesperadas nos exigen una adaptación a esa realidad nueva o desconocida. No es fácil, pero hacerlo con buena predisposición, antes que asustarse, puede ayudar mucho.
—Amar supone también dejar que el otro parta lejos, respetar su libertad, incluso si implica la lejanía: ¿es esa la pregunta o la idea que subyace al relato?
—Sí, diría que esa es la gran pregunta: qué es amar y qué hemos aprendido al respecto. Nos han enseñado modelos y mandatos que a veces tenemos que revisar, también con las parejas, y ese es el gran tema de fondo, también de este relato: ¿quién dijo qué es el amor? ¿Qué es la felicidad? Uno puede ser feliz a través de la libertad del otro: eso fue también lo que me enseñó mi hijo durante todo este proceso de su lejanía. Y con el tiempo entendí y entendemos que las madres que somos no se desdibujan porque acompañemos en la distancia. Yo soy hija, madre, actriz, concubina, amiga, todo eso soy, todo eso somos y eso la obra lo plantea de una manera grandiosa: si el otro es feliz, ocupate vos de tu felicidad, no te aferres a los roles. Decía, amar es sobre todo dejar ser, cuando ves que el otro está buscando ser feliz o yendo hacia lo que desea.
—El personaje de la madre en Okasan también es mujer: tiene un erotismo, tiene una vida aparte del hijo. ¿Subrayar esa doble faceta, de mujer y madre, fue una decisión deliberada?
—Sí, fue una decisión que tomamos junto con la directora, Paula Herrera Nobile y Sandra Durán, con quienes hicimos todo este proceso de construcción de la obra: queríamos que esta madre también encontrara un camino personal, y rescatar que una madre también es una mujer, con su erotismo, su cuerpo, su sensualidad. En un momento, le dije a Paula “en algún momento de la obra yo quiero bailar”, y así lo hicimos. El personaje se baña desnuda con otras mujeres, y siente que no hay nada que esconder, así le dimos contacto con el cuerpo de ella, en medio de este viaje, para que aparezca la mujer. Y ojalá eso hagamos todas las madres: dejemos aparecer a la mujer, y que ambas convivan.
* Okasan se presenta los sábados 1 y 8 de julio; y los viernes 14, 21 y 28 de junio, y 4 de agosto a las 22 hs. en el Teatro Picadero (Pasaje Enrique Santos Discépolo 1857, CABA).
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