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Estarán de acuerdo en que idéntica fórmula (“la sagrada inutilidad”) le cabe a la filosofía. No a la historia, que sirve para no repetir el pasado; no a la sociología, que sirve para comprender la sociedad; tampoco a la ingeniería, que sirve para construir puentes. Así podríamos continuar enumerando disciplinas útiles, cuyos efectos son palpables día a día.
Leamos una definición de Giles Deleuze al respecto de la ex madre de todas las ciencias: “Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve al Estado, ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía.
Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene un uso: denunciar la bajeza en todas sus formas. ¿Existe alguna disciplina, fuera de la de filosofía, que se proponga la crítica de todas las mistificaciones, sea cual sea su origen y su fin? Denunciar todas las ficciones sin las que las fuerzas reactivas no podrían prevalecer. Denunciar en la mistificación esta mezcla de bajeza y estupidez que forma también la asombrosa complicidad de las víctimas y los verdugos. En fin, hacer del pensamiento algo agresivo, activo, afirmativo (Nietzsche y la Filosofía)”.
¿Y el arte? ¿Para qué sirve? La pregunta es tan antigua como Platón, y sigue vigente porque las preguntas, a pesar de las apariencias, son distintas, aunque sean las mismas. De todos modos, la pregunta sobre la utilidad del arte proviene mayormente del interior del campo, y cuando proviene de afuera la atraviesa un matiz irónico (padres o tíos azorados, ¿de qué vas a vivir si sos artista?, o peor, ¿de qué vas a trabajar?). Quien pregunta con sorna o alarma ejerce el menosprecio, no le interesa de verdad la cuestión. Es un caso de estudio. Se le exigen explicaciones al arte, se le exigen explicaciones a la filosofía, se le exigen explicaciones (con suma razón) a la política, pero nada se le exige a las ciencias llamadas naturales o exactas, como si la utilidad (M’hijo el dotor) les fuera intrínseca. Y lo es. Las ciencias sirven, producen modificaciones, cambian nuestra vida. Sin embargo, demuestran una incapacidad manifiesta (esto no representa una objeción, sino más bien una constatación) para preguntarse acerca el sentido de sus acciones; “la ciencia no piensa” (la ciencia calcula, calcula, calcula, no está entre sus posibilidades dejar de calcular), decía Heidegger, y generaba murmullos en el auditorio.
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¿No suena a anacronismo hablar de arte y filosofía en medio del trauma por la GPT5? En parte sí (han decretado sus respectivas muertes), en parte no. Proliferan cursos, talleres, seminarios, clínicas, conferencias, charlas y youtubers dedicados a la enseñanza de una y otra, pero ese ecosistema no asegura un interés real, en el sentido originario de interesse, estar entre las cosas, entre los seres. Hoy, interés significa exactamente lo opuesto. Prestar atención ligera a cualquier fenómeno para dar el salto al siguiente, y luego al siguiente y después al próximo, hasta consumir la existencia en una formación desapasionadamente crónica.
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Adorno observó el problema del arte de denuncia (ese arte en cuyo origen subyace la ilusión de servir a la buenas causas y reparar las injusticias del universo): “Todo intento de aleccionar a la sociedad fracasa porque, al tener que utilizar un lenguaje que esta pueda entender, se cae en la más burda complicidad con lo que, en teoría, se pretende cambiar”. Es legendario el pesimismo adorniano. Si utilizar un lenguaje nuevo redunda en la incomprensión, el arte de denuncia nace muerto. Es otro modo de abordar la autonomía del arte. Arte y vida deben transitar caminos separados.
¿Y el arte comprometido? ¿Comprometido con qué? ¿Con un tema? ¿Con una causa? Militar por una causa (justa o injusta) es totalmente lícito, pero puede llevarse a cabo sin necesidad de iniciarse en los insondables caminos del arte. Tres figuras dominarían el mapa: el artista comprometido con la causa de la forma (la única moral es la moral de la forma), el artista que salta a la acción política directa porque el arte no le alcanza para cambiar el mundo (Favario, Walsh), y el artista convencido en dar la pelea política a través de los tópicos introducidos en su arte.
Michel Leiris dice en La literatura como tauromaquia (título incómodo para ciertas sensibilidades contemporáneas): “Se trataba menos, en este caso, de aquello que se ha dado en llamar ‘literatura comprometida’, que de una literatura con la que intentaba comprometerme por entero”. El giro desconcierta. No es la literatura comprometida con un referente exterior sino el compromiso con la literatura. Cambiemos literatura por arte y listo: la inutilidad irrumpe en toda su potencia. Pero no estoy pensando en el capricho de producir obras inservibles, inútiles per se; me refiero a un arte comprometido con la conquista de lo inútil, retomando la aurática expresión de Werner Herzog. Conquistar lo inútil significa: en un mundo donde reinan el servicio y el precio (ruego al lector entender los términos en sentido extramoral), el arte debe guardarse un resto, una esquirla de inutilidad que resista los embates del sentido común, la percepción fosilizada y el intento de licuar su potencialidad política real (la potencialidad política se licua produciendo obras discursivamente políticas).
Se grita “todo arte es político”. Si todo arte fuera político, el criterio para definir lo político se haría trizas, por ende ningún arte lo sería. En cuanto la fórmula se pronuncia, se derrite como un helado. Lo político en el arte, justamente, acaece cuando no sirve a nada ni a nadie, aunque estas sean las buenas causas y las mejores intenciones. O sobre todo cuando no se pone al servicio directo de las buenas causas, porque esa postura ubica al artista del lado de las almas bellas y le impide asumir los albures de su propia contradicción.
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Alberto Giordano compartió en su muro de Facebook dos fragmentos ideales para este ensayo (como si tuviera la suerte de encontrar siempre lo que estoy buscando). El primero: “Quienes se relacionan con las obras desde el tema, para decirlo de una vez, detestan el arte.” Mariano Tenconi Blanco, “La tiranía del tema”. El segundo: “Quien pretende que la poesía sirva para algo no ama la poesía. Ama otra cosa.” Paulo Leminski, “Inutensilio”, texto incluido en Un signo incompleto. A pedido, Giordano me manda por WhatsApp un par de capturas del libro: “Las cosas inútiles (o in-útiles) son la finalidad misma de la vida. Vivimos en un mundo en contra de ella. La verdadera vida. Hecha de júbilo, libertad y fulgor animal”. Fulgor, libertad, júbilo. Lo inútil es fin en sí mismo, como lo sagrado, como la felicidad. Una vuelta de tuerca más, ahora, con una cita de Giordano, extraída de Volver a donde nunca estuve: “Como impugna y no contesta, la ironía no sería crítica, pero la crítica solo es tal –apreciación de qué pueden los estilos de vida contemporáneos– cuando toma una forma irónica, es decir, cuando asumo los riesgos del error y el malentendido. Lo demás, la crítica como ejercicio bienpensante, la que obedece a los valores de la moral progresista, no sería más que un pedagogismo impotente (sólo persuade a quienes ya están persuadidos)”.
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“No sorprende, escribe Frank O’ Hara en La familia de las formas, que frente a la posibilidad de la destrucción del mundo, como se nos dice que ahora vivimos [década del 50], nuestro arte al menos hable con una fuerza desencajada y una honestidad frontal de cara a un futuro que bien puede no existir, en un último esfuerzo por reconocernos, es decir, por justificar nuestra existencia”. Inevitablemente, el fragmento me reenvía al último libro de Graciela Speranza, Lo que no vemos, lo que el arte ve. Speranza postula que el arte puede ayudarnos a ver la “destrucción progresiva” que ocurre frente a nuestra aplastante indiferencia: “La potencia política del arte radica entonces, precisamente, en reorganizar el campo de lo sensible, modificar lo visible, las formas de percibirlo y expresarlo […] El arte no solo puede dar a ver lo que no vemos y modificar lo visible, sino que puede incluso fijar la mirada en el presente y sondear la oscuridad”: Sondear la oscuridad, sobre todo la propia; pero pregunto, este planteo sobre el arte, ¿no abona a su condición inútil? ¿A quién le sirve enfrentar la oscuridad? ¿Cómo calculamos los beneficios? Este don del arte es completamente inútil (estamos en el ámbito de la fe), el don de la inutilidad vuelto útil para impugnar el estado actual del mundo.
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En las últimas páginas Speranza retoma cuestiones planteadas en los primeros capítulos y se pronuncia: “Dar a ver, extrañar, volver a mirar las cosas, correr el velo que las opaca o poner de manifiesto su oscuridad deliberada, a eso aspira el arte desde al menos dos siglos”. Redescubrir el mundo, en cuatro palabras, “redescubrir la singularidad idiota” a través de un arte inútil, perplejo, soñador. ¿Habrá un arte más inútil (o sea, más potente) que la poesía? Speranza, no casualmente, convoca al poeta Francis Ponge: “Considerar a todas las cosas como desconocidas, y pasearse o tenderse bajo los árboles o en la hierba y volver a tomar todo desde el comienzo”. Yo, me limito a transcribir el poema que tengo pegado en la pared, frente a mi escritorio, de la siempre afilada (y filosa) Liliana Maresca:
El amor – lo sagrado – el arte
No tienen pretensiones
Son fugaces
Aparecen donde no se los llama
Se diluyen.
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