Fernanda Melchor es escritora, traductora y periodista mexicana. Su novela Temporada de huracanes (Random House, 2017), fue finalista del Premio Booker en 2020, y va a ser adaptada a película, con dirección de Elisa Miller y producción de Netflix. En 2013 fue reconocida por la revista La Tempestad como la escritora emergente del año en el panorama literario mexicano, y en 2015 por el Conaculta, el Hay Festival y el British Council como una de las escritoras menores de 40 años más destacadas de su país. Además, escribió con Monika Revilla el guión de Somos, miniserie sobre la brutal masacre de Allende ocurrida en Coahuila, México, en 2011.
La narrativa de Melchor es cruda y a la vez sumamente oral. Con Aquí no es Miami, libro de crónicas también editado por Random House, pareciera que escribe tal y como habla, mientras que las novelas denotan una excelente escucha y reproducción de la voz de otros. Todos sus relatos tienen un pie en la violencia que recorre México, y otro en la construcción precisa de voces y personajes. Sin duda alguna, es una de las grandes escritoras de México y de América Latina.
Como si fuera poco, este año el Malba la seleccionó para que forme parte de su Residencia de Escritores (REM), en donde tuvo la oportunidad de vivir en Buenos Aires por cinco semanas. Al respecto, afirmó: “Buenos Aires es una ciudad que conocemos por los libros, y por distintas épocas. No es la misma ciudad la de Manuel Puig que la de Roque Larraquy. La escritura me acompaña a todas partes, y es un desafío ver qué pasa estando a la distancia de México”.
En esta entrevista para Infobae Cultura, contó sobre lo que está escribiendo en este momento, su relación con lo urbano y con la política.
—Para la REM tenías que presentar un proyecto de escritura. ¿Me podés contar de qué se trata el tuyo?
—Últimamente me dediqué a la ficción más breve. No estoy hablando de cuento, sino de novela corta. Se parece al cuento, igual, porque, como diría Piglia, cuenta lo mismo dos veces. Igual, no me gusta pensar en términos de género. Con este proyecto estoy pensando en un tríptico, tres narraciones que tengan una corriente subterránea que las una. Son historias en relación a una época muy particular que viví en 2011 en Veracruz, que fue como el inicio más rudo de la violencia, de la guerra contra el narco. Fue el año que me fui de Veracruz. Me gustaría trabajar todo esto desde el desamor.
—¿En qué sentido?
—Escribir acerca de la experiencia de estar enamorado, de la sensación de que el amor puede resolverlo todo, y de repente darte cuenta de que no conoces a esa persona de la que estás enamorado, o que tal vez te enamoraste de un espejismo. Hay un poema de Gilberto Owen, un poeta mexicano, que dice que uno llega a la persona amada como un naúfrago. El libro va de eso, más o menos.
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—¿De Veracruz te habías ido por esta violencia que mencionás?
—Me fui por muchos motivos: no tenía dinero, ni trabajo, justo me había separado, y sentía que necesitaba un cambio. Fíjate, intuitivamente tenía la impresión que necesitaba alejarme de mi tema. La hipótesis de este libro va un poco por pensar qué hubiera pasado si no me hubiera ido. Amo Veracruz, pero es un lugar no muy propicio para el trabajo literario. La fiesta, el bullicio, todo te llama. No se puede trabajar en Veracruz. Es muy caluroso, lo que menos quiere uno es estar sentado frente a la computadora. Uno lo que quiere es estar afuera, en la terraza, bebiendo cerveza. La misma cultura veracruzana impulsa la oralidad. Las expresiones de la poesía en Veracruz son siempre vivenciales. Es la décima, es el songarocho, el reggaetón, todo improvisado.
—¿Qué es el songarocho?
—Es un híbrido de ritmos españoles, surge en la colonia. Es del siglo XVII. Incorpora instrumentos y tonadas españoles convertida a ritmos afromestizos. Tiene mucha percusión. Hay canciones que se remontan desde hace siglos, pero incluye mucha improvisación. El que está cantando improvisa sobre lo que está pasando. Es un poco como el freestyle. Es en ese sentido que la cultura veracruzana privilegia la oralidad, la improvisación, el momento. No confía mucho en la palabra escrita, ni le da gran importancia ni estatus. Si tú dices “ayer me pasé todo el día encerrada escribiendo”, te van a decir “¡estás idiota, qué tontería!”.
—En la introducción de Aquí no es Miami escribiste que vivir en una ciudad es vivir entre historias. ¿De qué forma interviene lo urbano en tu escritura?
—Definitivamente la experiencia de vivir y crecer en un lugar como Veracruz creo que me marcó mucho. Todavía sigue siendo muy importante para mí escribir sobre ese lugar, desde fuera y con una distancia cada vez mayor. Es un contacto que ahora pasa más por la reminiscencia, y por cómo los vestigios de esa ciudad han quedado escritos en mi cuerpo, en la memoria de mi cuerpo. Aquí no es Miami y Falsa liebre fueron ambos escritos en Veracruz. Yo quería honrar esa experiencia, de vivir con ese calor, con esa humedad ingobernable. En el trópico, la luz tiene una cualidad abrumadora. Es tan brillante que a veces sientes que estás viendo el fondo de las cosas, te sientes opacada, enferma por esa luz. Uno queda marcado por la ciudad en la que nace. También creo que he estado tratando de cartografiar distintas zonas. Temporada de huracanes se va a la zona rural, pero Veracruz está ahí cerca. Páradais está en las afueras, en el sur de Veracruz, una zona que durante mucho tiempo fue aldeas de pescadores y ahora han sido convertidos en fraccionamientos de lujo, campos de golf. Hoy usan a la gente para que trabajen en su casa, para que sean sus choferes. Las pequeñas comunidades van desapareciendo, porque las tierras se compran, las comunidades se expulsan. Para mí es importante la ciudad real de Veracruz, como una especie de modelo del cual mis libros son una suerte de espejos distorsionados. De alguna forma, tratan de reflejar estas claves sociales, económicas. Para mí la literatura es un dispositivo que puede reflejar y al mismo tiempo magnificar, disminuir, según qué quiera lograr uno con ese pedazo de escritura.
—Tus libros tienen también una lectura política de la realidad. Sea desde el territorio, las relaciones entre clases sociales, o mismo entre personas. ¿Cómo pensás la relación entre literatura y política?
—Es esencial, por supuesto. El escritor es un nervio expuesto, está ahí para recoger esas vibraciones, esa temperatura propia de una sociedad. No estoy muy convencida de que la literatura sea un arma política. Ahora hay muchísimos escritores que escriben con esa consigna, y me parece fabuloso que partan de querer modificar la realidad. Es más cercano a lo que hace el periodismo, en ese sentido de acercarse para denunciar, modificar, concientizar. No sé si la ficción pueda ser efectiva para realizar un cambio social. Sí es efectiva de cabeza en cabeza. No sé por qué yo decidí ser escritora, creo que desde que me fascinaron los libros, las novelas, para mí ya no hubo otra opción más que querer hacer eso mismo. Ese embrujo que uno siente la primera vez que lee una novela, sea de niños o de más grandes, pero esa sensación de captura que puede generar un libro, es algo que siempre quise aprender a hacer. Puede parecer que no sea un objetivo político como tal, pero en los libros siempre se cuela la ideología del escritor. Evitar tocar un tema es reconocer que existe.
Yo no sé si decidí escribir sobre la violencia. No hice más de tratar de hablar de la ciudad en la que crecí, de las cosas que veía cuando crecía y que no entendía. Desafortunadamente, me tocó vivir en un momento en que la violencia contra las mujeres, contra los jóvenes o la violencia en general, parecía haber llegado a un punto muy notorio, muy visible, causado por la impunidad y la desigualdad. Cosas malas pasan en todos lados, pero en México te pasan cosas malas y nunca encuentras justicia. Eso lastima mucho a la sociedad, nos vuelve desconfiados, adictos a las conspiraciones. Creo que en mis libros es muy notorio qué cosas me preocupan o interesan. Lo que busco es una especie de comprensión: del machismo, de la violencia -sea de los hombres a las mujeres, de las mujeres a las mujeres, de los padres a los hijos y viceversa-. Me interesa que las cosas cambien, pero no estoy segura de que mis libros lo consigan. Quizás sí abren preguntas, le permiten al lector interrogarse cuál es su papel en todo eso que pasa.
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—¿Cómo ves el panorama de la literatura mexicana actual?
—No soy de leer muchas novedades. No tengo redes sociales desde hace más de un año, entonces me voy perdiendo de qué va sucediendo. Leo a muy pocos autores jóvenes, o que van empezando. Estoy tratando de recuperar mi propia escritura. Hay un psicoanalista que me encanta, André Green, que dice que el autor es siempre un personaje secreto. Hoy en día somos todo menos personajes secretos. Tenemos que compartir todo, incluso nuestra vida privada. Tenemos acceso a manuales para mejorar nuestra imagen pública en redes sociales. Me parece terrorífico. No nada más tengamos que escribir, que ya bastante es una joda, para que encima tengamos que crearnos una marca, que curar una vida ficticia, una pseudo-presencia, y estar contestándole a los lectores. No es que no quiera, la gente es divina, cuando hago una presentación termino muy contenta. Pero tener que hacer esta pantomima, este simulacro de relación en redes sociales es agotador. Me mantuve alejada adrede. ¿Qué me pierdo? Algunas de las cosas que se están haciendo en México ahora. Tengo cuarenta años, ya no me queda tanto tiempo como cuando tenía treinta.
—¡Ay, Fernanda!
—Uno nunca sabe. Uno nunca tiene el tiempo comprado. Cuando somos jóvenes pensamos: “A mí no me va a pasar”. Todos sabemos que nos vamos a morir, pero nadie quiere pensar en eso. De alguna forma uno sigue creyendo en que vamos a ser vampiros, o inmortales, o que nos vamos a morir dormidos, sin dolor. Sobre todo, pienso que la experiencia de tener a mis padres crónicamente enfermos antes de los setenta, el contacto con esa realidad, con estar cuidándolos con mi hermano, ha sido algo que me ha marcado mucho. Lo tengo muy presente, y me ha hecho pensar muchas cosas sobre la vida, el tiempo, y lo que quiero hacer. Cada vez pienso más en dar menos entrevistas, menos presentaciones. Entre más se hace fuerte la Fernanda pública, la Fernanda escritora se hace más chiquita. Yo creo que no conozco bien a esa Fernanda escritora. Uno se hace de discursos para explicar lo que hizo, pero nunca sabemos cómo escribimos algo. Uno se obsesiona con cosas, pasa mucho tiempo desarrollando un lenguaje, un dispositivo. Pero cuando te vuelves atrás para ver cómo lo hiciste, no lo recuerdas. Esa Fernanda que escribe no soy yo, soy yo a veces.
—¿Qué te obsesiona?
—¡Híjoles! (risas). Ahora estoy obsesionada con el desamor. Mis libros desde hace mucho tiempo tratan de eso. Me obsesiona la ficción, cómo convertir pensamientos en personajes, conflictos, narraciones. Es una obsesión que permea todo. El amor, también, el poder que le damos al amor. Crecí escuchando una música pop que ponderaba la co-dependencia, mi madre escuchaba un tipo de música que me hacía pensar que el amor tenía que doler mucho. Parecería que mis libros no hablan de amor, pero escribo desde lo negativo, desde la falta de amor. Qué más... Me obsesiona la adolescencia. Creo que yo no existía como persona, no me sentía viva realmente, hasta que fui adolescente. La adolescencia es un momento muy literario, no solo por el descubrimiento sino por la decepción. Es un momento de la vida que se siente como una isla, en donde la infancia quedó atrás y se siente lejísimo. Tú no puedes volver, aunque la veas con nostalgia. En la adolescencia aparece la nostalgia y aparece el futuro sin ninguna claridad. A los dieciséis años no veía nada enfrente de mí, no podía imaginarme a los treinta. También me interesa la música, el aparecer de la música popular, la salsa, el reggaetón, el pop. Cómo esta música ilumina el paisaje de nuestras vidas, todo el tiempo. En mis crónicas siempre va a haber música.
—En Temporada de huracanes la musicalidad aparece en el lenguaje, un trabajo muy fino con la oralidad. En este mismo sentido, Aquí es Miami aparece la idea de que las historias nacen en el lenguaje.
—La realidad es muda. La historia solo nace cuando alguien la pone en palabras. Las historias ordenan el mundo, le dan sentido a lo que vivimos. Me gusta que las palabras no solo tengan un significado, sino que tengan un peso más corporal, más sensorial, más específico. Cómo se escuchan, cómo se sienten. Todo esto desde el español mexicano, porque es el que hablo, el que aprendí, el que me rodea. Y algo más allá, también, porque Temporada de huracanes, Páradais, tienen una ilusión de lo mexicano. No es algo grabado y después transcripto. Hay una ilusión de una oralidad. Uno de mis grandes maestros es Manuel Puig, en este sentido. Tú lees El beso de la mujer araña y es como si estuvieras ahí. Es un artificio. Cuando digo que me gusta que las palabras tengan un peso y una música particular, quiero decir que, cuando estoy escribiendo, me gusta que todo tenga una cierta cadencia. Me gusta que todo tenga un sonido, una música. De muy joven me quedé obsesionada con un poema de Lorca, “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, porque en la escuela lo hicimos en poesía coral. En un momento, yo tenía que darle la mano al chico que me gustaba. El poema me recuerda a esas emociones. Las palabras deben tener un significado, pero deben sonar bien, y ese sonido tiene que tener un efecto, desde esa cualidad física, a crear emociones, belleza, inquietud, miedo, azoro.
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