Por estos días fue el cumpleaños de mi hija Lola. Lolita, Lolipop, Chulita, Bombón de Ipanema, cumplió insólitos veinte años. Sé que todos los padres repetimos lo mismo, por eso me van a entender si digo que no tengo ni la más remota idea de cuándo fue que pasó todo este tiempo, pero acá estamos con mi novia, una noche fría de junio, pasando a buscar a la rubia debilidad para llevarla a cenar y recibir juntos el gran día.
Lola es de esas mujeres (escribo mujer y me cuesta creerlo) que hacen de su cumpleaños un acontecimiento que empieza en las vísperas y termina al día siguiente, cuando ya el mundo no tiene más remedio que volver a sus inflaciones, guerras y pavadas por el estilo. Imagínense que semejantes fastos requieren de una muy estudiada elección de atuendos, así que no me asombró cuando la vi acercarse al auto envuelta en una especie de saco largo, negro y rojo brillante que, por cierto, le quedaba muy bien. Pero cuando bajé la ventanilla, pegué un grito de sorpresa.
-¿Qué hacés con el kimono?
-Lo encontré guardado y me pareció que te iba a gustar que lo usara hoy.
Sonreí, puse primera rápido y miré el camino, como para que no se notara que una lágrima atrasada me rodaba por la mejilla.
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Hace unos años me llamaron de la recepción del edificio en el que trabajaba, para avisarme que habían dejado una bolsa a mi nombre. Fui a buscarla, la abrí. Adentro había dos cosas: una carta y un kimono.
La esquela estaba escrita por un pariente lejano que no recordaba y al que jamás encontré a pesar de haberlo buscado mucho. Firmaba con el apellido de mi madre. Decía que nos habíamos visto muy pocas veces, pero que por esas cosas raras de la vida, le había tocado acompañar a mi vieja en el momento en el que papá cerró los ojos y dejó de luchar y que, en recompensa por haber estado, mamá le había entregado ese kimono. En la carta, breve y escrita a máquina (¿quién usa máquina de escribir en el siglo veintiuno?) me contaba que había leído mi libro “Aspirinas y Caramelos” y que al hacerlo había sentido la necesidad de encontrarme y hacerme llegar el kimono, porque me pertenecía. No explicaba por qué no me lo había dado en mano, por qué no me mostró la cara. No me extrañó, por alguna razón en mi familia siempre hubo una inquietante tradición de fantasmas, de gente que aparece de repente y luego se va sin dejar rastros.
Saqué el kimono de la bolsa, ese que papá usaba una vez por semana. Periodista de dos o tres trabajos a la vez y francos cambiados, se las ingeniaba para que de todos modos alguna tardecita fuera suya. Entonces elegía un disco de música clásica, lo ponía en el Winco, se sentaba en su sillón preferido, encendía un puro acompañado de una medida de whisky y, envuelto en esa bata un tanto estrafalaria, cerraba esos ojos aguileños que una mañana fría de junio dejaron de pelear. Yo, que andaría por los ocho o nueve años, lo miraba desde la otra punta del living, sin saber que ese señor que lucía tan poderoso se me iba a ir en un puñadito de tiempo. Tampoco sabía que esa imagen me iba a quedar grabada a fuego en la profundidad de la memoria hasta que, cuarenta años después, un fantasma me dejara una bolsa y la despertara, con el aroma de mi padre increíblemente conservado en la trama de la tela japonesa y una vitola de Partagás en el bolsillo derecho.
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Ya son las doce de la noche. Sobre un cheesecake al que olvidaron ponerle dulce de leche, Lola sopla una vela que simboliza que ahora tiene un dos por delante, que se terminaron los teen y empieza otra etapa que será hermosa. Le doy un beso largo, le digo que se hará mujer pero jamás dejará de ser la bebé de su papá, la aprieto entre mis brazos. Siento en las palmas de las manos la tela, o mejor dicho la piel del kimono que encontró guardado y se puso esta noche, en honor a mí. Ahora no bajo la vista, ahora no me importa que vea esa lágrima que rueda por mi mejilla. Esta no llegó atrasada, esta lágrima es a tiempo, porque es alegre y emocionada, es memoria transmitida, es legado y futuro.
Feliz cumple, hija adorada. Gracias.
Y a ustedes, que por ahí están esperando la recomendación de un libro, o algún chiste de doble sentido medio pavote, gracias por bancarme también en esta. Les quiero mucho.
PD: a veces elijo creer que el fantasma que me dejó la bolsa se llama Rodolfo y aparece cada tanto, no para asustarme sino para recordarme que, en la vida, nunca hay que dejar de luchar.
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