¿De qué está hecho un instante? ¿De magia, tal vez? Magia blanca, magia negra, belleza, tragedia, abulia, continuidad. Hay algo inexplicable en el frío existencial que recorre la espalda del instante: cuando el maquillaje se derrite y la farsa se descubre. Como si un campo magnético sostuviera los eslabones milimétricos que forman el paso del tiempo, el recorrido breve pero intenso de una vida, y de pronto, nosotros, cada uno, en su pequeña intimidad, lo ve, lo devela, lo captura. Algo de eso intentó hacer en la década del treinta Nathalie Sarraute con sus Tropismos, una compilación de ¿relatos? que se proponen describir escenas cotidianas mientras cae la cáscara, la máscara, y queda a la intemperie lo irreversible: que la belleza se termina, que el desastre se acerca, que la vida dura apenas uno poco más que nada.
En la biología, los tropismos son fenómenos que se producen cuando una planta crece o cambia de dirección mediante un estímulo externo, cuando el medioambiente la incita a tomar otro camino. Como cuando, dentro de una casa, el tallo de una flor se inclina hacia la ventana para recibir mejor la luz del sol. ¿Qué clase de tropismos realizamos nosotros, qué clase de estímulos externos nos impone el medioambiente, qué cambios de dirección inconscientes realizamos para sobrevivir? Todo ocurre en un instante, en su velocidad implacable, que no lo vemos. Todo ocurre como si nosotros fuéramos parte del medioambiente, de sus estímulos, pero también como si el medioambiente estuviera en nosotros ordenándonos los tropismos, los atajos, la supervivencia.
“A veces el grito agudo de las cigarras, en la llanura petrificada y como muerta bajo el sol, provoca la sensación de frío, de soledad, de abandono en un universo hostil en el que alguna cosa angustiosa se prepara”, escribe Sarraute en el quinto texto del libro. No son cuentos, no: no hay principio, desarrollo, clímax y final. Son descripciones de escenas que no suelen estar del todo claras. Hay personajes, sí, pero se desvanecen en la narración misma. A veces, muy pocas veces, el lector puede conectar con alguno de ellos, y enseguida la “empatía” se corta. Porque hay algo más que personajes, que hombres, mujeres, niños, hay algo detrás de ellos, hay algo dentro de ellos, hay algo que Sarraute hace con su literatura: narrar algunos tropismos y capturar los instantes.
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Nathalie Sarraute, que nació en Ivánovo, Rusia, 19 de julio de 1900, bajo el nombre de Natalia Ilínichna Cherniak, llegó a Francia con su familia en algún momento de su temprana infancia. Luego volvieron una, dos veces más, hasta que en 1909 se instalaron definitivamente en París. “Comencé a escribir en 1932, cuando compuse mi primer tropismo. No tenía entonces ninguna idea preconcebida sobre literatura, y este, como los que lo siguieron, fue escrito bajo el impacto de una emoción, de una impresión muy vívida”, escribió en el prólogo para la primera y única traducción argentina que se publicó en 1968. Juan José Saer fue quien tradujo este libro que se publicó originalmente en 1939 bajo el sello francés Denoël, y lo hizo a partir de una “reedición corregida” en 1957, la que finalmente salió en Argentina.
Lo que ahora tenemos en manos, los Tropismos que reaparecen en Argentina, son una nueva edición del sello argentino Pinka, publicada en octubre del año pasado, con la traducción de Saer, que incluye una “advertencia del traductor”, el prólogo de Sarraute y una novedad: ilustraciones del reconocida artista Eduardo Stupía. En esa breve introducción, Saer habla de las complejidades de traducir “el estilo peculiar” y “la prosa tajante de la señora Sarraute” que “por seguir a veces el ritmo de la realidad se aleja de las leyes de la sintaxis”. El autor santafesino explica el camino que decidió tomar —”librar al texto español de los riesgos de la fidelidad total”— y en ese decir deja esta frase: ”Nuestro corazón es más rico que nuestras gramáticas”.
Las escenas son disímiles, todas autónomas. ¿Por dónde empezar? Frente a un grupo de mujeres que va a los salones a chusmear, Nathalie Sarraute escribe: ”El maquillaje las dotaba de un brillo oscuro, una frescura sin vida”. También: “Hablaban, hablaban siempre, repitiendo las mismas cosas, dándolas vuelta, dándolas vuelta otra vez, para un lado y después para el otro, amasándolas”. Otro tropismo es el de la pareja de ancianos en un restaurante frente a un mozo que de pronto toda la finitud les cae encima: “No pedían nada más, era eso, lo sabían, no necesitaban esperar nada, pedir nada, era así, no había nada más, era eso, ‘la vida’”. Una quinta en las afueras de Londres, una campanilla a punto de sonar para tomar el té. Un niño que no parece acostumbrarse al besuqueo constante de familiares y vecinos.
Escenas cotidianas de la época donde se entremezclan las convenciones sociales y las emociones extrañas. “El mundo en el que lo habían encerrado, en el que lo cercaban por todas partes, no tenía salida”, se lee en uno de los tropismos. Los dibujos de Eduardo Stupía capturan muy bien la indefinición de las escenas, la abstracción de cada momento, la potencia de observar un mundo que de tan familiar se vuelve completamente ajeno. Es el instante al desnudo: la pregunta por la libertad y la cárcel, por lo consuetudinario y la originalidad, por la vida como belleza y como burocracia. En el prólogo, Sarraute dice que buscó construir “un presente enormemente aumentado” para narrar “estos movimientos, que llamé tropismos”, que “juegan como una acción dramática precisa vista en cámara lenta”.
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Antes de Tropismos, Nathalie Sarraute estudió derecho, historia y sociología. En 1925, ya recibida de abogada, se casó con un colega: Raymond Sarraute, de quien tomó su apellido y tuvo tres hijos. Luego de Tropismos, su primer libro, vino todo lo demás. No fue fácil. Jean-Paul Sartre fue uno de los pocos autores que creyeron que era una gran obra. También Max Jacob y Charles Mauron. Con su reedición de 1957 obtuvo la buena vista de la crítica. En el medio escribió otro libro que luego fue muy celebrado: Retrato de un desconocido, de 1948, que contó con el prólogo de Sartre, quien la consideró exponente de la antinovela. En 1956 publicó La era de la sospecha, un ensayo donde cuestiona las convenciones tradicionales de la novela. Desde entonces la crítica la inscribió en la nouveau roman.
Siempre tuvo en claro lo que las palabras hacen sobre nosotros y el poder que tienen para develar esos tropismos, la magia negra y la magia blanca detrás del instante, con sus farsas gigantescas, con sus momentos de belleza, de tragedia y de abulia. De hecho, en una entrevista con The Paris Review en 1990 dice que nunca se preguntó si esos tropismos eran prosa o poesía, ficción o no ficción: “Me parecía imposible escribir en las formas tradicionales. Parecían no tener acceso a lo que experimentamos. Si encerramos eso en personajes, personalidades, una trama, estábamos pasando por alto todo lo que nuestros sentidos estaban percibiendo, que es lo que me interesaba. Había que apoderarse del instante, agrandándolo, desarrollándolo. Eso es lo que traté de hacer en Tropismos”.
Tenía 83 años cuando se convirtió en bestseller. Fue con una autobiografía, Infancia, donde habla de los inmigrantes rusos en París de principios del siglo XX. También habla de ella misma, por supuesto, aunque nunca lo vio en esos términos. En una entrevista dijo que no, que no se retrató en “ninguno de sus libros” porque “todo lo que se dice sobre nosotros casi siempre nos sorprende y, por lo general, es falso”. Como si la literatura estuviera constituida por la misma falsedad que la vida, solo que guarda el secreto, ¿una utilidad, tal vez?, la herramienta que devela la realidad, que la descubre, que la muestra, que la expone sobre la mesa, tajeada, abierta, a la intemperie, a cielo abierto, con toda su complejidad: magia blanca, magia negra, belleza, tragedia, abulia, continuidad.
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