La belleza de la semana: 6 miradas inolvidables de la pintura

¿Qué ocurre cuando el juego se invierte y esos cuadros que miramos en realidad nos están mirando a nosotros? En esta nota, las historias detrás de esas obras que nos clavan sus ojos

¿Qué ocurre cuando el juego se invierte y esos cuadros que miramos en realidad nos están mirando a nosotros?

¿Qué miramos cuando miramos un cuadro? Primero la escena completa, el paisaje, las acciones, las representaciones; luego los trazos, el estilo, los materiales, los movimientos; también los personajes, sus particularidades, sus detalles, las expresiones de su rostro, la mirada.

¿Y qué encontramos en esas miradas que, de pronto, nos observan, nos increpan, nos interpelan? ¿Qué pasa cuando aquellas pinturas que miramos con paciencia y análisis, en realidad, nos están mirando a nosotros, sus espectadores? A continuación, cinco miradas inolvidables en el arte.

La mirada y su sonrisa

Para empezar, una obra maestra: La Gioconda, también conocida como la Monna Lisa, el retrato de quien se cree que es Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo. Este un óleo sobre tabla de álamo de 79 × 53 cm, lo pintó Leonardo da Vinci entre 1503 y 1519. Hoy se encuentra en el Museo del Louvre

Hay un efecto. Pareciera que la mujer siempre mira al espectador, que lo persigue. ¿Es cierto? En 2019, investigadores de la Universidad de Bielefeld realizaron un experimento: pusieron una regla plegable encima de una pantalla con la obra y le pidieron a los participantes que indicasen hacia dónde se dirigía la mirada.

"La Gioconda", o "Mona Lisa", de Leonardo Da Vinci

“La gente puede sentir que el protagonista de una imagen o una fotografía los mira si la persona retratada mira hacia adelante, es decir, si su mirada tiene un ángulo de cero grados”, explicaron. Finalmente consideraron que en realidad la Mona Lisa mira unos 15 grados a la derecha del espectador. ¿Entonces no nos mira?

En 1992, el psiquiatra británico Digby Quested escribió un artículo en el que sostenía la teoría del espejo invertido: “La sonrisa de Mona Lisa se inclina hacia la izquierda, gesto más común entre los hombres. La imagen es un autorretrato invertido, tanto en la mirada oblicua como en el género sexual”.

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Sin dudas, la sonrisa es clave. Giorgio Vasari asegura que, “mientras la retrataba, tenía gente cantando o tocando, y bufones que la hacían estar alegre, para tratar de evitar esa melancolía que se suele dar en la pintura de retratos”. ¿Quién diría que su boca y sus ojos formarían un juego óptico que aún cautiva, cinco siglos después?

Los ojos perturbados

Ni alegría ni seducción ni enigma. Lo que El desesperado de Gustave Courbet produce en los espectadores es otra cosa. En este retrato realizado entre 1843 y 1845, que en realidad es un autorretrato, vemos a un hombre joven que mira con ansiedad e impaciencia a los ojos de quien esté del otro lado del cuadro.

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Courbet, que nació en Francia en 1819, tenía apenas veintitantos años cuando hizo esta obra. Por ese entonces se la pasaba yendo al Museo del Louvre a imitar las pinturas de los grandes maestros. Se sentaba frente a los cuadros y, sobre un cuaderno, estudiaba a José de Ribera, Zurbarán, Velásquez, Rembrandt.

Todos describen a este pintor, y sobre todo en esos tiempos, como un enamorado de la vida. Y evidentemente lo estaba. Basta con ver las pinturas previas a El desesperado, como el famoso Autorretrato con perro negro. Incluso las posteriores. Podría decirse que la desesperación no es un rasgos visible.

"El desesperado", un autorretrato de Gustave Courbet realizado en 1845

¿Qué le pasaba realmente? Hay una carta que el pintor le envía a su amigo Alfred Bruyas que arroja una novedad en su personalidad: “Con esta máscara de risa que me conoces, me escondo de la pena, amargura y una tristeza que se pega al corazón como un vampiro”.

Se ve que le tenía un gran cariño a este cuadro porque cuando se exilió en Suiza en 1873 lo llevó con él. El doctor Paul Collin, que pasó los últimos días de vida de Courbet a su lado, recordó “un cuadro que representaba a Courbet con una expresión desesperada”.

¿Había algo que lo estaba perturbando? La posibilidad existe, claro, aunque muchos especialistas se inclinan por otra opción: fue un ejercicio, el desarrollo de una emoción en el lienzo y qué mejor que hacerla sobre él mismo. Puede ser. Pero sus ojos... sus ojos dicen algo demasiado verdadero para ser una ficción.

Canibalismo y temor

Y si hablamos de perturbación, tenemos que hablar de Francisco de Goya y su obra terrible. Bueno, es difícil definirla así porque de alguna forma se encargó de retratar en sus obras el malestar panicoso de una época. Acá nos referimos a un clásico: Saturno devorando a su hijo, realizado entre 1820 y 1823.

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El nombre lo dice todo y es una escena mitológica emblemática que invoca al canibalismo como respuesta al temor por perder el poder: el dios Saturno se comía a sus hijos recién nacidos por miedo a ser destronado por ellos. En los ojos del protagonista hay una voracidad que intimida pero que también lo desnuda.

"Saturno deborando a su hijo", de Francisco Goya

Esta pintura al óleo, que se encuentra en el museo del Prado, formaba parte de la decoración de la casa que Goya adquirió en 1819, llamada la Quinta de Goya. Ocupaba un lugar a la izquierda de la ventana, en el muro del lado este, opuesto a la entrada del comedor. Pertenece a su serie de las Pinturas negras.

En la mitología romana es Saturno; en la griega, Crono o Chronos. Emblema alegórico del paso del tiempo, este titán, que cada día se volvía más viejo, se comía a los hijos recién nacidos de Rea, su mujer. Según Freud, es una obra sobre la melancolía y la destrucción. Está en la mirada de Saturno, que Goya pintó con precisión.

Más allá del estereotipo

A La joven de la perla, de Johannes Vermeer, también se la conoce como “Muchacha con turbante” o “La Mona Lisa holandesa”. Esta pintura, que se realizó 150 años después que la de Da Vinci, entre 1665 y 1667, es un retrato ya clásico. Los tonos, la simpleza de los trazos y la potencia de la mirada de la joven la vuelven única.

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Se cree que la imagen era un tronie, nombre que se daba en aquella época y en aquella región a los retratos bien expresivos, casi caricaturescos, usados de forma decorativa. La intención de un tronie no era ser un retrato identificable, sino más bien un estereotipo emocional. Pero hay algo áurico ahí, algo muy humano.

La joven de la perla fue restaurado varias veces. En 1881, cuando lo compró un tal A. A. des Tombe, estaba muy deteriorado. Lo pagó apenas dos florines y treinta céntimos, poco más de un euro. Antes de morir, en 1902, al no tener herederos, decidió donarlo al Museo Mauritshuis, donde hoy permanece.

"La joven de la perla", de Johannes Vermeer

Hay una novela de 1999 que imagina a esta joven como una criada de Vermeer que, cuando su modelo se enferma, ella toma su lugar. Se titula igual que la pintura; la autora es Tracy Chevalier. Luego se llevó al cine en 2003 y ahí la imagen cobró movimiento. La actriz que representa a la joven es nada menos que Scarlett Johansson.

Descomunales ojos celestes

A Egon Schiele le interesaban los cuerpos. Adoraba los pliegues, las arrugas, los músculos, los huesos marcados, las sombras, todo. Pero esos cuerpos no eran contenedores fríos, sino personas que se retrataban en el lienzo con toda su humanidad. El punto más emocional de esos cuerpos está en la mirada.

Wally Neuzil no solo fue su amante, sino una de las personas que más retrató. Lo hizo en el último cuadro que pintó antes de morir, La familia, donde se lo ve a él, a Wally y a un bebé con un fondo oscuro. Al poco tiempo, Schiele moriría producto de la gripe española, el 31 de octubre de 1918.

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Wally está en muchas obras pero hay uno que sobre sale. ¿Por qué? En primer lugar, porque está vestida. No hay desnudez; su cuerpo tampoco adquiere protagonismo. En este cuadro de 1912, que se encuentra en el Museo Leopold, en Viena, vemos una mujer en plano americano mirándonos con sus descomunales ojos celestes.

“Retrato de Wally Neuzil” de Egon Schiele

El cuadro lo pintó al salir de la cárcel. Pasó 24 días encerrado por una acusación: secuestro de menores. Él y Wally se fueron a vivir al campo y, cada tanto, pasaban por su casa niños menores de edad a modelar para sus pinturas. En algunos casos, posaban desnudos. Cuando se supo, fue encarcelado.

Wally le llevó materiales para pintar mientras esperaba que lo liberen. También le llevó una naranja que se ve en uno de sus dibujos de la cárcel a la que representó como su “única luz”. Finalmente fue liberado y a los pocos días hizo este retrato. Hay gratitud, fascinación y enamoramiento en la representación de esa mirada.

Cómo odian los ángeles

En la Biblia (Isaías 14:12) se lee: “¡Cómo caíste del cielo, / Lucifer, hijo de la mañana! / ¡Derribado fuiste a tierra / tú que debilitabas las naciones!” En aquellas líneas Alexandre Cabanel se basó para pintar este óleo sobre lienzo de estilo romántico que hoy se encuentra en el Museo Fabre de Francia: El Ángel caído.

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Cabanel tenía apenas 24 años en 1847 cuando produjo esta obra. Por entonces estaba fascinado con las escrituras sagradas. Por ejemplo, leía el Apocalipsis de San Juan donde una gran batalla en los cielos terminó con la victoria de los ángeles liderados San Miguel. Uno de los ángeles rebeldes fue condenado a vivir en la tierra.

Lo que la obra representa es, claro está, a Lucifer, que acaba de ser expulsado del cielo por Dios. Ahora vaga por la tierra, por el mundo de los mortales. Lo vemos en su rostro tapada por el brazo: está triste, muy triste, hay lágrimas. Pero hay algo más detrás de esa tristeza: hay dolor, hay bronca, hay odio.

“El Ángel caído” de Alexandre Cabanel

“Lo interesante para un artista como Cabanel —escribe Esteban Iborio en Historia Arte— era mostrar la belleza del ángel caído por medio de un minucioso estudio anatómico (esos músculos marcados) y la espectacularidad del color, al modo manierista, con esa luz difusa que impregna toda la obra”.

No hay dudas, el trato del color, la luz, el cuerpo, todo es muy interesante, pero lo que realmente sobresale en esta obra es la mirada del ángel. Que es cierto, no nos mira a nosotros, pero no hace falta. Está hundido en su propio dolor, en su propia tristeza, en su propio odio, en la violencia que pronto desatará.

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