La muestra A 18 minutos del Sol, que se presenta por estos días en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, es una apuesta curatorial que reúne trabajos de casi un centenar de artistas argentinos entre históricos y contemporáneos en diálogo con la ciencia, que promueve una nueva mirada desde el sur, desde los saberes ancestrales y occidentales, que sitúa otro modo de “construir una historia decolonial de los cielos”, según resaltan los curadores, Javier Villa y Marcos Krämer.
“Así es arriba como es abajo” es una idea que puede sintetizar los modos de observar la vida y el cielo en un diálogo donde la práctica artística se compromete con las imágenes científicas y, entre ambas, abren sentidos paseando por esos derroteros de la espiritualidad y lo auténticamente americano con Xul Solar, Joaquín Torres García y las cosmogonías de los pueblos originarios que integran una contemporaneidad que necesariamente crea o refleja algo nuevo.
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Pensada por Javier Villa desde hace tres años, y con el acompañamiento curatorial de Marcos Krämer, A 18 minutos del Sol no solo recorre el territorio argentino abarcando desde las regiones del Gran Chaco salteño, la Patagonia, el litoral y el NOA, sino que pone en diálogo obras de artistas de distintos períodos, articuladas por una impronta decolonial, en las dos amplias salas del primer piso del museo de San Telmo, donde el espacio actúa como temática transversal.
La carrera espacial iniciada en la década de 1950 en plena Guerra Fría, renovada desde esa búsqueda de nuevos recursos en el espacio exterior –la Luna, Marte– concede de algún modo una mirada sobre el cielo, sus reflejos y significados, como un modo de observarnos.
“La idea de trabajar con el espacio exterior, el cosmos, es una excusa, porque el cielo es algo que reúne a todas las generaciones, distintas culturas, y en algún punto hablar del espacio es también hablar de la Tierra”, define Villa. Y agrega: “Es hablar del movimiento humano, de la conquista europea, del movimiento gracias a las estrellas, o de los indígenas en territorio, que sabían cuándo sembrar, cultivar, entonces las estrellas fueron la guía para distintas formas de exploración, en relación al territorio”, explica en este diálogo.
Por otro lado, señala que así como en la época de la conquista “quien dominaba los mares dominaba el mundo, hoy quien domina el espacio exterior dominás el espacio, la vigilancia, las telecomunicaciones, la climatología, la geopolítica militar. Ahora si dominás el espacio exterior y Twitter ya está, dominás el mundo”, asegura el curador, quien menciona pesos pesados del universo tecnológico como Jeff Bezos y Elon Musk.
La conquista de la nueva carrera espacial y las grandes corporaciones implicadas son una “metáfora de la conquista de América y la idea del hombre blanco explorando un nuevo mundo, devastando, destruyendo, en esta necesidad por conquistar territorio”, dice Villa. Y acota: “Se puede pensar que existen otras formas de explorar, conocer, de viajar al espacio, tal vez no viajás con un cohete en un viaje de de ida sino que podés ir y volver con imágenes, imaginación, ciencia ficción, con el arte”.
“En cambio, en Occidente el movimiento es más en flecha, lineal, vas hacia un lugar, lo conquistas, lo devastas y así sucesivamente”, algo que se relaciona con el “proyecto de universalización de una monocultura”.
La muestra fue pensada como una “exposición panorámica” con la inclusión de artistas contemporáneos e históricos, y el interés de Villa estaba “en crear un panorama de una historia del arte posible de contarse con base en otros problemas, y no desde los movimientos artísticos”.
La exposición se configura en dos salas y dos centros, y un amplio pasillo introduce a modo de prólogo, que anuncia esa intimidad necesaria para pensarse y percibir aquello que solo la noche deja entrever como inicio del recorrido.
Allí está el amplio mural pintado por Pauline Fondevilla llamado Quinientos millones de estrellas me acompañan, un Benito Laren, o la obra Guamán VI: astrónomo y poeta que recupera la figura del cronista del siglo XVI realizado por el artista boliviano Andrés Pereira Paz, y dos hojas de viñetas de El Eternauta –concebida en 1957– de Héctor G. Oesterheld.
Entre las obras están las de Xul Solar, Emilio Renart, Gyulia Kosice, Gregorio Vardánega, Ogwa, o los colectivos Cabezudxs, Thañí (Viene del monte) y Wüsüwül Wirka A Pana, pero también instala en la primera sala la maqueta El Dorado de Liliana Maresca (presentada con motivo de los 500 años del genocidio americano en 1991).
En esa misma sala está pregnante el diseño del kultrún mapuche utilizado por las machis y las imágenes de los desaparecidos Selknam, los tejidos de chañar con sus mitos intrínsecos; y en la otra sala las imágenes satelitales del Saocom, de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae) que muestra humedales y en rojo los incendios de los dos últimos años; o la maqueta de un satélite en escala, las reinterpretaciones humorísticas de tomas con polaroid del paisaje marciano de la Nasa apropiado por Erica Bohm, como señala Villa.
También están las obras de Raquel Forner y Antonio Berni, como contrapunto, un Emilio Pettoruti diferente, y toda una pared dedicada a Víctor Magariños. Como guiño al juego –porque se piensa en modo didáctico– está Cero (1967) de Rogelio Polesello, un distorsionador de realidades que invita a contemplar la profusión de obras montadas sobre plateado, o los objetos cercanos.
El recorrido comienza en el centro de la primera sala, apenas iluminada, con su gran espejo de agua de unos 4 metros de diámetro al que al asomarse se ven reflejadas las estrellas, tal como los originarios observaban el cielo y lo conocían. El espejo refleja el cosmos, la vida, lo cíclico.
Sobre el agua los curadores disponen fotografías provenientes del Observatorio Nacional de Córdoba, “el primer observatorio de nuestro país, fundado por Sarmiento en 1871″, esos retratos de la ciencia, desde la Luna, el cometa Halley de 1910 hasta una última de 2007 tomada en Atacama, Chile.
En esta intimidad, las cosmogonías de los pueblos originarios habitan un espacio repartido en cuatro zonas que representan sus cosmogonías, entre pasado y presente, con pinturas, tejidos, fotografías, orfebrería o el tapiz sobre cuero de oveja de un artista contemporáneo “que estudia las constelaciones tehuelches en relación a las pinturas rupestres”, pinturas “que son una cuestión cosmogónica”, y cuenta la historia de su propio viaje.
La muestra propone “poder mirarnos desde afuera y esa es la idea del espejo de agua, lo que es arriba es abajo diría Hermes Trimegistro”, dice Villa, y el reflejo, que comparte ciencia, agricultura, conocimientos, religiones, creencias, espiritualidad, enumera, porque “casi todo lo que hacemos está relacionado con el cielo, somos una pelota flotando en el espacio básicamente”.
En la segunda sala, la luz marca su contraste, y los espacios en que se agrupan las obras tiene como centro un meteorito en su cápsula del tiempo que deberá abrirse en 2105, de la dupla creativa Faivovich & Goldberg, destinado a la Sociedad Científica Argentina. La ciencia, los imaginarios sobre otros seres o la espiritualidad se dibujan entre abstracciones, informalismos, lo pop, en definitiva, entre utopías y distopías: espacios donde ciencia y arte pierden sus bordes.
Y en esas interconexiones sobre los dueños del mundo, entre las utopías aparecen una “realidad más distópica” como con la obra de Alicia Herrero Movimiento para deshechizar un paisaje (2020-2022). Una pintura “que despliega una constelación construida con los algoritmos de mayor concentración de los flujos de capital global”.
“Es cuando empezamos de nuevo a ver cierta realidad del presente, aparece de nuevo la idea de la observación, es un observatorio de cómo constelan las 50 corporaciones más importantes, y ahora nosotros ya no estamos observando el cielo, sino la tierra”.
Con préstamos provenientes de museos y colecciones privadas, incorpora especialmente a artistas contemporáneos de Córdoba y Bariloche y la Patagonia “porque son los dos lugares que hubo más desarrollo espacial en nuestro país”, dice Villa. Y por otro lado, el trayecto propuesto, desde las vanguardias, la abstracción hasta el cierre con el informalismo como último espacio de la muestra, “construyó toda una historia, uno puede mirar toda una historia del arte atravesada por el cosmo, una historia del arte argentino”, resume Villa.
El título de la muestra remeda el que eligió el músico Luis Alberto Spinetta para su tercer álbum solista, lanzado en 1977, y alude al tiempo necesario para viajar de la Tierra al Sol si existiera la posibilidad de trasladarse a la velocidad de la luz. “La luz del sol tarda 8 minutos 30 segundos en llegar a la Tierra, es la unidad astronómica, y a 18 minutos del sol es una medida desplazada –indica Villa–. Me gustaba pensar ese espacio entre Marte y Júpiter y pensar esa ambigüedad en 1977, después del peor año de la dictadura. Si a 8 minutos está la Tierra, entonces es un lugar mucho más frío, oscuro, inhóspito, probablemente, y por ahí Spinetta estaba hablando de esa sensación o era un escape de la imaginación a otro mundo”, explica el curador.
A 18 minutos del Sol es parte del programa anual del museo que bajo el nombre El arte, ese río interminable retoma la prosa poética borgeana y aúna 10 exposiciones que dan cuenta de la escena artística contemporánea argentina desde los años 1960 a la actualidad.
La exposición podrá visitarse en el Museo Moderno, de la avenida San Juan 350, Ciudad de Buenos Aires, de lunes a viernes de 11 a 19, sábados y domingos de 11 a 20.
Fuente: Télam S. E.
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