“Mario, ¿quiere conocer a Dios?”. Una mañana de 1983, Jacobo Timerman llamó por teléfono a Mario Diament, que vivía en Nueva York como corresponsal de prensa de la editorial Abril. Se conocían desde hacía años, de cuando uno dirigía el diario La Opinión y el otro era jefe de redacción. Esa mañana Timerman estaba en la ciudad, en medio del rodaje de Preso sin número, celda sin número, y resultó que la fotógrafa de la película era la mujer de Arthur Miller. “Vístase y venga ya mismo”, le dijo.
—¿Cómo fue trabajar con Timerman?
—Fue una extraordinaria enseñanza. Y un cotidiano castigo.
—¿Todavía estabas en el diario cuando lo secuestraron los militares?
—Por supuesto, yo me hice cargo del diario.
—¿Tenías miedo?
—¡Por supuesto! Todos los días. Teníamos a la policía dentro del diario. Nosotros decíamos que hasta las nueve de la noche trabajaban para nosotros y después de las nueve contra nosotros.
Diament revuelve el pocillo de café negro en una mesa de La Biela. A dos o tres metros, una familia de turistas se saca fotos junto a las estatuas de Borges y Bioy —dicen que es un mito, que ellos no venían nunca—. De alguna forma, Diament también es un turista. Hace más de tres décadas tiene su casa en Miami, ciudad en la que fundó una Maestría de Periodismo y a la que vio crecer al calor de la serie División Miami y el narcotráfico de Pablo Escobar. “Cuando llegué, en Ocean Drive había un solo bar; ahora no podés caminar”, dice.
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Es un turista y no lo es. Buenos Aires es su ciudad. Nunca va a dejar de serlo. Y viaja con mucha frecuencia: cada vez que estrenan una de sus obras. Es que Diament, además de ser un periodista prestigioso que trabajó en los principales medios del país y del exterior, es un dramaturgo de larga trayectoria. Montón su primera obra, Crónica de un secuestro, en 1971. A esa le siguieron muchas: Esquirlas, Tierra del Fuego, Guayaquil, una historia de amor, Cita a ciegas —donde hay un personaje ciego sin nombre que, sin embargo, es Borges—, El cazador y el buen nazi, etc.
—¿Se puede hacer teatro argentino desde el exterior?
—Yo no hago teatro nacional. Tampoco me interesa. Yo hago teatro. En el cual, naturalmente mi experiencia personal y mi cultura, que es esencialmente argentina y porteña, aparece y se refleja. Pero no me propongo hacer un teatro nacional. Es más: en Estados Unidos, donde la gente tiende a encasillar a los autores, yo siempre tuve dificultad para conseguir un agente porque no lograban definir exactamente qué era. No entienden bien qué es un argentino que escribe cosas tienen que ver con Europa. Esa incapacidad de ponerme en un marco, también me configura.
Si en Diament conviven el periodista y el dramaturgo es porque sus obras parten de la realidad, pero la extrañan hasta elidirla o incluso quebrarla. Crónica de un secuestro se estrenó en el 71: un año después del secuestro y muerte de Pedro Eugenio Aramburu, que fue el acto de presentación de Montoneros. Diament tematiza una práctica habitual de la violencia política del país en aquella época, pero el personaje es un anónimo vendedor de seguros. Crónica de un secuestro —que inicialmente se llamaba Escenas de un secuestro— decanta hacia un tono trágico y kafkiano.
En un punto, todas sus obras giran en torno a la pregunta por el otro. Tierra del Fuego —que juega con el equívoco del título y que, otra vez, toma el argumento de hecho real— está protagonizada por una ex azafata israelí que fue víctima de un atentado terrorista que la hirió gravemente y mató a su mejor amiga, y, que, veinte años después, va a encontrarse con el asesino, que cumple cadena perpetua en Londres. Tierra del Fuego es una reflexión sobre la necesidad de escuchar al enemigo. Más aún, es una reflexión sobre lo que se pone en juego al constituir la figura de enemigo.
En esa misma línea se da el argumento de El cazador y el buen nazi. “Un día estaba leyendo una biografía de Simón Wiesenthal y de pronto me encontré con que Albert Speer lo fue a visitar a su oficina en 1975″, dice Diament. Wiesenthal fue un famoso cazanazis, responsable de capturar a casi una decena de criminales de guerra; entre otros, a Adolf Eichmann en San Fernando, provincia de Buenos Aires. Speer, en tanto, fue el ministro de Armamentos de los nazis. En los Juicios de Nuremberg lo condenaron a veinte años de prisión; se salvó de la horca porque dijo que desconocía los planes de exterminio de Hitler. El cazador y el buen nazi está actualmente en cartel. Con la dirección de Daniel Marcove y las actuaciones de Jean Pierre Noher y Ernesto Claudio, se presenta los domingos a las 17 en El Tinglado hasta el 9 de julio.
“Empecé a investigar y a leer las cartas que se escribieron”, dice Diament, “era un desafío hacer ese encuentro”.
—¿Quién era el modelo? ¿Irvin Yalom con El día que Nietzsche lloró?
—Yo no tenía ningún modelo. Me parecía que el conflicto era claro. La idea era cómo resolver ese encuentro que no podía ser agresivo, pero que me servía para explorar tantos otros temas.
—Tomando la idea de ponerse en el lugar del otro, hoy en la Argentina vivimos, con perdón por el lugar común, en medio de una grieta…
—¡En todos lados! En Estados Unidos también. En Francia, en Israel, en Hungría. Hay explicaciones para esa grieta, que tienen que ver con el periodismo. Una de las razones de la grieta se debe a que hoy la gente no lee para informarse, lee para confirmarse. Entonces navegan en mundos paralelos. En Estados Unidos, el tipo que ve Fox News no se entera nunca de lo que dice el New York Times o la CNN. Y viceversa. Acá, el tipo que lee Página/12 no lee La Nación, y el tipo que lee La Nación no lee Página/12. Viven en universos diferentes, en interpretaciones diferentes de la realidad. No hay novedad en lo que leen. Es una confirmación de sus ideas, de sus sospechas, de sus ideologías. En Estados Unidos hay 67 millones de tipos votando a Donald Trump, después de todo lo que se sabe.
—Para cerrar la pregunta, y no quiero caer en la idea de que la literatura tiene una utilidad, pero ¿cuál es el rol del dramaturgo en este mundo “agrietado”?
—No sé cuál es el rol de dramaturgo; yo puedo decir cuál es mi rol. Yo aspiro a provocar una reflexión. Tal vez la misma reflexión que a mí me producen las cosas, y sobre las que no tengo certezas. Yo creo que, si le ofrecés al público algo que no está cocinado, te lo agradece. Es muy estimulante reflexionar sobre lo que plantean Wiesenthal y Speer. Yo no lo condeno Speer en la obra. Trato de entenderlo, de meterme en su piel. Lo mismo pasa en Tierra del Fuego, donde cada personaje plantea algo en lo que cree que tiene razón. Si lo trasladás a la política, te va a resultar lo mismo. Si no, te quedás con una visión totalmente constreñida y cerrada sobre cómo interpretar la realidad.
—¿Cómo es el ejercicio de ponerse en el lugar del nazi?
—Nunca vas a entender cómo un pueblo entero pudo alinearse detrás de un tipo como Hitler y cometer las atrocidades que se cometieron. Pero Speer dice que no solo puede pasarle a Alemania, sino a cualquier pueblo. Usted corte la economía, cree un caos social y van a salir a la calle pidiendo un dictador. Nosotros lo hemos vivido. Y también lo han vivido pueblos que parecen ser el epítome de la democracia. Cuando sucede una situación de gran tensión económica y social, empieza una transformación muy peligrosa. Los 67 millones de trumpistas son potencialmente tan graves como los nazis de finales de los años 20. ¿Cómo se comprende a un nazi? Son personas como nosotros, que, tal vez por miedo, tal vez por desesperación, por envidia, por desinformación, por el poder de la propaganda, empiezan a tener una idea que los convierte en nazis.
—En tus respuestas apareció muchas veces Trump, pero el presidente de Estados Unidos es Biden. ¿Qué tanta influencia tiene hoy todavía en Estados Unidos Trump?
—Bueno, hay elecciones y va a ser el candidato del Partido Republicano. Los está barriendo a todos. Después de los juicios, después de que defendiera el ataque al Congreso. La gente sigue pegada a él. Como él mismo dijo en una oportunidad: “Yo puedo matar a alguien en la 5° Avenida y no pierdo un votante”. Y yo realmente creo que es así. Fijate si no es peligroso. Estuve cuatro años bajo Trump: la perspectiva de que haya otros cuatro es catastrófica. Porque ahora no va a tener ningún tipo de empacho. Pero ahora hay Trumps en todos lados, porque la gente vio lo que hizo, cómo lo hizo, y le encanta. Milei es Trump, un Trump más folclórico. Netanyahu es Trump. Todos estos vieron que, en el país más poderoso del mundo y que se considera el adalid de la democracia, Al Capone llega a la presidencia. Él miró a Mussolini —debe haber visto las películas porque no lee—, y lo copia. Y ahora lo copian a él. Si nosotros aceptamos un engaño, somos una sociedad cornuda.
—¿Tuviste oportunidad de conocer a los dramaturgos jóvenes?
—Muy pocos. Es que, cuando vengo a Buenos Aires, habitualmente no es por más de una semana y ocupo el tiempo con el estreno y los ensayos. No me quedan días para ir al teatro. Pero debe haber pocas ciudades con una vida teatral como la que hay en Buenos Aires. En medio de esta crisis inmensa. Ni en París hay tanto teatro, y acá ciertamente se hace un teatro mucho más interesante que en Francia. Es impresionante la creatividad y el talento y la experimentación. Me hace acordar a Rumania. Yo tuve un par de obras en Bucarest, no mucho después de la caída de Ceaușescu. La ciudad estaba empobrecida; entrabas a una confitería y en el mostrador había una sola torta. Pero los teatros estaban llenos.
—¿Por qué?
—Le pregunté a un actor de elenco y me dijo que, durante la época de Ceaușescu, el teatro era el único espacio donde se debatían ideas.
—Acá, yo creo que la salida de la pandemia nos devolvió al teatro.
—Sí, claro que sí. El teatro es donde se manifiestan las ideas de manera más interesante. El cine es muy caro para hacer de receptáculo de ideas y está condicionado por los factores que tienen que ver con el éxito y con la inversión importante. El teatro se puede hacer con nada. Vas a un callejón y hacés teatro. Vas a una casa demolida y hacés teatro. Yo creo que esa explosión es riquísima.
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