Elogio de una novela curtida, combustión de planta permanente entre las palabras

“La enfermedad de la noche”, de Mariana Komiseroff, es una ficción del trabajo que pone en discusión el rol del Estado y desconfía de las jerarquías de poder, desafiando la ley y la identidad de género

Mariana Komiseroff es escritora, diplomada en Derechos Humanos de las mujeres y dicta talleres de escritura

La enfermedad de la noche abre con una confesión de complicidad en un asesinato. Desde este comienzo hasta el final, la voz que narra opera algo inesperado: relocaliza el suspenso y tensa el arco de la escritura hacia diversas zonas. Nos olvidamos, entonces, de esa confesión del origen. En ese olvido provocado en la lectora, se propone seguir una huella. El surco contiene fundamentalmente a la noche y a la enfermedad, pero ambos campos de inmanencia tocan el referente (la noche en sí misma, la enfermedad en sí misma) y, al mismo tiempo, lo desplazan. La escritura, en esta novela, aparece como insistencia, afán por seguir aquello que en el discurso está elidido pero obstinadamente presente en su propia ausencia. Y esa insistencia parece colocarse en la línea de aquello que formula Maurice Blanchot: escribir es la violencia más grande porque transgrede la ley, toda la ley y su propia ley.

Lo que insiste es la noche y la enfermedad, pero lo que subyace traza una cartografía en la que, como primer acercamiento, repican expresiones como legajo, planta permanente, obra social, seguridad, planilla de asistencia, documentación, certificado, pausa activa en el trabajo, papeles. Un mapa con signos que son terroristas del cliché, que se revierten sobre su propio semblante burócrata y denotan grados sucesivos y simultáneos de violencia. La ley, toda la ley, su propia ley. La mudanza interna de lo burócrata sobre sí mismo, como efecto colateral, se vuelve así noche, se vuelve así enfermedad, territorio narrativo que logra poner de manifiesto el horror de lo real. La noche y la enfermedad son fantasmas, por su condición intrínseca de cantera emocional con la que trabaja esta novela, pero la estructura y el lenguaje los va rodeando, sibilantes, arteros, los va entregando al lector, y así lo real toca la orilla de la que lee.

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No me hubiese escapado, pero de todas maneras no me dieron opción. Del gremio me mandaron a esperar el pase a La Pampa. Con el sindicato siempre es así, si te acomodan la almohada, tenés que preocuparte de que no te vayan a asfixiar.

[…]

Nos salía niebla de la boca aunque era octubre.

[…]

A nosotros no nos salían las muertes definitivas, pero qué bien nos salían las muertes a pedazos.

“La enfermedad de la noche”, de Mariana Komiseroff, es una ficción del trabajo que pone en discusión el rol del Estado y desconfía de las jerarquías de poder, desafiando la ley y la identidad de género

En una entrevista, Mariana comenta: “Muchas veces como lectora me pregunté de qué viven los personajes literarios. ¿Novela sobre el trabajo? ¿Sobre la violencia encarnada en el trabajo?” Es notable el modo en que la representación de las tareas asalariadas encuentra en este texto un matiz diferente: se desvía, como en su novela anterior, De este lado del charco, de la tradición masculina que incluye narrativas que van desde Roberto Arlt, hasta David Viñas y Celso Lunghi, en las que la ficción transforma la rutina, la arbitrariedad, la pobreza, la supervivencia y las huelgas obreras en experiencia literaria.

Una de las formas de ese desvío consiste en poner en crisis la idea misma de Estado, narrar los pasadizos, las prebendas y los ocultamientos, y hacerlo no solo desde la referencia directa sino a través de otros recursos. La protagonista de esta novela trabaja como Seguridad en el edificio del Congreso de la Nación. Recorre los pisos, se interna en el espacio. Un espacio estatal indigente, precarizado, perverso. Lo indigente (que es también profundamente aquello que no se habla, aquello que no se deja escribir) manifiesta su insistencia como frontera, la de la noche polisémica, la de la enfermedad indócil, la del edificio estatal que es el que está en alerta y vigila a los personajes. Un espacio curtido, como esta novela, que genera en el lenguaje esa especie de incendio de un adjetivo, una combustión de planta permanente entre las palabras: novela curtida, en el extremo opuesto de una novela de iniciación, y en la resignifcación de una tradición masculina, por lo tanto, heteronormativa, de las ficciones sobre el trabajo.

Mariana Komiseroff trabaja la violencia desde el centro de la ley, y lo hace incorporando el cuerpo de la escritura, que es el cuerpo en sí mismo. ¿Qué ley tiene un cuerpo? ¿Qué régimen estatal? Escribe Monique Vittig: la heterosexualidad es un régimen político que se basa en la sumisión y en la apropiación de las mujeres. El trabajo, entonces, en las ficciones previas que esta novela interpela, se revierte para volverse espejo de violencia sobre cuerpos fuera de ese régimen político, sin subrayados innecesarios, al pulso de la pura narración, que elabora entonces una comarca de deseo en torno a la que se forma, como una perla tortuosa, la escritura, la literatura. Esa comarca larvada de deseo y de sexualidad construye un adentro y un afuera, con recorridos que van desde el departamento de Jorge, varón trans, hasta la Plaza de los Dos Congresos el día de la legalización del aborto en Argentina. La mirada de la narradora viene del dolor: nunca es ingenua, tampoco es melodramática, no establece jerarquías. La noche nos envejece más rápido, dice un personaje. El relato, entonces, se vuelve encrespado, artero, con retobe, reacio y desconfiado de las jerarquías de poder, de toda jerarquía de poder.

Mariana Komiseroff, autora de "La enfermedad de la noche"

En el quinto piso, Chavez me preguntó si Jorge o yo teníamos algo. Era difícil de explicar porque no tenía nombre ni reglas y para mis compañeros el mundo terminaba en las puertas de ese edificio de mil años. Todo giraba en torno al trabajo estatal tan difícil de conseguir y que, por ley de mandato, de agradecimiento al azar o a la vida, debíamos conservar para siempre.

La astucia de la escritura indigente insiste en narrar la enfermedad, tal vez, en la línea de aquello que uno de los biógrafos de Kafka relata: cuando le confirman su diagnóstico de su temprana tuberculosis, escribe en su diario: me di cuenta de que debía ocuparme de mi salud como si fuera una enfermedad. ¿De qué modo se precarizan los sanos que cuidan enfermos? ¿Cómo se atraviesa ese otro régimen, en el de la enfermedad crónica de un ser amado, en la que toda concordancia queda en una zona límbica? ¿De qué trabajan los personajes literarios? ¿Qué obra social tienen? ¿Qué certifica la escritura cuando los papeles que se necesitan son papeles que siempre se deben esperar? ¿La espera, entonces? ¿La espera de una concordancia que no se produce?

Traté de generar paciencia y esperé, pero solo me dilató la tristeza hasta que la bronca acumulada por todos esos tiempos de espera en la obra social, en el registro civil para certificar el domicilio, en el juez de paz para la declaración jurada que dice que soy la tutora legal de mi hermano, en el organismo de discapacidad para que le extendieran el certificado, en la obra social para pedir los requisitos, en la obra social para llevar los papeles, en la obra social para llevar el papel que se olvidaron de pedirme, en la obra social para pedir turno con el médico, en la obra social para buscar el carné, en la obra social para pedir la medicación, en la obra social para volver a hacer la receta porque la anterior estaba mal hecha, en la farmacia para retirar la insulina […]

La expresión diabetes mellitus, nos dice la voz narradora, tiene un problema de concordancia gramatical. No firma la planilla de asistencia del régimen de la lengua. Tampoco, en el texto, la concordancia se mantiene cuando se nombra a Jorge y se le atribuyen con adjetivos femeninos, de modo que la expansión de la enfermedad alcanza ese escalafón estatal, es decir, estructural, de la frase, y la repetición del recurso lejos de volverlo esperable, retorna como insistencia, otra vez, de un modo profundamente anarquista (anarco, se escribiría en esta novela) de concebir ¿la vida? ¿la identidad de género? ¿la noche? ¿la enfermedad? ¿el trabajo?

Soy planta permanente, dice la narradora. La secuencia lexicalizada, cristalizada en piedra, se nos arroja, cómplice ella también del asesinato de la primera línea, para que cada certera golpiza nos alcance, del modo singular, en la forma de intemperie, que dice Barthes: nunca nadie sabe hasta qué punto puede ser alcanzado.

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