Un viaje a las entrañas del arte en Estambul, una de las polis más antiguas del mundo, condensa con intensidad inusitada lo más moderno con lo milenario. Es un mix hipnótico y vital que comenzó con la la feria Contemporary Istanbul Bloom (CI Bloom), que incluye más de 400 piezas de 266 artistas de las más consagradas galerías de arte contemporáneo turcas. Este año el impacto ha sido muy positivo y alentador, y ya se prepara para su edición internacional, que abre al público el 28 de septiembre.
Con parsimonia, un gato pasea por las galerías de CI Bloom. Juega con unos cables que cuelgan del zócalo, en pleno montaje. Con paso sutil, disfruta metiéndose en una obra. No tiene temor: se mueve con la seguridad de quien se sabe respetado. Cientos de miles de gatos que llegaron en barcos de carga hace siglos copan la ciudad y dejan su herencia imborrable. Hoy viven en las calles y la gente los cuida y alimenta. Al pasear, uno se encuentra con hermosos felinos que se acercan, serenos –sin el temor que invade a los de las calles porteñas— a demandar caricias. Muchos turistas se toman selfies con ellos.
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Gli (significa unión de amor) fue una de las gatas más famosas de Turquía que vivió en la imponente mezquita de Santa Sofía. Acariciada por Barak Obama durante su visita a Estambul en 2009, su presencia se convirtió en un atractivo más. Y hasta llegó a tener su propia cuenta en Instagram cuando se la abrió una guía turística.
Estambul late con fuerza de noche y uno puede comprar hasta pasada la una de la mañana, y los fines de semana hasta mucho más tarde, desde ropa, zapatos y carteras hasta perfumes, baklava (uno de los dulces más populares de la gastronomía otomana, hecho con pasta de pistachos, avellanas, almendras o nueces trituradas, masa filo y baño de almíbar) y singular turkish delight (con dátiles, pistachos, avellanas o nueces troceados y unidos con un gel de almidón y azúcar). A tal punto llega el furor por estos dulces que hay incontables negocios que venden exclusivamente baklava y turkish delight de cientos de sabores. En la madrugada, entre la multitud que pasea por la peatonal Istiklal, uno siente que no hay límites.
Algunos gatos descansan en la entrada de restaurantes, que en Turquía conjugan música, fotografías y una cantidad de platos interminables cuyos sabores hipnotizan. Incluso para los más remilgados a la hora de comer, aquí todo se siente deliciosamente diferente: una explosión de sabores y texturas nunca antes vista.
Hasta en las calles se preparan algunas comidas deliciosas. Vi a unos hombres ajustando los últimos detalles de un queso especiado: volcaban en la alcantarilla un líquido que parecía suero. Convidaron un trozo. Esa práctica de dar a probar distintas comidas, baklava, quesos, frutos, y tazas de exquisitos tés cuando uno va a comprar o pasa por un sitio que vende alimentos –o simplemente como cortesía— es habitual: el gesto de compartir deviene don natural.
Con destreza de felino, es posible subir las escalinatas del mirador de la Torre de Gálata, una de las torres más antiguas del mundo y la más alta de la ciudad. Construida por el emperador bizantino Anastasio, durante el período Otomano fue cárcel y torre de vigilancia.
Esta torre de ensueños en la que uno no se cansa de mirar es protagonista de Panorama de Constantinopla (1818), de Pierre Prévost, pintor artífice de vistas impactantes. El lienzo en el que se divisa la entonces capital otomana desde lo alto se conserva en el Museo del Louvre, en París.
En esta milenaria estructura es posible tener una imagen de 360 grados de la ciudad. La pupila extasiada parece ver y contener absolutamente todo: desde allí se divisa el Bósforo, el Cuerno de Oro, el Mar de Mármara, la península histórica y el barrio de Beyoğlu, donde se encuentra la torre. Imposible no pensar en ese núcleo borgeano donde convergen todos los puntos del universo. Pareciera que es posible ver todo el universo simultáneamente.
Esa sensación absolutamente novedosa que golpea el cuerpo, y donde la inmensidad parece tangible, se potencia aún más en la Mezquita Azul. Da la impresión de estar en un sitio infinito que contiene todos los colores imaginables y todas las luces –hasta las más sutiles para el ojo humano—.
Construida en el siglo XVII durante el reinado del sultán Ahmet I de tamaño imponente, la mezquita es conocida por sus seis minaretes (torres) y sus 21 mil azulejos de cerámica, en los que prevalece un azul fulgurante, que le dan su nombre. Descalza sobre la alfombra mullida, experimenté una emoción tan intensa –de esas que nos dejan contra las cuerdas y nos hacen derramar lágrimas inesperadamente—, similar a la que tuve muy joven al ver por primera vez el David.
Enfrentada a la Mezquita Azul, el otro gran símbolo de Estambul es Santa Sofía, el tercer templo reconstruido en el lugar desde el 360 dC. con el mismo nombre. Con elementos cristianos e islámicos superpuestos, representa una síntesis de la historia de la ciudad.
Para entrar en las mezquitas, las mujeres deben cubrirse la cabeza. Puede ser con un pañuelo, una capucha –como lo hice yo— o un gorro, y todos deben quitarse los zapatos y dejarlos en cientos de estantes antes de ingresar. Los hombres musulmanes lavan sus pies en unos baños a la intemperie; las mujeres en otro sitio. En la Mezquita de Santa Sofía, un joven, que lleva una remera con la imagen de Messi en su espalda, se higieniza largo rato. El tiempo parece detenido.
Las dimensiones descomunales y la belleza de ambas construcciones dejan sin aliento. Esa sensación de inmensidad, de estar en un sitio capaz de contener todo lo imaginable –en términos religiosos, espirituales o materiales— se acrecenta por la magnificencia de la arquitectura: la escala abismal empequeñece al hombre. Y uno no puede dejar de cuestionarse quién es el sujeto que habita este sitio hoy.
Un dato ilustra esta monumentalidad: símbolo de poder, el Palacio de Topkapı tiene una superficie de 700 mil metros cuadrados, rodeados por una muralla bizantina. Simboliza el poder que alcanzó Constantinopla como sede del Imperio Otomano. Es un entramado complejo de edificios –si uno no está atento, puede desorientarse— unidos por jardines y terrazas con vistas fabulosas. Construido entre 1460 y 1478 por orden del sultán Mehmed II, el palacio fue el hogar de los sultanes otomanos durante casi cuatro siglos. Declarado patrimonio de la humanidad, atrae a más de 3 millones de personas por año.
Aquí se puede ver la colección de armas y armaduras, las cocinas del palacio, el vestuario de la familia real otomana y el legendario Harén (donde vivían los sultanes, los miembros de la familia real, incluida la Reina Madre, las esposas del sultán, las concubinas y los hijos menores del sultán, y que llegó a contar con más de 300 habitaciones, dos mezquitas y un hospital). Se exponen también reliquias sagradas del profeta Mahoma, obras de arte y joyas preciosas.
Con una superficie de 45 mil metros cuadrados, casi 4 mil tiendas, 22 puertas de entrada y 60 calles, el Gran Bazar, construido en 1455, es un micromundo donde se puede comprar desde hermosas joyas y bijouterie pasando por lámparas como las de Aladino, baklava y turkish delight de todo tipo, especias, alfombras, ropa, perfumes, carteras, ropa imitación de primeras marcas (en los puestos de la calle) hasta lámparas que son como obras de Gyula Kosice y que está prohibido fotografiar. Cuando le consulto al vendedor el porqué, contesta imperturbable: “Esto no es un estudio fotográfico”.
Hay tés de flores deliciosos y dulcísimos que los vendedores convidan y que uno puede saborear mientras recorre este universo, famoso por su práctica del regateo y visitado por cientos de miles de personas diariamente. En 2022 pasaron por aquí 40 millones de personas.
Los vendedores usan todas las técnicas de seducción: desde alabar la supuesta belleza de la compradora hasta tomarle la mano y besarla. Todo vale. Pero, si la oferta es muy baja, deponen inmediatamente las armas de seducción. Observé que una vez empezado el regateo, una americana ofreció por un colgante un precio que el vendedor consideró insultante, entonces dio por terminada la interacción abruptamente.
En mi caso, preferí no sumarme al regateo: le expliqué al atento vendedor que no era una práctica que conociera ni en la que me sintiera cómoda. Entonces, él solo bajo el precio de mi hermoso colgante con iris azul, que costaba 700 liras y por el que terminé pagando 200.
Seguimos nuestro recorrido por el Estambul moderno e híper contemporáneo. Tu viaje inesperado (con tres esferas que parecen flotar en el espacio) es la obra de arte site-specific encargada por el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Turquía al artista danés Olafur Eliasson, uno de los mayores referentes del arte contemporáneo.
El edificio fue diseñado por Renzo Piano, artífice del Centro Pompidou de París al museo NEMO de Ámsterdam, pasando por el aeropuerto Kansai en Osaka, The Shard en Londres y el Centro Botín en Santander. En la explanada hay una gran escultura de Tony Cregg.
El Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Turquía es el primer proyecto de Piano en esta polis que respira historia a cada paso. La inauguración oficial del museo está prevista para el 20 de junio. Inspirado en las brillantes aguas del Bósforo y sus reflejos de luz, la estructura del museo se hace eco de la historia de un lugar que se utilizó como puerto durante milenios. El edificio evoca barcos de distintos tamaños que viajan de un lado a otro entre Europa y Asia. Con una secuencia de paneles de aluminio en 3D que juegan con la luz del sol, la fachada crea una envoltura iridiscente como escamas de peces.
Ya en nuestro recorrido por Contemporary Istanbul, vemos OLEA (incluye 3 NFTs en formato video y una muestra del aceite de oliva en cuyo interior se encuentra almacenado el código del token Olea en formato ADN), del artista español Solimán López, invitado a exponer en este gran centro de arte contemporáneo por las curadoras Julie Walsh y Esra Ozkän.
Solimán hace tiempo que viene trabajando en Manifiesto Terrícola, un proyecto en el que investiga las relaciones conceptuales entre arte, ciencia, tecnología, biología y sociedad. Indaga en la posibilidad de albergar nuestra memoria digital en ADN dentro del hielo. Este manifiesto tiene otra materialidad: su contenido ha sido traducido a código genético y producido como moléculas de ADN en un laboratorio. Las moléculas se encapsularon en un hidrogel de colágeno para crear una oreja humana bioimpresa.
“La oreja es el objeto e icono de esta obra conceptual y representa todos los valores del proyecto, la escucha a la Tierra, la posibilidad de un transhumanismo a través de la tecnología y una idea revolucionaria”, considera el artista, quien imagina un nuevo sujeto. Y añade: “En la era del fake y la inteligencia artificial empoderada, cualquier historia personal es posible, lo difícil es generar historias colectivas, aquellas que nos cambian y aluden a todos”.
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