Miles de personas circulan por el hall, el auditorio, los museos y la biblioteca de Ithra. Es la noche del último viernes de mayo, la temperatura ha bajado en el exterior a 30 grados. En el complejo cultural de la mayor petrolera del mundo, Saudi Aramco, a las afueras de Dharhan, se celebra la fase final del programa iRead –coordinado por Noura Alzamil y Sami Albatati–, en la que se decide quiénes son los mejores jóvenes lectores de este año del mundo árabe.
Han participado más de 50.000. Han llegado delegaciones desde Egipto, Turquía o Qatar. El evento, que combina las mesas redondas, los recitales y los debates de los estudiantes finalistas, es apadrinado por el gran poeta libanés Adonis. Y este espacio arquitectónico de ciencia ficción, diseñado por el estudio noruego Snøhetta, con su millón de libros, deja claro que Arabia Saudí ha entendido que la lectura es central en la proyección de cualquier sociedad del mundo.
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Aunque Ithra sea una iniciativa privada, es imposible no verla en el contexto de la relativa apertura que el gobierno saudí ha impulsado en los últimos años. Y su voluntad de cultivar el soft power cultural en esta nueva etapa de su historia política. Al principio del mismo mes, tuvo lugar en Yeda el encuentro anual de la Liga Árabe, que dejó clara la intención de Arabia Saudita de ser líder regional. Y este 2023 se ha celebrado también la Bienal de Artes Islámicas en Jeddah, una ciudad asediada por el desierto.
En la actual Bienal de Venecia de Arquitectura, el estudio OMA, dirigido por Rem Koolhas, ha presentado los próximos hitos culturales de Qatar, el país vecino: museos y escuelas, todos ellos diseñados por firmas de prestigio global. Pero ya hace tiempo que el pequeño estado arábigo es una potencia cultural en la región, con iconos de repercusión más allá de sus fronteras. La Biblioteca Nacional, del mismo arquitecto, abrió sus puertas en 2018. Y la sede principal del conglomerado de medios Al Jazeera se encuentra en su capital, Doha.
A través de la cultura y la comunicación, gracias a presupuestos muy superiores a los de nuestros países por los yacimientos de petróleo, esas monarquías absolutistas parecen vivir un momento muy parecido al que recorrió Europa durante el siglo XVIII: el despotismo ilustrado. Después de las primaveras árabes de principios de la década pasada, empezaron a desarrollar proyectos de museos y bibliotecas, tal vez con la conciencia de que el desarrollo económico puede neutralizar el descontento social, y con la certeza de que el crecimiento de la economía es imposible sin la educación.
La comprensión lectora, una de las obsesiones de las políticas educativas de nuestra época, se puede estimular con espacios librocéntricos. Pero esa inyección de capital en la política cultural y educativa mira también hacia el exterior, en una estrategia de poder blando con varios ecos en la geopolítica simbólica internacional. Por eso no es extraño que países tan distintos como Corea del Sur o China también estén apostando por las bibliotecas y los museos de última generación.
Es algo que, extrañamente, comparten en el siglo XXI los regímenes autoritarios con las democracias más avanzadas: la fe en la importancia de unas arquitecturas que son al mismo tiempo archivos culturales, narrativas que dan identidad ciudadana, posibles atracciones turísticas, ámbitos del encuentro social, espacios tanto para la lectura y el estudio en silencio como para la oralidad y las artes escénicas, instituciones transdisciplinares, intergeneracionales y acogedoras.
“Hemos de afianzar la fe en la cultura, asumir la misión y ser emprendedores y prometedores, para esforzarnos conjuntamente por la creación de una nueva cultura perteneciente a nuestra era y por la construcción de una civilización china moderna”, declaró Xi Jinping, secretario general del Comité Central del Partido Comunista de China el pasado 1 de junio.
Lo que no dijo es que esa construcción está siendo llevada parcialmente a cabo por firmas occidentales, que siempre trabajan con un socio local. Así, los holandeses MVRDV firman el proyecto de la nueva y espectacular biblioteca de Wuhan, en colaboración con el estudio UAD de Hangzhou. En los últimos cinco años se han inaugurado centenares de librerías y bibliotecas en el gigante asiático. Y más de 5.000 museos. Pero ese nuevo edificio en Wuhan es particularmente significativo, pues tratará de eclipsar otro espacio de la ciudad: el mercado donde muy probablemente se originó la pandemia de covid-19.
MVRDV también llevó a cabo la Biblioteca Tianjin Binhai, con su famoso auditorio esférico, sus estanterías en cascada y sus casi 35.000 metros cuadrados. Como la futura biblioteca de Wuhan o la de Ithra, aúna cultura, educación, tecnología, ciencia y fotogenia.
Hasta la fecha, la gran mayoría de las que han ganado el premio de la Federación Internacional de Bibliotecarios y Bibliotecas a la mejor biblioteca pública son nórdicas. Sólo una estadounidense y otra australiana han conseguido el galardón. Pero entre las finalistas de este año no hay ninguna americana ni del norte de Europa: son la Janez Vajkard Valvasor de Eslovenia, la Gabriel García Márquez de Barcelona, la City of Parramatta, Australia, y la Shanghai Library East de China (del estudio danés Schmidt Hammer Lassen).
Incluso en países sin libertad de expresión, las bibliotecas y los museos poseen potencial democrático, porque son esencialmente críticas. Las grandes empresas y los gobiernos con recursos económicos los construyen en clave aspiracional: por su prestigio transversal, por su valor positivo, por el nuevo juego del branding de ciudades y países en el contexto de la globalización, por su capacidad de generar calidad en la lectura. Y creen que pueden controlar la información, el discurso, el corpus. Pero en el centro de un espacio cultural bien nutrido hay una zona que no puede ser controlada, una zona en la que alguien se encuentra con un texto o con un dato. Entonces, se da la comunicación directa entre un cerebro y una idea. Y nunca sabes cuáles van a ser las consecuencias.
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