En esta entrevista, Fabián Soberón habla del libro Edgardo H. Berg, sobre las ramificaciones y las extensiones temáticas y temporales de los cuentos. El autor, profesor de Teoría y Estética del Cine, de Comunicación y Producción audiovisual y Crítica de cine en la Universidad Nacional de Tucumán, escritor, crítico y director de películas, reflexiona sobre la función del narrador, sobre la relación del arte con la realidad, sobre política y entrelaza los géneros, el cine y la literatura.
–Yo me quería sumar al carro de todos los que te preguntaron algo a partir de una frase en la inscripción del libro. Esa frase es “la verdad lo pudre todo”. En ese sentido, ¿cuál es el negocio que planteás con la realidad a la hora de escribir tus relatos?
–A mí me interesa en particular la generación de una confusión deliberada. Todo aquel que ve una película, lee un libro, mira una pintura o incluso escucha una música, sospecha o supone que puede tener la realidad como fuente. Si nosotros partimos de ese supuesto como lectores o como espectadores esto es una especie de contrato básico. Lo que me interesa es subvertir las pautas del contrato. Es decir, ¿cómo pueden ser leídas las ficciones si sospechamos que son crónicas? O, a la inversa, si nosotros creemos que ese relato está basado en hechos reales, ¿qué sucede si le inyectamos una dosis de ficción para subvertir el contrato tácito? Y ese punto de partida es el que me lleva a escribir cuentos como los cuentos de Edgardo H. Berg o libros como los que estoy escribiendo ahora.
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–Y siguiendo esta idea de la subversión de la crónica y de la ficción, ¿qué negocio planteás sobre la literatura de género? ¿Cómo la subvertís a la hora de inyectar ficción en la realidad?
–Los géneros son herramientas en mi producción. Soy un lector asiduo de policiales, de ciencia ficción, o de lo que Cabrera Infante llama ciencia fusión, que me parece un concepto más abierto y más profundo. Cuando los leo me entretienen y me divierten. Ahora bien, eso me sucede como lector, como espectador, como alguien que disfruta de la experiencia de acercarse a esos géneros. Luego me parece que mi relación cambia cuando voy a escribir porque ahí no siento el mandato de seguir las características específicas de los géneros. En realidad, tomo de ellos, del policial, de la ciencia fusión o de otros, lo que me interesa o lo que me parece importante tomar para un cuento, para una novela o para un guión. Escribo sin seguir el mandato del género o los géneros, no cumplo con las pautas que caracterizan al policial o a la ciencia fusión. Yo no pienso en términos de género sino que, como yo los he leído y los leo, los pienso como herramientas.
–¿Apropiación y uso, como diría Piglia?
–Exacto, y así me respondió en una entrevista que le hice.
–En relación a la apropiación y uso, ¿partís de un conocimiento muy profundo sobre los géneros o desde el deseo mismo de subvertirlo?
–Como le habrá pasado a Cervantes, salvando todas las diferencias y las distancias, enormes distancias temporales e intelectuales. Creo que para poder subvertir un género, un formato o un estilo, se necesita conocerlo en profundidad. Cervantes conocía profundamente las novelas de caballería, no era alguien que tocaba de oído, evidentemente había leído y entendía las características de esas novelas.
Pero también hay una relación de tensión. Quiero destacar que no es lo mismo subvertir los géneros porque uno los rechaza, a subvertirlos porque uno siente fascinación por ellos. Se produce una tensión entre la fascinación por el policial negro o la ciencia ficción y la posibilidad de subvertirlos; yo trabajo en la tensión entre la fascinación y el deseo de trastoque o de subversión del género; en ese trabajo de escritura se produce un desplazamiento, una salida del género. Pero no es deliberado en todos los casos. Aunque hace rato dije que mi escritura procura una subversión deliberada, un trastoque deliberado, sospecho que eso se produce en algunos casos y en otros eso sucede de manera totalmente inconsciente. ¿Quién puede decir que controla todo lo que está creando?
–Noté en tus trabajos en general y en Edgardo H. Berg en particular cierta tarea con las oraciones. Un armado medido, puntual, corto ¿De dónde proviene esa forma de escribir?
–A la hora de mencionar maestros o autores que son referencias para mí la lista es casi infinita y creo que he tomado algo de muchos escritores y cineastas. Ahora bien, me parece que no sólo un autor es aquel que se hace a partir de sus lecturas sino también de cómo lucha con esas lecturas, es decir, cómo hace para matar al padre.
Un autor que yo leía mucho cuando tenía veinte años era Borges, y el problema que tiene, que lo dicen todos aquellos que lo han leído y lo han admirado como yo, es que uno casi no puede salir de él, como si él mismo fuera un laberinto. Evidentemente, la huella de Borges está; no quiero ni me interesa negarla, pero la dificultad radica entonces en cómo hacés para no imitarlo. El problema no es entrar sino salir de Borges.
Yo diría que para escribir como escribo en este momento tuve que escapar y no convertirme en un prodigioso mono, como diría el propio Borges, y creo que he podido hacerlo. Ese necesario escape implicó romper con ciertas marcas de la escritura borgesiana y también pasar por otras lecturas que me ayudaron a romperla. Era tan potente la influencia de Borges en la construcción de la oración que necesité ayuda, de alguna manera, para poder salir.
Y me parece que haber escapado, espero, indemne, implica una victoria y creo que esa manera de construir las oraciones tiene un poco que ver con la huida de la prosa de Borges. O sea que podría decir que mi prosa es el resultado de un conflicto constante con la influencia de Borges.
–Estar en conflicto constante para no volver.
–Exacto, no volver. Quizá cuando me haga anciano vuelva y acepte que soy un prodigioso mono.
–Volviendo a Rodolfo Walsh, ¿qué relación tenés con la crónica periodística?
–Hubo un momento particular que me fascinó la estructura de la no ficción porque yo había escrito una serie de libros, además de los que no están publicados, que de alguna manera tomaban como núcleo, temas, problemas, personajes y asuntos que se desvinculaban de la realidad cotidiana, como en Vidas breves o en El instante. En ese entonces yo venía trabajando en una línea que estaba vinculada con el universo de Borges y de Marcel Schwob, un esteticismo controlado, preciso. Como diría Piglia, seguía el sistema de la hipercorrección burguesa.
En ese marco me encontré con la crónica como un género que de alguna manera desactivaba dicho sistema. Esa desactivación me gustó mucho porque me dejaba huérfano ya que no tenía que ajustarme al sistema esteticista. Y la orfandad me obligaba a relacionarme con formas que tenían que ver con la no ficción y a explorar un relato en oposición a lo que venía trabajando, un relato cuyo mandato principal era lo más inmediato de la cotidianeidad.
Empecé a pensar que se podía hacer literatura (como ya lo habían hecho muchas personas) a partir de la demanda de la realidad, pero siempre manteniéndome alerta en la construcción de la frase. Sin embargo, era distinta la alerta porque ya no era, de alguna manera, la poesía como género la que comandaba o dirigía mi proyecto estético, sino que era la realidad. Se podría decir que la frase (la construcción de la frase) forma parte de una articulación en la que existe un gozne que une una cosa con otra. De un lado del gozne está la poesía y del otro lado está la realidad. En los primeros libros la frase estaba dirigida por la poesía y la realidad no importaba. Del otro lado del gozne estaba la realidad, que es la que ordena la crónica o el texto de no ficción. De esta manera, al escribir crónicas, en mi caso, la frase oscilaba entre la demanda de la poesía y la demanda de la realidad. Según este esquema, en la escritura de la crónica lo que más tensionaba era la realidad.
Es interesante cómo se genera el cambio formal en relación con las demandas, que es básicamente también la tensión existente entre la ficción y el documental y que tiene que ver un poco con esto, que la ficción demanda una cantidad de poder sobre la puesta en escena que en teoría no tiene el documental. Es algo que se puede poner en duda y un libro como Edgardo H. Berg lo pone en duda. Por eso es tan descriptiva la inscripción cuando dice “Mi escritura busca impugnar la ficción; mi vocación es hacerla pasar por no ficción”.
–Uno de los temas transversales del libro es su relación intrínseca con el pasado. ¿Qué valor le da el pasado a Edgardo H. Berg y qué valor le otorga el libro al pasado?
–Hay varias cuestiones en la relación entre escritura y pasado. Si me remito a los libros El instante, Vidas breves, y a otros libros inéditos, ahí claramente la escritura está trabajando con ese pasado que en algunos casos es más imaginario que real. En Edgardo H. Berg hay una relación con el pasado, pero esa relación es, en la mayor parte de los cuentos, imaginaria. O sea es un tiempo pretérito que debe tener, debería tener o tiene hebras vinculadas con lo que nosotros llamamos, sin mayores elaboraciones, “realidad”; pero me parece que en la mayor parte de los cuentos el pasado es construido, elaborado, creado. Diría que los textos hacen alusión a mi relación con Edgardo, quien vive en Mar del Plata, es profesor universitario, trabaja en la cátedra de literatura argentina; los cuentos se refieren a mi relación con él y a mi relación con el pasado, pero a partir de ahí hay una construcción claramente desde la imaginación.
Ahora bien, creo que los cuentos se complejizan porque introducen, además de ese pasado deliberadamente imaginario en la trama del personaje de Edgardo H. Berg, fogonazos y relaciones con pasados paralelos en tiempos distintos de la historia argentina, latinoamericana y mundial. Por ejemplo, la visita de Ortega y Gasset a Tucumán efectivamente pasó, y, tal cual uno lee cuando investiga, el filósofo Rougés lo recibió y dio un discurso. Esa referencia es una que podríamos llamar histórica. Ahora bien, este conjunto de citas o referencias al pasado ingresan en un aluvión narrativo, en la banda de Moebius de las tensiones entre la realidad y la ficción, donde el objetivo en la escritura es poner en duda qué de todo aquello a lo que se refiere el libro existió o sucedió tal como dice que sucedió. Es decir que cuando el lector ingresa en ese flujo, en ese río de Heráclito de tensiones y conflictos entre lo que efectivamente ocurrió y lo que no ocurrió, las referencias se pueden perder; en el libro hay una combinación entre el pasado real y el pasado imaginario.
–Y en esta idea de crear un pasado y mezclarlo con un pasado “real” me parece que hay una reflexión muy importante sobre el valor de la memoria. Me gustaría que profundices un poco más en estas reflexiones.
–Yo creo que habría que pensar en varios tipos de memorias: la individual, la colectiva, la familiar, las memorias generacionales, si es que estas memorias existen. Creo que entre una generación y otra, y entre un tiempo y otro, hay cuestiones que se pierden porque el olvido es más poderoso que la memoria. La memoria siempre lucha como un caballero inexistente, al modo de Calvino, y sale perdiendo. Entonces, si lo pensamos en términos de mandato, es decir, el hecho de recuperar un pasado para que las generaciones que siguen sepan la existencia de determinado fenómeno, yo creo que la ficción no debería tener ningún mandato. Ese elemento del esteticismo que aún pervive en mí, en esta idea de que la ficción no tiene esa función de recuperar una memoria social, aún pervive.
Ahora bien, me parece que a veces cuando un escritor no se propone seguir un mandato, en algunas ocasiones puede tener la función aunque no la haya buscado de manera deliberada o intencional. ¿Qué quiero decir con esto? Si alguien lee Respiración Artificial de Piglia hoy y, a través del libro, se interesa por las discusiones entre Sarmiento y Alberdi o entre Rosas y Sarmiento en el siglo XIX, la novela funciona como una memoria no intencional de esos pasados, y si un lector un poco más activo recupera esos hechos a través de la lectura de esos libros a los que remite Piglia, entonces la recuperación de los pasados se convierte en una memoria no intencionada. Si tal cosa sucede, quizá Edgardo H. Berg sea un libro que funcione de forma similar. Es decir, yo no lo escribí pensando que tenía la obligación o el mandato de recuperar determinados pasados, ese es el trabajo de los historiadores.
Yo creo que la ficción (y es ahí donde reaparece la frase de la inscripción) no tiene ninguna obligación con la verdad, lo que no implica que no tenga una relación en su totalidad. Quizá la verdad aparezca pero no intencionalmente; no es el objetivo último de la ficción decir la verdad. Me parece que justamente cuando un autor de ficción tiene la pretensión única de que su libro diga la verdad sobre algún fragmento de la realidad, comete un error, y probablemente su libro se arruina si sigue ese mandato. Otra cosa es que después el problema de la verdad aparezca, nadie va a discutir sobre eso, pero creo que la ficción no tiene la obligación de poner como objetivo último decir la verdad o reivindicar la verdad. Luego, cada uno hace lo que quiere y lo que puede con lo que lee o con lo que mira, y cada uno encuentra lo que puede o lo que quiere en las películas que ve.
En ese sentido, el trabajo del libro Edgardo H. Berg con la memoria no es intencional. Yo no tuve la intención de que se recordara la llegada de Ortega a Tucumán para que alguien se entere de esa visita; en todo caso, si eso sucede y si un lector se interesa por eso está muy bien, pero es sólo un efecto de la lectura. Aún así me parecía que en los cuentos hay ciertos momentos históricos y ciertos temas que se repiten, y me parecía que el resultado de eso era una lectura crítica y una recuperación de ciertos momentos de la historia, por ejemplo, sobre los militares, el peronismo, la historia argentina del siglo XIX.
–Mientras te escuchaba pensaba que esto puede responder a las taras de un autor, a sus manías ¿Cuánto de eso que sucede en los cuentos que están trabajados en relación con el pasado?
–La pregunta que yo me hago a partir de eso es, ¿no será que también tendrá que ver con una tara y a otras personas, autores, cineastas, pintores, la época los atraviesa de otra manera y entonces recuperan otros fragmentos de su pasado? Ante esta pregunta aparece algo que no tiene una única respuesta; ahí hay algo misterioso. Claramente, la literatura tiene que ver con algo misterioso, hay algo que no puedo controlar, que no sé cómo definir.
–Otra reflexión que tuve de la respuesta anterior es, ¿te parece más importante, en ese sentido, en la escritura en general y de la ficción en particular, el compromiso de los autores con el lenguaje y con las formas y no necesariamente con terceros, como la historia, los sujetos?
–He pensado sobre este asunto. A los veinte años yo te hubiera contestado que efectivamente no me importaba el contenido de la historia, me importaban sobre todo las formas, los procedimientos, las herramientas, etc. Pero después de haber escrito algunos libros, me doy cuenta de que hay ciertos temas y asuntos que se repiten; aunque yo quiera hacer de cuenta de que los temas no importan, claramente hay algunos que me convocan más que otros.
Entonces, si hay temas, problemas, historias, conflictos, enfrentamientos entre personajes, y cuestiones del pasado y del presente que me interesan más que otros, inevitablemente no podría decir que sólo me importan las formas, los procedimientos o las construcciones. Sí, eso es lo más importante, creo yo, pero hay ciertas cuestiones que me interesan más que otras. Y cuando voy a investigar para escribir un cuento, una novela, quiero decir que cuando me pongo a leer con el interés de interpretar ciertos hallazgos de Philip Dick o cómo hizo Shakespeare para resolver un conflicto dramático es porque esos temas me interesan más que otros.
–En un cuento del libro nombrás a Borges y le conferís una “Estrategia del despiste”. Da la sensación de que estabas hablando de tus propios cuentos ¿La estructuración de algunos de los relatos de Edgardo H. Berg partió de esta idea de despistar a los lectores?
–Claramente el despiste es algo que me encanta. Es algo que hago mucho en mi vida cotidiana, también cuando hablo con mi familia, por ejemplo. Ellos te podrían decir que a veces en las bromas, en los almuerzos, aparece siempre esta idea de despistar, de generar un desvío, una bifurcación. Claramente es algo que me interesa trabajar en la ficción, desde la idea del falso-documental hasta la hiperficcionalización como le llamo yo al libro Edgardo H Berg. ¿Por qué hiperficcionalización? Porque son capas de ficción que se superponen hasta formar una especie de colchón donde hay tantos niveles de ficción que ya no se sabe dónde está la realidad. Y en ese sentido mi modelo es Don Quijote.
Don Quijote, que hace alusión al propio Don Quijote, es lo mejor que pudo sucederle a la ficción, donde en realidad pareciera que nos perdemos en una especie de laberinto de ficción. Y eso, a mí, al contrario de lo que le sucede a algunos lectores y escritores o cineastas que les produce angustia, porque me han dicho que eso les produce angustia, a mí me produce fascinación, me parece divertido, incluso.
La idea de que la verdad lo pudre todo tiene que ver con que elimina la posibilidad del placer y la diversión. Finalmente, la ficción, el cine, incluso el cine de Tarkovski, digo incluso porque parece que es un cine solemne que está lejos de esta idea, a mí me produce diversión, como me producía diversión Borges cuando lo leía a los veinte años. Si alguien escuchaba que me reía a carcajadas no entendía por qué me reía. Entonces, la cuestión es qué entendemos por diversión, qué divierte a cada una de las personas; a algunos les divierten los chistes de humor negro, a otros Borges y a otros Shakespeare o Tarkovski.
–¿Escribir estos cuentos en particular, y también en general, es una experiencia lúdica para vos?
–Yo creo que escribo principalmente para divertirme. Esto ya lo han dicho otros autores; en mi caso la escritura se convierte en una continuación de la lectura. Si a mí me divierte leer busco que mi escritura sea una continuación de la lectura. Ahora bien, luego, cuando empieza el armado y la estructuración de los textos, ahí hay algo trabajoso que tiene que ver con las manías. O, para decirlo de una manera más psicoanalítica, con el espíritu obsesivo; inevitablemente, uno tiene que organizarse.
A mí me divierte el desorden, el caos, las relaciones intempestivas, los vínculos que parecen que no existen, las relaciones entre una película y otra que parece que no tienen ninguna relación, eso me fascina. Entonces, desde ahí escribo; luego, cuando tengo que armar los cuentos, necesariamente debo darles un orden, porque claramente la literatura produce un orden falso, un orden que no existe en la realidad. Cómo hacer para crear verosimilitud implica pensar en cómo organizar para que parezca que estamos leyendo la realidad y si además eso está atravesado por sucesivas capas de ficcionalización, el trabajo se complejiza. Se vuelve como un juego para el lector armar un camino que le permita separar lo que es real de lo que no y de entre todo lo que queda qué me quiere decir Fabián con esto.
–Hay un personaje que se repite mucho a lo largo de tus libros, Arturo Serna ¿Quién es?
–Arturo Serna es un heterónimo, es decir, es un autor inventado. Esta invención responde a un gesto de imitación de lo que hace Fernando Pessoa, quien creó sucesivos heterónimos. Yo quise hacer lo mismo y cuando me propuse escribir el prólogo de Vidas breves, un día del año 2007, nació Arturo Serna para que dijera algo en contra de lo que yo había escrito. Entonces, diría que Serna surgió como un oponente, que luego se incorporó a algunos cuentos; pero el propio Arturo hizo su recorrido, en el sentido de que yo seguí escribiendo bajo ese ropaje buscando ser otro.
Yo diría que en realidad no hay amistad con Serna, hay disputa. Si en algún momento parece que es una amistad, no lo es, pudo haber habido alguna aproximación, algún acercamiento, pero nunca hubo una verdadera amistad. En todo caso, eso espero, quise que en el libro Edgardo H. Berg Arturo apareciera como alguien que es más un amigo de Edgardo que mío. Y eso se mantiene hasta hoy. Diría que si se produjera una verdadera amistad o un acercamiento real con mis heterónimos, estos desaparecerían, dejarían de ser unos otros para convertirse en mí mismo.
–En el cuento “Arturo Serna por Berg” hay una descripción dada por Berg sobre el padre de Arturo y dice que es “Un romántico que no ha podido escapar de la enfermedad de la juventud argentina”, haciendo referencia a la precoz militancia política.
–Ahí aparece una marca de mi relación de oposición a Arturo Serna, porque él es un escéptico extremo, militante, radical, y tiene una mirada antiperonista o gorila, como diría un peronista. Y por eso hace esa referencia en el cuento a la enfermedad de la juventud, porque entiende que alguna vez Serna fue peronista pero dejó de serlo, lo que implicó dejar de estar enfermo. Yo no tengo esa mirada sobre el peronismo, no soy antiperonista y eso me separa de Serna.
Por supuesto, tengo una mirada crítica pero no me considero un antiperonista. Ahí busco marcar una diferencia contundente con Serna, porque él deliberadamente es antiperonista e incluso en textos que se publicaron en Viceversa Magazine él ataca, como si fuera un caballero existente, con su daga, con su espada, con todo lo que tiene, al peronismo. Incluso escribió una columna sobre la música y el peronismo muy dura, y yo no pienso eso. Yo no tengo esa relación con el peronismo.
–Y en relación a la postura crítica que planteás, ¿por qué pensás que prolifera una militancia tan precoz y qué relación crees que tenga eso con la construcción crítica del pasado?
–En este país, cuando uno tiene entre 18 y 30 años, y puedo hablar de eso desde mi propia experiencia sin tratar de elaborar categorías generales, la militancia política es un fenómeno más pregnante a esa edad. Esa fue mi experiencia y la de algunas personas. Sobre todo la adhesión fervorosa y casi ciega, o ciega, a ciertas ideas políticas. Y me parece que a partir de esas experiencias construí el personaje de Serna o esta idea de que tiene una adhesión enfermiza de juventud.
Me parece que esa es una experiencia que tuvieron y tienen algunas personas en este país y que luego, si bien es cierto que no podría hablar de enfermedad como habla Serna porque no creo que lo sea, es un fervor de la vida juvenil que luego se atenúa. Pero hay algunas personas en las que eso no disminuye, como Rodolfo Walsh, quien fue asesinado y desaparecido en la dictadura; no creo que él haya atenuado su militancia. Tampoco creo que esta sea una experiencia que deba ser común ni tomada como paradigmática, solamente es una lectura de algunos sucesos que viví y que les ocurrieron a algunas personas que conocí a esa edad.
–Para terminar quería hacer una pregunta más ligera. ¿La sociedad de los escépticos es una referencia a la sociedad secreta de Ojos bien cerrados (1999) de Stanley Kubrick?
–A decir verdad, no es una referencia, sino que surgió a partir de una idea que leí en un libro de Mario Bunge, me refiero a su libro Memorias. Bunge hace una referencia precisa a la idea de formar una sociedad de escépticos, sociedad que efectivamente existió y que luego desapareció. A partir de la lectura del libro de Bunge es que a mí me pareció que podría existir esa sociedad de escépticos como una especie de lucha en contra de la mirada neoconservadora o ultraconservadora que hay en el presente. Quise plantear que hay dos bandos que se enfrentan en la ficción, y quizás en la realidad.
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