“El caballo como emblema de la velocidad, incluso mental, marca toda la historia de la literatura, preanunciando toda la problemática propia de nuestro horizonte tecnológico”, afirma Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio. Lo que le interesa no es la velocidad física, sino su relación con la mental. Y cómo el estilo literario es capaz de reflejarlas.
Succession ha logrado, en sus cuatro extraordinarias temporadas, no sólo representar en los diálogos y la identidad visual y musical el movimiento de los cuerpos y las mentes de los personajes, sino también el de su moral. Sus itinerarios dibujan el perfil de las curvas cambiantes de una montaña rusa impulsada por los traumas y por el dinero: la savia, “el oxígeno de esta maravillosa civilización que construimos desde el barro”, como dice Ken ante el féretro de su padre.
La serie de Jesse Armstrong para HBO ha construido un imaginario de la circulación del capital y de los afectos a través del movimiento constante de sus personajes, sobre todo en cuatro tipos de medios de transporte: el vehículo blindado, el barco, el helicóptero y el avión privado. Cuatro tecnologías del privilegio.
La muerte de Logan Roy, el patriarca, que sabiamente ocurre al principio de la temporada final, dejando vía libre al desarrollo del tema que se anunció en el capítulo piloto, el de la sucesión monárquica, la coronación del nuevo rey, ocurre en pleno vuelo oceánico. El último momento feliz que, previsiblemente, compartirán los hermanos Roy tiene lugar en la casa de su madre en las islas Barbados, donde llegan también en un jet propio.
Ficción conversacional y tragicómica, esas traslaciones geográficas, de fiestas delirantes en Nueva York o un castillo francés a un balneario imposible en lo alto de una montaña del norte de Noruega, reflejan la inquietud, si no la zozobra (esa palabra con zetas que son zigzags) existencial de sus protagonistas. Personas desposeídas pese a sus incontables posesiones, con tantas residencias que no poseen hogar.
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Jesse Armstrong escribió en 2010 un guión sobre la familia Murdoch que no fue nunca producido. Al año siguiente sí estrenó “The Entire History of You”, el tercer y uno de los mejores capítulos de Black Mirror, en el que la tecnología que permite grabar todo lo que vives y revisar, por tanto, tus recuerdos, es examinada en el contexto de la pareja y los celos. Y en 2012 co-escribió, con Armando Iannucci, otro final de temporada, el de la primera de Veep: “Tears”. Esos tres proyectos –la familia de magnates de los medios, la reescritura de la memoria íntima y la disección rabiosa de la política de altísimo nivel–, en el conjunto de una trayectoria consagrada sobre todo a la comedia y a la sátira, han encontrado su realización máxima en Succession.
El destino de la familia Roy se puede leer en clave de declinaciones shakesperianas. La serie empieza como una versión libre El rey Lear, nos hace creer que Kendall es el héroe trágico de Hamlet, y culmina con una variación de Macbeth: triunfa el matrimonio de la violenta ambición.
Si tuviera que escoger una única escena de la temporada final sería, precisamente, una conversación entre Shiv y Tom, que mantienen en el capítulo 6 de la temporada final. Están recomponiendo la relación, después de una ruptura catalizada por la traición del marido, que prefirió apoyar al suegro en vez de a su esposa, en un cálculo desautorizado por la biología. El diálogo, ambos en pie, es magnífico. Pero el auténtico significado está en la cara de la actriz Sarah Ruth Snook, que cambia brutalmente de expresión tres veces durante unos pocos segundos, matizando, desmintiendo o amplificando las pocas sílabas que ha pronunciado. Después, en la cama, él le confiesa que su deseo, su amor, la relación entera siempre ha estado condicionada por el dinero, por el interés, por su acelerado ascenso de clase social. Y le pregunta si le querría igual, si renunciara a todo y viviera en un parque de autocaravanas. Y ella le dice sí, Tom. Y los dos comparten una sarcástica carcajada.
Desde The Sopranos o Deadwood, HBO ha sabido mantener vivo el espíritu Teleshakespeare. Pero entre los diálogos de esas series y los de Succession hay una diferencia radical, es decir, de raíz: la familia Roy habla con un vocabulario propio, configurado en la infancia y la adolescencia de los protagonistas, lleno de sobrentendidos, diminutivos, palabrotas, insultos tan retorcidos como absurdamente cariñosos. Un lenguaje más emocional que semántico. Lo que Natalia Ginzburg –amiga de Calvino– llamó un “léxico familiar”.
Ese lenguaje privado y corporativo, el de quienes han mamado en casa el campo semántico de los abogados y las multinacionales, por momentos críptico, se complementa por la banda sonora, que dibuja el cardiograma de la serie y le imprime el ritmo mental que nos ha seducido. La puntuación incluye tanto los primeros planos de ciertos rostros desencajados hasta los planos aéreos de coches y helicópteros, pasando por esa música idiosincrática que surge y se sumerge como un submarino o una ballena.
Aunque el trasfondo dramático remita al teatro isabelino, el conjunto de la serie incide en un tema estrictamente contemporáneo: el cambio de paradigma tecnoeconómico, entre los medios de comunicación tradicionales y los nuevos poderes digitales. Estos son representados por Lukas Matsson, una especie de Daniel Ek o Elon Musk sueco, cuyo personaje es interpretado por Alexander Skarsgård.
En lo que parece un guiño crossmedia, pues el papel más conocido de ese actor es el de vampiro en True Blood, el CEO de GoJo, la gran plataforma tecnológica que aspira a absorber la corporación Waystar Roco de la familia Roy, le envía bolsas de su propia sangre a una subordinada. Pero el gesto trasciende la broma intertextual. También Roman, Tom o Greg envían a través de sus teléfonos móviles contenidos inmorales, abusivos, machistas; Roman: fotos de sus propios genitales.
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La circulación del capital, nos recuerdan esos gestos pornográficos, no es sólo de cuerpos que unen los espacios laborales con los del lujo a través de carísimos vehículos, ni de dinero que fluye por las autopistas bancarias y de los fondos de inversión, también es de mensajes y actitudes, de abusos laborales y personales, de chistes y humillaciones.
El gran logro de Successión ha sido ser capaz de explorar todas esas dimensiones paralelamente. Escribió Leopardi y lo cita Calvino: “La rapidez y la concisión del estilo agradan porque presentan al espíritu una multitud de ideas simultáneas, en sucesión tan rápida que parecen simultáneas, y hacen flotar el espíritu en tal abundancia de pensamientos o de imágenes y sensaciones espirituales, que este no es capaz de abarcarlos todos y cada uno plenamente, o no tiene tiempo de permanecer ocioso y privado de sensaciones”.
Esa ha sido, precisamente, mi experiencia como espectador de la última temporada de la serie, la mejor (si asumo que la memoria traiciona y que han pasado cinco años desde el estreno de la primera). El clímax máximo tal vez se encuentre capítulo 9, “La Iglesia y el Estado”, uno de los mejores de la historia de la televisión.
Siguiendo el esquema clásico del descenso a los infiernos, empieza en las altas esferas, en el estratosférico apartamento de Roman, y acaba con él, arrastrándose por el suelo pavimentado, en plenas protestas ciudadanas durante el ascenso al poder, que él mismo ha propiciado, de un presidente trumpista. Es la única vez que el hijo menor, el más herido de los tres, camina sin escolta por las calles de Nueva York. Y es atropellado por el populacho.
Entre un extremo y otro, el funeral plantea el enfrentamiento final entre Siobhan y Kendall; incluye algunos de los momentos más memorables de la historia miserable de la maternidad; nos regala una escena sobre las viudas, oficiales y oficiosas del difunto; nos muestra la tumba de toda la familia (el futuro de los vivos); retrata la política estadounidense con una acidez que sólo podría firmar un británico (la democracia de Estados Unidos no tiene más de medio siglo, pues no lo fue hasta que votaron los afroamericanos, de modo que “es casi tan madura como la de Botswana”); y encima nos hace reír con chistes que sólo entendemos nosotros (el obsceno precio del panteón).
Que Roman sea arrollado por la masa tiene un significado profundo que atraviesa toda la serie. El triunfo de Mattson, tras humillar a la princesa Shiv, tras humillar también a su marido y padre de su futuro hijo o hija Tom, investido rey títere, supone la consagración del nuevo paradigma tecnológico. Con él, la democracia se venga de la aristocracia, al tiempo que se vuelve ella misma aristocrática. Los delitos de los Roy proscribirán, los GoJo también quedarán impunes. Todo cambia para que siga más o menos igual.
Shiv deberá acostumbrarse a su nuevo rol: el apellido de la familia millonaria como consorte del apellido sin lustre del nuevo rico. Kendall tendrá que imaginar un nuevo futuro, alternativo al que prefiguró desde los siete años, cuando su padre le dijo que sería su sucesor en una tienda de golosinas. Roman irá a terapia o se suicidará.
Nunca sabremos qué les ocurrirá. Al contrario que en las tres obras maestras de Shakespeare, no mueren físicamente en un final cerrado. Pero, al igual que en ellas, Succession entierra en su escena final el viejo mundo, con sus discutibles certezas, para inaugurar, con sus luces y sus sombras, uno nuevo, incierto, terriblemente inestable.
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