Fui, vi y escribí: El arte no vale tanto

La historia de Elizabeth Hardwick y Robert Lowell estuvo colmada de literatura, amor y traiciones. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

Elizabeth Hardwick fue una crítica y una ensayista monumental. Años después de su muerte, comienza a reconocerse su gran talento para la narrativa.

Hola, ahí.

Terminó Succession y algo del orden de la orfandad sobrevuela entre quienes, durante estos años, seguimos como devotos insaciables las alternativas de esta familia de millonarios ambiciosos y traidores. Lo que queda ahora es una forma del duelo y, para atravesarlo, está la palabra.

Por eso, la catarata de artículos y posteos. Y es que procesar el final viene de la mano de las ganas de hablar de todos y cada uno de los personajes y de descifrar la batería de claves que se fueron desplegando con inteligencia durante las cuatro temporadas que duró la serie, que terminó inesperadamente y bien arriba, cuando nadie aún había pronunciado ninguna frase que expusiera algún grado de desilusión, algo así como: “La seguimos viendo, sí, pero ya no es lo que era”.

Moraleja: hay que saber ponerles punto final también a las cosas buenas.

Cuatro mujeres y un funeral

No voy a escribir sobre Succession (hay tanto escrito en estos días y tanto por leer), pero sí voy a mencionar una escena del penúltimo capítulo, de manera que si aún no terminaste de verla, te advierto que hay un spoiler grande como una casa.

Podríamos conversar extensamente acerca del alucinante funeral de Logan Roy pero algo bien impactante es cómo las cuatro mujeres importantes de su vida sentimental dejan a un lado las garras y la maledicencia y en una tregua excepcional se acomodan en primera fila, una al lado de la otra, en la imponente capilla ardiente en la iglesia.

Una escena de "Succession", la serie que terminó luego de cuatro temporadas.

Entre las viudas del magnate están su esposa, de quien estaba distanciado, su última novia, su anterior esposa y madre de tres de sus hijos y una antigua amante. Un elenco significativo si consideramos que las mujeres nunca estuvieron precisamente en la mayor consideración de Logan mientras vivía, como deja en claro su hija Shiv (Sarah Snook) en sus palabras de despedida (“Mi padre no podía tener a una mujer como una persona completa en su cabeza”), tal vez la escena en la que a la cínica pelirroja se la percibe con las defensas bajas como nunca.

Pero no voy a seguir hablando de los Roy —aunque podría pasarme semanas hablando de ellos— sino de la solidaridad de las mujeres en el momento de la muerte del hombre de quien estuvieron enamoradas y con quien compartieron parte de sus vidas. Es decir, el modo en que muchas veces mujeres que fueron rivales terminan unidas en el dolor y, por qué no, en el alivio cuando desaparece el objeto/sujeto de la disputa.

Una curiosidad hermosa: de las cuatro mujeres de la vida de Logan Roy que asisten a su funeral, tres eran personajes conocidos de la serie. La cuarta, una ex amante, es en realidad Nicole Ansari-Cox, la verdadera esposa del actor Brian Cox, quien representó durante cuatro temporadas al padre más malvado, seductor y poderoso.

Ya conocemos lo extraordinario de la serie: actuaciones apabullantes, humor en medio de la tragedia, escenarios y vestuarios únicos, guiones inteligentes, una cámara nerviosa que nos hace entrar en modo documental. Sin embargo, puesta a pensar un poco, creo que una de las cosas que más me gustó de Succession es que mientras nos excitábamos con el universo de maldades y traiciones entre los personajes, nos pasamos cuatro temporadas a la espera de algún momento de humanidad, es decir, buscando su corazón.

Ahora bien, si menciono la escena de duelo común y la línea horizontal que puede unir las vidas de las mujeres que amaron, a veces simultáneamente, al mismo hombre es porque a las pocas horas de ver el capítulo 9 de Succession en donde ocurre lo que acabo de contar, conocí la historia de dos escritoras —una norteamericana, la otra inglesa— que convivieron en el departamento de una de ellas durante los preparativos del funeral del poeta al que ambas amaron y que fue, además, padre de sus hijos.

Estas coincidencias me encantan. Ahí vamos con la historia.

Lizzie, mucho más que “la esposa de”

Elizabeth Hardwick (1916-2007) consiguió conservar la elegancia y el estilo en la escritura y en la vida incluso ante la mayor de las traiciones. Durante mucho tiempo su lugar fue el de “la escritora que escribe sobre otros escritores” o el de la esposa de Robert Lowell (1918-1977), el laureado poeta estadounidense. Debieron pasar décadas para que se le reconociera su talento excepcional; la figura de Lowell, con su inestabilidad emocional y su capacidad para humillarla en el dolor, fue la sombra opresiva que le impidió durante mucho tiempo ocuparse de su propia obra.

Los escritores Elizabeth Hardwick y Robert Lowell con su hija Harriet, recién nacida.

Hardwick y Lowell se conocieron a fines de los años 40 en la colonia de artistas Yaddo, en Saratoga Springs (Nueva York). Él provenía de una familia distinguida de Boston y ya se había separado de su primera esposa; ella era la octava de once hermanos de una familia protestante de clase obrera de Kentucky y, en virtud de su inteligencia y empeño, había llegado la la Universidad de Columbia para hacer un posgrado.

El propósito de Hardwick no eran los créditos de la academia, lo que deseaba era convertirse en una intelectual y eso solo podía lograrse en Nueva York. Aburrida, ¿decepcionada?, pese a haber ganado una beca Guggenheim siendo muy joven, abandonó la vida universitaria en cuanto pudo publicar su primera novela, Ghostly Lover (1945) y luego de asegurarse la subsistencia a través de reseñas en la publicación que era el cielo crítico de la época, la Partisan Review. Para pensar en qué ambiente se movía, acá te dejo nombres de la elite neoyorquina con quienes Hardwick tenía contacto y, en ciertos casos, amistad: Isaiah Berlin, Mary McCarthy, T. S. Eliot, Adrienne Rich, Hannah Arendt, Elizabeth Bishop. Y estos son apenas algunos.

Hardwick y Lowell vivían juntos y se ganaban la vida escribiendo, eran una pareja literaria en todos los sentidos posibles. Además de escribir para ganarse la vida y para llevar adelante su obra, Elizabeth debió hacerse cargo de su marido desde el comienzo debido a su fragilidad mental y su alcoholismo, que lo llevaban regularmente a ser internado para su recuperación. Tanto desborde lo convirtió en una persona dependiente de la estabilidad emocional de Lizzie, como la llamaba. El apodo de Lowell era Cal, nombre que le habían puesto sus amigos en la adolescencia.

En 1957 nació Harriet, la hija de ambos, y Hardwick sumó felicidad a su vida, sí, pero también nuevas tareas domésticas que le restaban tiempo para su propia obra. El poeta, mientras tanto, sufría pero consolidaba su espacio de influencia: escribía, dictaba clases en Harvard (Sylvia Plath y Anne Sexton estuvieron entre sus díscípulas) ganaba premios y tenía en Elizabeth la contención necesaria para sobrevivir, a lo que sumaba la elegante resistencia de su esposa ante sus frecuentes amoríos. Su obra, en tanto, merodeaba alrededor de un único tema: cómo se cuenta una vida.

Hardwick y Lowell tuvieron varias vidas como pareja. El temple de ella pudo resistir los embates de la enfermedad mental de él, su alcoholismo y sus múltiples traiciones.

Pasaban sus días entre el departamento del West Side cercano al Central Park y la casa en Castine, Maine: eran dos y también eran uno, como pasa con esas parejas redondas y entrelazadas. Ambos fueron en 1963 fundadores de la influyente The New York Review of Books —Hardwick fue su directora— y se convirtieron en nombres clave de la poesía y la crítica de su tiempo, que innovaron estirando los límites de géneros y formalidades y trabajando ficción y realidad como una materia viva y única.

Un viaje y una traición

En 1970 viajaron de vacaciones a Italia y al finalizar el descanso Lowell se quedó en Oxford para dictar un curso mientras las mujeres de la familia volvieron a Nueva York. Muy pronto la correspondencia entre los esposos solo viajaba en dirección al Reino Unido. Lowell no respondió hasta que se decidió a confirmar los rumores de su romance con Caroline Blackwood, bellísima heredera de la familia Guinness, los célebres banqueros y empresarios cerveceros, a la vez que ex esposa del pintor Lucien Freud, examante de una razonable multitud y madre de tres hijas. También escritora y profundamente débil ante el alcohol.

Lady Caroline Blackwood, heredera de la multimillonaria familia Guinness, en su juventud.

Todavía no se había divorciado del compositor y crítico musical Israel Citkowitz, su segundo marido, cuando se enamoró de Lowell: ella era 15 años menor que él. Al parecer, el poeta se instaló con la chica rica la misma noche en que se conocieron, así que siguieron viviendo y bebiendo juntos y en 1971 se convirtieron en padres de Sheridan. Eran dos almas turbulentas, entre la pasión y el caos. El dinero no podía resolverlo todo y la vida cotidiana era patética, imposible. Para peor, sin un peso y deprimido, el abandonado Citkovitz se instaló a vivir con ellos. Todo resultaba penoso en esa casa, ninguno estaba en condiciones de darle ayuda al otro y, por el contrario, se encaminaban a la autodestrucción.

Hardwick, mientras tanto, siguió escribiendo y reforzando el prestigio de su nombre en el ambiente intelectual, en medio de la crianza solitaria de su hija adolescente y del duelo por el “nosotros” perdido. Dictaba clases, ejercía la crítica literaria y practicaba el ensayo con la lucidez y el brillo ácido que la convirtió en una voz única.

Paulatinamente las cartas entre los escritores volvieron a viajar en ambos sentidos —Lowell decía que escribirle a ella era para él como respirar, “una parte orgánica de mi vida”— y comenzó a ir con regularidad a Nueva York. Sin embargo, como si el adulterio no hubiera sido suficiente, el poeta apostó todo a un nuevo libro que le traería enojos de amigos, un nuevo Pulitzer y la serena resistencia de su ex esposa.

En su libro "The Dolphin", Robert Lowell cuenta la historia de su adulterio y usa en los poemas fragmentos de cartas de su esposa engañada.

En The Dolphin (El delfín), su libro de sonetos autobiográficos y sin rima publicado en 1973, Robert Lowell narra un argumento que describe como “un hombre, dos mujeres, la trama común de la novela”, es decir, su propia experiencia, la que a los cincuenta y tres años lo llevó a enamorarse de Lady Blackwood y a dejar su matrimonio de más de veinte años con Hardwick para comenzar una nueva vida.

Lowell no solo contó su historia en sus versos sino que incluyó fragmentos de cartas de Hardwick, naturalmente sin su permiso: ya no le quedaba límite moral por transgredir. Cuando antes de publicarlo le envió el manuscrito a su gran amiga la poeta Elizabeth Bishop, ella le respondió molesta que “el arte simplemente no vale tanto”. La crítica mordaz que Adrienne Rich hizo del libro de poemas en una revista fue el punto final de su relación.

Amigos en común con quienes Lowell había compartido algunos de los poemas, intentaron advertirle a Hardwick lo que se avecinaba pero ella se mantuvo firme y altanera. “Hice todo lo que pude para hacer mi libro amable sin matarte”, le aseguró él. En esos días, ella le escribe a su amiga Mary McCarthy y le dice que no había leído nada de esos poemas: “No me importa en absoluto. . . . Él no tiene la intención de ‘lastimar’ aunque tampoco de lo contrario. Él cree que puede haber alguien, el lector, que necesita ser informado de los antecedentes de los poemas; sin mí él siente, creo que tontamente, que está ‘incompleto’”.

En esta misma dirección le escribe a Lowell: “El asunto de tu trabajo es completamente tuyo y no creo que tengas el poder de ‘dañarme’... Quiero decir: no veo qué daño puede hacerme un poema tuyo. ¿Por qué debería importarme?”.

Lowell, Caroline y Sheridan, el hijito de ambos. La relación entre ellos era tormentosa y caótica.

El libro se publica. Éxito y petit escándalo en el ambiente, premio notable para Lowell. El mismo año de publicación de The Dolphin, Hardwick publica su ensayo Seducción y traición, en el que analiza la traición a heroínas célebres de la historia de la ficción. Su vida amorosa seguía entre paréntesis pero la literatura parecía aportarle solidez y cierta forma de la felicidad.

Al otro lado del Atlántico, la historia de amor entre el poeta bipolar y la millonaria ya había llegado a su previsible final. Los viajes de Lowell a Nueva York fueron haciéndose más regulares y llegó el momento en que Elizabeth Hardwick consintió en darle una nueva oportunidad a la convivencia. Él la necesitaba y ella ya se había probado a sí misma que podía sin él, pero sabía que también podría con él.

El final en un taxi

El 12 de septiembre de 1977, al regreso de un viaje al Reino Unido adonde había ido para visitar a su hijo Sheridan, Robert Lowell tuvo un infarto masivo: la muerte lo encontró en el asiento trasero del taxi que lo llevaba del aeropuerto al departamento del West Side donde lo esperaba Hardwick. Tenía 60 años.

Caroline Blackwood viajó con su hijo pequeño en cuanto se enteró de la noticia; a su llegada se alojaron en el departamento de Hardwick. Durante casi una semana ambas mujeres trabajaron en la preparación del funeral del hombre al que habían amado. Quiero pensar que, estando juntas y a solas, las chicas habrán hablado de mucho más que de los detalles del adiós definitivo a Lowell. (No puedo dejar de imaginar lo que habrán sido esas conversaciones).

Lowell y Hardwick fueron escritores centrales de su época. Ambos fueron fundadores de "The New York Review of Books".

Así describió la despedida póstuma al gran poeta nacional el Washington Post:

“Fue una ocasión sobria y solemne —cientos de personas llenaron la iglesia— y de penas privadas. Allí estaba su segunda esposa, la distinguida escritora y crítica Elizabeth Hardwick, quien fue su fuerte apoyo durante los 25 años de matrimonio y más allá, y su hija Harriet, de 20 años. También estaban su viuda Caroline Blackwood, la novelista inglesa, con su hijo Robert Sheridan, de 5 años de edad. El poeta acababa de volver de Irlanda después de visitarlos y regresaba al departamento de Hardwick en Nueva York cuando sufrió el infarto el lunes pasado, en un taxi del aeropuerto Kennedy. (...) El ataúd fue llevado desde la iglesia, seguido por las dos esposas y los dos hijos mientras se escuchaba al coro: ‘Señor, ahora permite que tu siervo se vaya en paz, conforme a tu palabra...’”.

“Los familiares y amigos más cercanos acompañaron el cuerpo al cementerio de Dunbarton (New Hampshire), allí donde el poeta le había dicho a Elizabeth Hardwick que deseaba ser enterrado.”

Hardwick sobrevivió a Lowell por 30 años y murió en 2007. Blackwood murió en 1996.

"Sleepless Nights" (Noches insomnes), de Elizabeth Hardwick.

La hora de Hardwick

Autora de dos novelas en su juventud, innumerables ensayos y relatos breves aparecidos en grandes publicaciones y una breve biografía de Herman Melville, en 1979 se publicó la tercera y consagratoria novela de Hardwick, Sleepless Nights, que fue elogiada por autores de la talla de Susan Sontag, Philip Roth y Joan Didion. Traducida al español como Noches insomnes, la protagonista es una mujer de nombre Elizabeth, nacida en Kentucky, que pasa revista en una potente primera persona a diferentes momentos de su vida y de sus vínculos, en una narración que rompe con todas las convenciones del género y es considerada una verdadera obra maestra de la literatura norteamericana.

En "The Dolphin Letters" están reunidas las cartas que intercambiaron Lowell y Hardwick y también las que ellos intercambiaron con amigos de la pareja. El libro, a su manera, es un retrato de una era prodigiosa de la literatura norteamericana.

Hace pocos años fue publicado el libro The Dolphin Letters, 1970-1979: Elizabeth Hardwick, Robert Lowell and their circle, que reúne una correspondencia maravillosa editada por la experta Saskia Hamilton que permite leer la historia de una pareja o de dos parejas pero también la de una era prodigiosa de la literatura norteamericana.

Por estos días en Buenos Aires se consigue Historias de Nueva York (Navona), una edición de relatos breves que Elizabeth Hardwick escribió a lo largo de los años y que tienen a la ciudad en la que eligió vivir como escenario privilegiado.

En "Historias de Nueva York" hay relatos que tienen a la ciudad como escenario y fueron escritos por Hardwick a lo largo de varias décadas y publicados en diferentes revistas.

Su capacidad de observación y de descripción, la calidad del detalle, el modo en que Hardwick consigue poner en palabras aquello que pasa en el interior de sus personajes, su trabajo con la subjetividad y la elegancia de su prosa conforman una experiencia de lectura fascinante al punto que, después de leerla, durante un buen rato cualquier otra lectura parece algo menor.

A cuarenta y cinco años de su muerte, Robert Lowell sigue siendo un prócer de la poesía, instalado en la historia allí donde estaba al momento de su muerte. Hace tiempo que Elizabeth Hardwick dejó de ser la escritora oculta; sin embargo, su nombre en la literatura aún no llegó a su techo y eso es una buena noticia: aún quedan muchos lectores por descubrirla.

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Caroline Blackwood, por Lucien Freud.

Llegamos al final una vez más. A partir de esta semana, vas a recibir mis envíos en tu casilla los miércoles a la mañana.

Mientras te escribo, tengo a mi lado —a veces encima— a Daphne, la gata de mi hija, quien se fue de la ciudad por unos días y nos la dejó como inquilina. Esta bicha es todo lo contrario de lo que era mi perro Wilson: chiquita, desobediente, altiva y elástica. No soy fan de los gatos, en absoluto, pero me da la sensación de que, sin demasiado esfuerzo, comenzamos a acostumbrarnos a estar juntas.

Te recuerdo mi correo, es hpomeraniec@infobae.com.

Buena semana, hasta la próxima.

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