La semana pasada, la casa de subastas Sotheby’s en Londres vendió un cuadro de René Magritte por un valor cercano a los 80 millones de dólares, todo un récord para la obra del artista belga, conocido mundialmente por sus abstracciones inquietantes de figuras humanas y objetos cotidianos.
El imperio de la luz presenta a simple vista un paisaje reconocible y atractivo en sus detalles, aunque logra el mismo efecto que podemos hallar en el resto de su obra: la puesta en duda de las certezas del espectador sobre el mundo que habita, gracias al lugar central que el pintor le otorga a la percepción.
Basta detener la mirada un poco más de la cuenta para quedar envuelto en la atmósfera inquietante y onírica que crea el sorprendente contraste entre el día y la noche y la acabada precisión con la que fue compuesta esta vista suburbana. Cada hoja del árbol se dibuja con una silueta nítida y los detalles arquitectónicos se reproducen minuciosamente, a tal punto que quien mira el cuadro comienza a interrogarse por el momento del día (¿atardecer? ¿amanecer?) o hasta puede confundirlo con una imagen fotográfica. La habilidad técnica de Magritte, combinada con su visión imaginativa, crea una atractiva tensión entre lo familiar y lo insólito.
La pieza subastada días atrás es, en realidad, apenas una de 27 paisajes reunidos bajo el mismo nombre –17 óleos y 10 gouaches– que Magritte pintó entre fines de los años 40 y principios de los 60, aunque en todos ellos la escena construida es más o menos la misma: algunas fachadas de viviendas y un farol que iluminan tenuemente una calle a oscuras con árboles en el ángulo inferior, un cielo diurno con nubes en el ángulo superior. Tampoco hay figuras humanas, aunque mirado con atención, el farol presente en el cuadro que se acaba de vender –y en otros de la serie– evoca una silueta que recuerda al hombre de sombrero abombado que retrató tantas veces el artista, una especie de alter ego que aparece en la última variación de este conjunto, de 1964.
Las nubes aparecen por primera vez como tema en su obra en un políptico de 1930, Las perfecciones celestes. Magritte estaba interesado en el modo en que trabajaban el cielo los pintores del Siglo de Oro holandés, aunque también era consciente de su dimensión ilusoria: “El cielo es una especie de cortina porque nos oculta algo. Estamos rodeados de cortinas”, ha dicho una vez. A fines de esa década comenzó a jugar con la idea de la aparición simultánea de la noche y el día en El veneno, un gouache de 1939 que es considerado como el primer ejemplo de la serie. Allí, las siluetas de los edificios se superponen a un cielo nocturno estrellado y una luna creciente. La luna brilla y las estrellas parpadean en las paredes de las casas, pero al mismo tiempo el cielo es tan claro como durante el día.
Más allá de los motivos recurrentes en la obra del pintor belga, como el cielo con nubes de estos paisajes, se trata de una de las pocas series que ha trabajado Magritte a lo largo de su carrera. Como experimento fue un éxito inmediato entre el público y los coleccionistas, con una primera versión comprada por Nelson Rockefeller y ejemplos conservados en la Colección Peggy Guggenheim en Venecia, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, la Menil Collection en Houston y los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica. Dado que han caído en distintas manos, jamás se han exhibido todas juntas y rara vez se exhiben en grupos más pequeños. La pieza que se vendió la semana pasada, de 114,5 por 146 cm, fue dedicada por Magritte a la hija del coleccionista Pierre Crowet y pertenecía a esa familia.
Elegir los títulos de sus cuadros era algo que podía atormentarlo a Magritte, siempre atento a los hiatos entre las palabras y la imagen de las cosas. El nombre de esta serie, también traducido a veces como El dominio de la luz, le confiere al contraste con la oscuridad una carga simbólica, aunque Magritte negaba este tipo de interpretaciones. “Una idea no se puede ver con los ojos. Lo que está representado en el cuadro son las cosas en las que pensaba, para ser precisos: un paisaje nocturno y un paisaje celeste como el que se puede ver a plena luz del día. El paisaje sugiere la noche y el cielo el día. Esta evocación de la noche y el día me parece que tiene el poder de sorprendernos y deleitarnos. A este poder lo llamo poesía”, comentó el artista.
La confusión y el malestar que provoca en estos cuadros la luz, tradicionalmente asociadas a la oscuridad, remite al juego de opuestos que apreciaban los surrealistas. La composición de esta serie probablemente esté inspirada en un poema de André Breton que Magritte conocía bien, cuyo verso inicial dice: “Si sólo saliera el sol esta noche”. Salvador Dalí y Max Ernst han explorado en sus cuadros ideas similares, pero Magritte logra una paradoja visual característica de su arte, al contrastar lo conocido (un paisaje familiar) con lo imposible (la superposición de oscuridad y luz). Esta combinación, por otro lado, remite a una larga tradición pictórica que se remonta a la pintura medieval y al descubrimiento del claroscuro en el Renacimiento. Lo que advierte Magritte es la profunda sincronía que subyace a estos opuestos.
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