“A ninguno de los realizadores que conozco”, decía Leonardo Favio en una ya clásica entrevista de Ana Basualdo para la revista Panorama, “se le ocurrió caminar por el borde del precipicio, que es lo más hermoso que tiene la creación”. La nota salió en enero de 1973; Favio estaba filmando Juan Moreira y empezaba a romper el círculo del cine intelectual.
Se había presentado ocho años antes con Crónica de un niño solo, que, si bien no es autobiográfica —como el propio Favio se ocupó de aclarar— tiene componentes que pueden vincularla con su infancia: la pobreza, la violencia ejercida sobre los niños, el abandono del padre, la vida en el internado. Si, como decía Borges, toda escritura es autobiográfica, toda película -diría Favio- también lo es.
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Con Polín, el chico que protagoniza la película, Favio creó al primero de una serie de personajes que forman parte de la mitología popular argentina. Pero, como suele pasar con quienes irrumpen en un ambiente que se mueve con reglas establecidas, Favio necesitó tiempo para la consagración. Crónica de un niño solo se estrenó en dos salas porteñas en mayo del 65 y antes de que llegara julio ya había sido reemplazada por una película francesa. Lo mismo pasó con El romance del Aniceto y la Francisca y El dependiente —esta duró tres semanas en cartel—. Juan Moreira fue un parteaguas que le dio luz a toda la producción anterior y a toda la que siguió. La película que le siguió fue Nazareno Cruz y el lobo: la vieron más de tres millones y medio de personas.
El director Leonardo Favio y la tradición
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Cuando se habla de Favio hay que hablar también de su hermano, Jorge Zuhair Jury. Casi todas las películas fueron escritas por los dos; de hecho, El romance del Aniceto y la Francisca y El dependiente son adaptaciones de cuentos de Zuhair Jury. “Yo siempre digo que yo soy el que pongo el ojo y él es el que pone el alma”, dijo alguna vez Favio.
La primera escena de Crónica de un niño solo es una proeza. Los niños están formados en una sala del internado mientras un preceptor pasa revista. Filmada en blanco y negro y con una luz que expande monstruosamente las sombras, el preceptor pasa entre ellos y, sin motivo ni explicación, le pega una cachetada a uno que, como puede, se mantiene de pie. El hombre entonces mira la hora y hace sonar un silbato que los pone en movimiento. Los chicos —suéter oscuro, pantalón corto y pelo bien peinado— marchan en fila y salen al pasillo, donde otro preceptor los vigila. Este también mira el reloj. No abandona su puesto hasta que los niños bajan a otro salón, donde los espera un tercer hombre, que también controla el tiempo. El dominio sobre los cuerpos es absoluto. O casi: aún con tantos ojos y tantas pautas los hombres no pueden ver cuando dos chicos se pasan la colilla de un cigarrillo. Son los resquicios de una libertad que va a tensar la trama. Son dos o tres minutos que prefiguran todo lo que abordará Favio en los casi ochenta que siguen.
Si en el comienzo de Crónica de un niño solo casi no hay diálogos, en El romance del Aniceto y la Francisca (1966) pasa al extremo. “Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más…”, dice una voz en off mientras la cámara hace un travelling y sigue a los pasajeros de un colectivo que bajan en Mendoza. La escena tiene una morosidad pueblerina. Aniceto (Fernando Luppi) y Francisca (Elsa Daniel) se miran, se sonríen. Es la primera vez que se ven y él va hacia ella caminando una cuadra que parece infinita. En la siguiente escena están dormidos, desnudos.
El título de la película es, en realidad, el que decía la voz en off. Podría haber salido del romancero del Siglo de Oro o incluso del Boom. Pero por el tono de la historia, la música de Vivaldi y la obra de teatro que se representa dentro de la película, bien podría ser también una reescritura de Shakespeare. Favio reúne todos los sentidos posibles. Otra vez Borges: enfrentados estética y políticamente, hay en las películas de Favio una puesta en acto de “El escritor argentino y la tradición”. Favio era admirador de Borges.
Pero los personajes de Favio también podrían ser figuras arltianas. “Escribe mal”, decían de Arlt; “filma mal”, decían de Favio: tanto uno como el otro han hecho una marca identitaria de esos errores. Si El dependiente (1969) hubiera sido filmado en Boedo o Flores, por ejemplo, y no en Derqui, provincia de Buenos Aires, Fernández, Don Vila y la señorita Plasini podrían haber sido amigos de Remo Erdosain y Silvio Astier. Lo que, en un punto los distancia, es que Favio no dejaba de tener una mirada romántica de la vida. La pobreza no era en Favio sino mera fatalidad. En todo caso, de lo que había que huir era de un destino pobre —en deseos, en experiencias, en oportunidades—. De eso también habla esta película.
El gaucho indómito
Crónica de un niño solo, El romance del Aniceto y la Francisca y El dependiente conforman una trilogía involuntaria, un tríptico del hombre anónimo que se quiebra en mil pedazos con Juan Moreira, su primera película en colores. Empieza aquí un nuevo período en la filmografía de Favio, el de la tradición popular. Juan Moreira retoma la historia del gaucho marginal —y abre otro vínculo con la narrativa y la novela de Eduardo Giménez— y sigue con la leyenda maldita de Nazareno Cruz y el lobo.
Si bien en el 68, Torre Nilsson había hecho una versión de Martín Fierro —en la que actúa el propio Favio—, que Favio haya elegido a Moreira y a Nazareno Cruz tiene también una lectura política. Hay una rebeldía que Fierro abandona en la segunda parte; es algo que Favio no puede permitirse. Nazareno Cruz y el lobo se estrenó en junio del 75. El país estaba convulsionado. Hacía un año que había muerto Perón y el gobierno tambaleante de Isabel mostraba las garras. “El que elegía el amor estaba perdido”, le dijo Leonardo Favio a Adriana Schettini en el libro Pasen y vean (Ed. Sudamericana, 2007). Y también: “Es una película que parte de mi ingenuidad, de haber pensado que enviando mensajes se iban a poder apaciguar los ánimos”.
Después vino la película de Monzón, Soñar, soñar (1976), y luego el exilio y un largo silencio de casi dos décadas. Volvió a filmar en el 93: Gatica, el mono. Antes que una biografía, lo que se propone con esta película es una recreación popular del boxeador que supo ser el deportista más grande del país —”Gatica fue el Maradona de la época” dijo el protagonista de la película, Edgardo Nieva, en un programa de TNT Sports— y vivió la persecución del antiperonismo.
Antes que una obra crepuscular, Gatica, el mono fue la primera parte de un manifiesto político y artístico que continuó con el documental Perón, sinfonía del sentimiento (1999). “Yo no soy un director peronista, pero soy un peronista que hace cine y eso en algún momento se nota”, le dijo Favio a Esteban Ierardo en una entrevista de 2009. “Favio”, escribió Fito Páez sobre Perón, sinfonía del sentimiento, “es quiera él o no, el testigo artista de una época que cuenta la condición humana, sin ideologías, sin doctrinas, y que nos dispara, a nosotros, los nuevos, hacia un mundo diabólico, que es el mundo real, lleno de conflictos, con el cual tendremos que lidiar, negociar y hacer nuestras obras de arte”.
Con nueve películas —y algunos cortos— Favio se convirtió en uno de los más grandes cineastas del país. En aquella entrevista de la revista Panorama de 1973, Ana Basualdo le preguntaba qué opinaba de sus críticos. Probablemente la respuesta la haya leído un chico rosarino de diez años que después se dedicaría a la música. “Son gente sin swing”, decía.
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