György Ligeti (1923-2006), compositor húngaro más tarde nacionalizado austríaco, se revela hoy, en el centenario de su nacimiento, como una figura clave de la música de vanguardia. Sus inicios fueron difíciles en la convulsa Europa de entreguerras. Tuvo problemas para acceder a los estudios superiores que deseaba (física y matemáticas) por ser judío, así que se dedicó con esmero a su formación musical en el conservatorio. Durante la Segunda Guerra Mundial fue reclutado para realizar trabajos forzados en el ejército húngaro.
En 1945 se estableció en Budapest. Su padre había muerto en Bergen-Belsen, su hermano en Mauthausen y su madre había sobrevivido a Auschwitz gracias a sus conocimientos de enfermería. A pesar de tener un buen empleo como profesor de la prestigiosa Academia Franz Liszt, durante la represión soviética de la Revolución Húngara de 1956 huyó en tren hasta la frontera con Austria. La cruzaría a pie en la madrugada del 10 de diciembre.
Tres días después llegaba a Viena para empezar una nueva vida. Allí cultivó todos los grandes géneros –ópera, gran orquesta, música religiosa, música de cámara, obra para piano, etc.– con un lenguaje propio, alejado de los preceptos de la corriente predominante durante la posguerra: la vanguardia musical de la segunda mitad del siglo XX (en la que destacó el Serialismo de Pierre Boulez y Karlheinz Stockhausen), de remarcado carácter abstracto y, por ende, disonante.
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Tejiendo masas sonoras
La ilusión a través del sonido es una de sus huellas de identidad. Mediante una vasta influencia, reconocida por el autor, del contrapunto medieval –es decir, de la composición a partir de líneas independientes–, lo imaginado se convierte en protagonista de una música disonante pero expresiva, repleta de irreales atmósferas sonoras.
Un testimonio durante la niñez del autor, a propósito de su terror a las arañas, elucida el origen del mundo estético de Ligeti: “En mi temprana infancia soñé una vez que no lograba llegar hasta mi camita (provista de rejas, un refugio seguro) porque toda la habitación estaba llena de un tejido finamente entrelazado pero denso y muy enmarañado (…). Además de mí, otros seres y otros objetos permanecían colgados en la enorme red: mariposas nocturnas y escarabajos de toda clase habían querido alcanzar la luz tenue de algunas velas encendidas (…).
Cada movimiento de los seres aprisionados originaba un temblor que se comunicaba a todo el sistema, de manera que los pesados colchones se tambaleaban hacia adelante y hacia atrás de forma continua y hacían que todo ondulara más. En ocasiones, los movimientos, que se influían entre sí, alcanzaban tal intensidad, que la red se desgarraba por algunos lugares y algunos escarabajos se liberaban inesperadamente, sólo para perderse nuevamente poco después, con un zumbido ahogado, en el entramado ondulante.
Tales acontecimientos súbitos ocurrían acá y allá, y modificaban poco a poco la estructura del tejido, que se volvía cada vez más enmarañado: en algunos lugares se formaban nudos inextricables, en otros se producían cavernas en las cuales algunos retazos del entramado original flotaban por todas partes, como los hilos de una telaraña. Las transformaciones del sistema eran irreversibles, no podía repetirse ningún estado anterior. Había algo inefablemente triste en ese proceso, la desesperanza del tiempo perdido y de un futuro irreparable”.
Así pues, Ligeti tejería enormes masas sonoras, al modo de una gigantesca tela de araña, desde una técnica denominada “micropolifonía”. Incorporaba entonces un sinfín de voces simultáneas que bullían cual enjambre de insectos atrapados, infligiendo al conjunto de la red una constante (y, en ocasiones, imperceptible) fluctuación de tensión y distensión, en una suerte de movimiento perpetuo.
A través de estos procesos, que manipulan la percepción auditiva del oyente con simuladas aceleraciones y desaceleraciones en el tempo de la música, Ligeti elevó el lenguaje de la música contemporánea –en general, de carácter disonante– hacia una gigantesca alucinación llena de fantasía e imaginación sonora. Esto se muestra en sus obras de mayor contenido micropolifónico: Appartions (1958-1959), Atmosphères (1958), Requiem (1963-1965), Lux Aeterna (1966) y, probablemente, la obra cumbre del género, Lontano (1967).
Kubrick
En torno a 1974, Ligeti descubrió la obra del ilustrador holandés M.C. Escher, que había muerto en 1969. Sintió que la esencia de sus cuadros, sobre una imagen de ilusión continua a través de transformaciones progresivas, perspectivas imposibles y metamorfosis ópticas, entroncaba directamente con el mensaje de su discurso musical.
Una inquietante sensación de desasosiego se despliega en la obra de Escher y Ligeti, que hubo de interesar a otro gran artista, el cineasta Stanley Kubrick, a la búsqueda de un sonido que ilustrase sus visionarias fantasías. De inicio, el director utilizó la música de Ligeti sin su permiso en 2001: una odisea en el espacio. En el filme se puede escuchar un fragmento del Requiem (1963-1965) –entre otras obras–.
Cuando el compositor se enteró, acudió a los tribunales. No era una cuestión de dinero sino de dignidad personal. Tras llegar a un acuerdo, Kubrick volvió a incluir música de Ligeti en El resplandor y Eyes Wide Shut, compensándolo adecuadamente.
En esta última, se distingue la Musica ricercata (1951-1953), “una navaja a través del corazón de Stalin”, según el autor. Cien años después de su nacimiento, la obra de Ligeti, el gran ilusionista del lenguaje musical contemporáneo, ofrece todavía infinitas conexiones estéticas por descubrir.
Publicado originalmente en The Conversation.
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