Tras casi dos semanas en un festival de cine la realidad y la ficción se empiezan a entremezclar y los días a convertirse en una sucesión de imágenes de la que es difícil distinguir entre la vida real, la pantalla, la imaginación o el sueño. Es una cantidad de información brutal la que asalta al cerebro y no lo suelta. ¿Hay forma de sacar conclusiones a partir de tantas imágenes, sonidos e historias que no se alcanzan todavía a procesar del todo bien? En términos realistas, es casi imposible. Pero trataremos de hacerlo de todos modos.
La edición del Festival de Cannes 2023 fue, a primera vista, extraordinaria. No en todas las secciones, no en todos los ámbitos pero, en relación a lo que ofrece año a año este festival, la programación funcionó. Es cierto que muchos de los nombres presentados venían ya con sello de calidad más o menos garantizada gracias a carreras que, en algunos casos, se extienden por 60 años, pero una cosa es leer los nombres en papel y otra es ver las películas que han hecho. Y salvo algunas excepciones –y las muchas discusiones que se pueden tener acerca de qué película o qué director va en tal o cual sección–, la programación fue de las mejores que recuerdo en los últimos 20 años del festival.
Llega la hora de los premios y, como siempre, los jurados harán lo suyo, dejarán su marca –positiva, negativa o incomprensible– en la memoria de esa selección, pero siempre es necesario volver a la idea de que lo importante son las películas. No es Cannes un mundial de fútbol y el cine no es ningún deporte. Una Palma de Oro es un comentario de un grupo de personas acerca de su experiencia con una veintena de películas y no mucho más. Unas líneas en Wikipedia, una cucarda que alguien se cuelga en la solapa por el resto de sus vidas. Para el resto de los mortales, una anécdota. Por eso, repasemos las películas por lo que ofrecieron. El jurado de Ruben Östlund hará el suyo y seguramente no coincidamos en muchas cosas.
Kaurismäki, Wenders y Bellocchio, vigentes
El cine del finlandés Aki Kaurismäki es de una pieza, un todo cinematográfico que se extiende a través de 40 años en los que el hombre fue perfeccionando un estilo casi como un escultor perfecciona el suyo. Fallen Leaves, la película que presentó aquí, es una maravilla de la economía narrativa y la prueba que con poco, muy poco –un hombre, una mujer y un perro– se pueden decir muchas cosas acerca de la vida, el trabajo, la soledad, el amor y las segundas oportunidades. Ella trabaja en un supermercado. El, en una fábrica. Un día se conocen en un bar. Y el resto es una historia contada mil veces y ninguna. Son todas las historias de amor y es una sola. Un gran premio, merecido por esta película y por la consistencia de toda su obra, sería más que justo para el director de El hombre sin pasado y El otro lado de la esperanza, un hombre que aún abraza la idea de que un mundo más feliz es posible.
El más veterano de todos y otro que jamás se llevó una Palma de Oro también trajo una película que está a la altura de su historia. A los 83 años, el vital Marco Bellocchio, cuya ópera prima fue la extraordinaria Las manos en los bolsillos, de 1965, trajo aquí un drama llamado Rapto, en el que el siempre politizado realizador nacido en Bobbio, al norte de Italia, mira de modo crítico el poder de la Iglesia y el antisemitismo rampante a mediados del siglo XIX cuando el país era un Estado Pontificio y llevarse chicos judíos para convertirlos al catolicismo era una práctica legalmente aceptable. La película basada en historia real de Edgardo Mortara impacta como lo hacen los mejores films de Bellocchio: como un puño en el rostro, con elegancia pero con la bronca de un hombre que, después de los 80, sigue enojado con los abusos de poder de las instituciones. No necesita una Palma de Oro para confirmarlo pero la merece.
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El veterano que más me sorprendió fue el alemán Wim Wenders. A los 77 años, el ya legendario director de Alicia en las ciudades y Paris, Texas venía estrenando flojísimas películas de ficción desde hace más de 25 años, a tal punto que parecía haberse reconvertido en un más efectivo director de documentales. Pero Perfect Days no solo es un regreso a su mejor forma sino una película inusual para él en muchos sentidos. Se trata de una historia que transcurre en Japón y que sigue la metódica y rutinaria vida de un hombre que se dedica a limpiar los coquetos baños públicos de Tokio.
Con mínimos incidentes dramáticos, Wenders se dedica a retratar casi el minuto a minuto de un hombre que, por algún motivo misterioso e indescifrable, ha encontrado la paz y hasta algo parecido a la felicidad en el hecho de hacer todos los días las mismas cosas, como un maestro zen de la vida cotidiana que sólo necesita vestirse con su uniforme, subir a su camioneta e ir a trabajar escuchando canciones de Lou Reed o Nina Simone para estar bien.
Como Kaurismäki, el estadounidense Wes Anderson lleva muchos años perfeccionando un estilo propio, único e inconfundible. La diferencia fundamental entre ambos es que mientras el finlandés refina por la vía de la simpleza, de achicarse hasta ir a lo esencial, el director de Los excéntricos Tenenbaum va haciendo crecer su Torre de Babel individual hasta límites imposibles. Su Asteroid City tiene lo mejor y lo peor de su obra: es un trabajo de orfebrería audiovisual y narrativa que habría que hacer un curso universitario para poder desmenuzar en toda su complejidad, pero a la vez es un sistema tan elaborado que mucho de lo humano le termina siendo ajeno, se pierde dentro de ese edificio lleno de recovecos y marionetas.
La historia de una convención de jóvenes astrónomos, sus padres y otros “caídos del cielo” (literal y metafóricamente) es el centro para su último trabajo de arquitectura cinematográfica, uno que está lleno de conocidos actores (de Scarlett Johansson a Tom Hanks, de Bryan Cranston a Edward Norton, en un team que da para jugar un Mundial) interpretando a personajes que nunca llegamos a conocer demasiado.
Historias de amor prohibido
Otro reconocido autor estadounidense, un tanto mayor que Anderson pero en muchos sentidos un colega generacional de los que le hicieron ganar popularidad al cine indie de su país en los años ‘90, es Todd Haynes. El director de Velvet Goldmine trajo aquí May December un melodrama con elementos cómicos que toma un caso de la vida real y le da un par de vueltas de tuerca hasta convertirlo en un relato que pone en tensión la idea de representación, las diferencias entre la realidad y las ficciones en las que la transformamos.
Natalie Portman encarna a una actriz que viaja a la casa de una mujer (Julianne Moore) para “estudiarla” y luego interpretarla en una película. La mujer en cuestión tiene una historia de vida particular –promediando sus 30 años se enamoró, tuvo un hijo y se casó con un chico que tenía 13 cuando lo conoció– y entre las dos comenzará una relación llena de tensiones, similitudes y diferencias, en un film que es una elaborada y entretenida combinación entre una “TV movie” –estilo con el que Haynes coquetea– y un drama propio de Ingmar Bergman.
Otra película que se mete de lleno en relaciones prohibidas es El último verano, de la francesa Catherine Breillat. Tras una década de silencio, la directora de Anatomía del infierno”, de jóvenes 74 años, rehace una película danesa reciente (titulada Reina de corazones) para contar la historia de amor tabú entre Anne, una mujer que ronda los 50, y Theo, un chico de unos 17 años que no es otro que el hijo del primer matrimonio de su marido, un adolescente inestable y conflictivo que un día se va a vivir con ellos y pone patas para arriba la tenue estabilidad burguesa y matrimonial de Anne. Entre el drama erótico y el thriller familiar a lo Claude Chabrol, la película de Breillat inquieta y entretiene pero no le escapa a ciertos clichés del género ni a las más o menos previsibles tensiones y emociones que la tan incómoda situación genera.
De las directoras francesas que presentaron sus películas aquí la que más se destacó fue Justine Triet con Anatomy of a Fall, una película que comienza como un thriller judicial más o menos convencional pero que, a lo largo de sus dos horas y media de duración, se va transformando en otra cosa, en algo así como un juicio a la institución matrimonial y a la violencia (potencialmente física, pero más que nada emocional) que puede producir. La actriz alemana Sandra Hüller encarna a una escritora que es acusada de asesinar a su marido, quien cayó del tercer piso de su casa y murió en el acto con un raro golpe en la cabeza.
¿Se suicidó, fue un accidente o pasó otra cosa? A través de la información que va saliendo sobre el pasado familiar –la pareja tiene un hijo ciego que a su modo fue testigo de muchas cosas–, Triet va enfocando cada vez más su mirada en la conflictiva historia de esa pareja, a tal punto que ya no es tan importante qué fue lo que pasó sino entender cómo se pudo llegar a eso. La película se extiende un poco más de lo necesario y es un tanto teatral y declamativa, pero cuando hace foco en lo esencial logra tocar directamente las fibras más sensibles del espectador.
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Una de las mejores películas de la competencia se presentó en la última jornada, la que habitualmente el festival usa para mostrar algunos de los films más difíciles y supuestamente menos accesibles de su programa. Se trata de La Chimera, de la directora italiana Alice Rohrwacher (Lazzaro Felice), una bellísima, oscura y extravagante fábula centrada en la vida de un grupo de personas en un pequeño pueblo que se dedica, entre otras cosas, a robar viejas tumbas para comerciar con los objetos antiguos que encuentran ahí. El británico Josh O’Connor es el protagonista de un film que transcurre en la década del ‘80 y que funciona como retrato de esa comunidad marginal y a modo de ligeramente fantástica historia de amor. Pero más que cualquier otra cosa se trata de un film visualmente bellísimo que trae a la memoria a los clásicos del cine italiano de la historia.
Otras potenciales candidatas y películas destacadas las fuimos analizando anteriormente. Son, en orden de importancia, The Zone of Interest, del inglés Jonathan Glazer; Youth (Spring), del chino Wang Bing; About Dry Grasses, del turco Nuri Bilge Ceylan y Monster, del japonés Hirokazu Kore-eda. También se vieron las nuevas películas de realizadores consagrados como el italiano Nanni Moretti (El sol del futuro), el británico Ken Loach (The Old Oak), el brasileño Karim Aïnouz (Firebrand), la austríaca Jessica Hausner (Club Zero) y el franco-vietnamita Tran Anh-Hung (The Pot-au-feu), entre otras, pero por diferentes motivos –algunos ligados a la calidad intrínseca de sus films, otros relacionados a qué tipo de películas son– parece difícil que tengan un reconocimiento importante a la hora de los galardones, más allá de específicos premios a actuaciones o guión. Pero, como siempre sucede, las decisiones de los jurados de los festivales entran en la categoría de los grandes misterios de la historia del cine.
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Destacados en las secciones paralelas de Cannes
Tras el impacto de esa masterclass cinematográfica que fue The Killers of the Flower Moon, de Martin Scorsese, las secciones paralelas y las no competitivas ofrecieron películas de las que seguramente se van a hablar a lo largo del año y más también. La que generó más controversia por fuera de lo cinematográfico fue Cerrar los ojos, de Víctor Erice. El regreso al cine del director español de El espíritu de la colmena después de 30 años de ausencia es una fascinante y melancólica historia en la que un director de cine busca a la estrella de su última película, que desapareció en medio del rodaje, veinte años atrás, y a quien no se volvió a ver.
Esta meditación sobre la amistad, la identidad y la memoria recibió merecidas ovaciones, las que fueron seguidas por un cuestionamiento al director artístico Thierry Frémaux, por no haberla incluído en la competencia oficial. Esto no suele pasar de reclamos de críticos enojados, pero esta vez el propio Erice se subió a la disputa al publicar una carta en el diario El País que generó bastante revuelo aquí.
Entre los directores consagrados que pasaron por fuera de la pelea por la Palma de Oro estuvieron el japonés Takeshi Kitano, que no alcanzó a convencer del todo con la ambiciosa pero bastante confusa saga de samuráis Kubi; el coreano Hong Sang-Soo que entregó, en la Quincena de Cineastas, otra de sus minimalistas perlitas en un film titulado In Our Day; el brasileño Kleber Mendonça Filho que trajo un documental personal sobre su historia ligada a su ciudad natal, Recife, titulado Retratos fantasmas y el británico Steve McQueen, que trajo un interesante pero un tanto reiterativo documental sobre Amsterdam durante la ocupación nazi titulado Occupied City, entre muchos otros.
El cine latinoamericano se concentró en las secciones paralelas. Los mayores aplausos fueron para la película argentina Los delincuentes, de Rodrigo Moreno, y Los colonos, del chileno Felipe Gálvez, ambos en la sección Un Certain Regard. Un poco más dividida fue la recepción que tuvo la ambiciosa Eureka, que el argentino Lisandro Alonso filmó en varios países y con la actuación de Viggo Mortensen y Chiara Mastroianni.
Algo similar sucedió con Perdidos en la noche, del mexicano Amat Escalante, una enrarecida mezcla de drama social sobre la búsqueda de una militante desaparecida y una suerte de telenovela sobre una familia de celebrities locales que se ve mezclada en la investigación. Quizás el gran punto flojo de Cannes 2023 fue la poca atención que se le dio al cine latinoamericano. Sigue siendo una cuenta pendiente, casi eterna a esta altura, de las distintas secciones de este festival que, en términos cinematográficos, prefiere mirar para otro lado.
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