Los cerca de 40.000 libros que conforman la biblioteca informe de Alberto Manguel se encuentran en el edificio racionalista y amarillo del antiguo Archivo Municipal de Lisboa. Él acude todas las semanas a este rincón de la periferia para no faltar a su cita con la catalogación de su memoria externa, con ese proceso que vincula las cajas de cartón llenas de libros en el primer piso con las estanterías metálicas y corredizas del almacén del sótano. El espacio del Aleph.
Alto y sobrio, discretamente elegante, deja el sombrero y el abrigo en el perchero, saluda a Conceição Santos, se sienta al escritorio y comienza su rutina. La experimentada bibliotecaria afroportuguesa ha preparado, como siempre, varios volúmenes y él le revela el origen de cada uno y le da pistas sobre el autor o la edición que la orienten para clasificarlo. Las 800 cajas que llegaron en barco desde un almacén de Montreal van desapareciendo al ritmo en que sucede esa conversación diaria entre el dueño de los libros y la técnica que los va a volver públicos.
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Mientras conversan pausadamente, con complicidad e ironía, me acuerdo de aquel capítulo de Leer imágenes que se titula “La imagen como acertijo”. Hay un misterio en esa estampa, en ese hombre y en esa mujer, en ese bibliófilo y esa bibliotecaria que hablan frente a una mesa llena de libros. La clave tal vez esté en el título del siguiente capítulo: “La imagen como testigo”.
“No sé exactamente cuántos son, cerca de cuarenta mil, pero no puedo aventurar una cifra precisa”, me dice, “lo que sí sé es que estamos construyendo un orden distinto”. No será el de la biblioteca privada que fue durante quince años en un antiguo presbiterio reformado de la aldea francesa de Mondion, al sur del valle del Loira, hasta 2015, cuando tuvo que desarticularla a causa de la persecución burocrática de las autoridades locales. Se está reencarnando en una biblioteca de la red municipal lisboeta, que será albergada por un palacete del Marqués de Pombal reformado por la arquitecta Teresa Nunes da Ponte, y seguirá por tanto las normas de la biblioteconomía portuguesa.
“Cuando el alcalde de Lisboa me propuso que donara mi biblioteca a Lisboa, pensó en un nuevo centro para la investigación sobre la historia de la lectura, que es mi tema”. Las siglas de esa institución son CEHL, Centro de Estudios de la Historia de la Lectura, pero pronto se dieron cuenta de que no se trataba de un nombre atractivo: “Entonces decidimos bautizar a este centro futuro con un nombre que indicase de alguna manera la posibilidad de resurrección que una biblioteca vive siempre, y pensamos en Atlántida, porque si bien el mito de Platón, esa sociedad utópica, no perfecta, pero utópica, se hunde en el mar, desaparece, renace a lo largo de los siglos en nuestra literatura”. Espaço Atlântida es “un nombre perfecto para un lugar de esperanza”.
Todavía no es realidad física, pero sí una página web que lentamente se llena de contenido en este espacio secreto. Su inauguración está anunciada para el próximo año. Mientras tanto, las colecciones enteras dirigidas por Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, los libros dedicados por Julio Cortázar, Margaret Atwood o Salman Rushdie, o los cientos de títulos de tema dantesco y los miles sobre historia de la lectura, del libro y de la cultura en general van pasando por las manos de Santos (“la santa matrona de este lugar”) y Manguel (“desembalar libros es un acto creativo”) antes de ser etiquetados y almacenados en el orden exacto en que podrán ser consultados por estudiosos y letraheridos de todo el mundo.
Nuestro último encuentro tuvo lugar en su despacho de la Biblioteca Nacional de Argentina, donde me contó que su primer trabajo fue de librero: “Trabajar en la librería Pigmalión en Buenos Aires fue una experiencia extraordinaria para un adolescente interesado en los libros como era yo, mi primera tarea consistió en pasarle el plumero a los libros, porque decía la dueña que así podía saber dónde estaban y que tenían”. Su labor en la Biblioteca, en cambio: “fue casi lo contrario, de pasar de ser en esa librería un adolescente que estaba descubriendo la literatura a través de los libros y los autores que venían a la tienda, pasé a ser una suerte de administrador, tratando de quitarle obstáculos al trabajo de los verdaderos bibliotecarios”.
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La experiencia ocurrió, además, en un país agrietado: “Desgraciadamente era como ser árbitro de fútbol de un partido de fútbol con los hinchas de un lado y los hinchas del otro que no se comportaban de forma racional, sino simplemente como animales enardecidos y donde no había diálogo, porque en la Argentina, el puesto de director de Biblioteca Nacional es un puesto político, que es absurdo porque una biblioteca es todo salvo un lugar de partidos políticos”.
Fueron varias las ciudades de de las Américas y de Europa y otras coordenadas que contactaron a Manguel para estudiar la posibilidad de albergar sus libros huérfanos. Lisboa fue la única que concretó una oferta, que ofreció un plan y puso recursos para hacerlo realidad. Entre ellos, el rodaje de una película documental que mostrará todas las facetas de la construcción, desde el proceso de catalogación que ocurre aquí a diario hasta la reforma arquitectónica del palacio, la llegada del container cargado de libros al puerto de la metrópolis atlántica o la mudanza del escritor argentino-canadiense.
En estos momentos, además de poder dedicarse a jornada completa a su centro de estudios, Manguel tiene un programa sobre libros en la televisión portuguesa y organiza ciclos de lecturas y conferencias, de modo que a los 75 años ha añadido al español, el inglés y el francés un nuevo idioma profesional. Por las tardes se le puede ver paseando junto al río o curioseando en librerías como Letra Livre o da Travessa.
“Todos llevamos en nuestro cerebro una geografía imaginaria compuesta de un mundo de lugares, algunos que hemos visitado y otros no”, me dice. Y añade: “En mi geografía imaginaria están Venecia y Tombuctú, la China y los mares del Sur, Buenos Aires y Londres, pero los reflejos que hay en mis libros de esa geografía no son necesariamente directos, con Londres tal vez asocio, por ejemplo, un libro de Arno Schmidt que leí en allí, pero que no tiene nada que ver con Londres”.
En la Guía de lugares imaginarios que escribió con Gianni Guadalupi no aparece Lisboa ni el Londres real, pero sí Londres de Támesis, habitada por gorilas que hablan inglés gracias a contener en sus cuerpos células de personajes del siglo XVIII, según cuenta Edgar Rice Burroughs en Tarzan and the Lion Man. Las bibliotecas, tanto de día como de noche, son un subgénero de la literatura fantástica.
“La lectura es una actividad que tiene raíces en un cierto lugar y esas raíces se ven cuando abro el libro otra vez”, me dice mientras sostiene una primera edición de Charles Dickens. Se pueden contar con los dedos de una mano las veces, a lo largo de una vida entera, en que tocamos y miramos todos y cada uno de nuestros libros. Es lo que está haciendo el autor de Mientras embalo mi biblioteca durante estos años en que ha sido adoptado por Lisboa y, a cambio, le ha pedido que entregue las 40.000 piezas que componen el puzle de su biografía.
Mientras los libros pasan, uno tras uno, por sus manos y los mira a través de sus gafas metálica y cuenta dónde lo compró, quién se lo regaló o por qué es importante, pienso que en realidad esa conversación minuciosa con Conceição Santos no es imprescindible. Que, en verdad, se trata de un ritual de desposesión, de despedida.
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