Buenos Aires era una cuadrícula ínfima perdida en un rincón de las Indias. Casitas, el oleaje del río, algún que otro campanario y un humilde cabildo en donde flameaba el Estandarte Real.
Hacia el norte salía el “Camino de las Cañitas”, que tenía ese nombre porque bordeaba la costa y estaba lleno de los juncos que asomaban de la orilla. Al sur estaba el Riachuelo de los Navíos, donde había empezado la ciudad. Para el oeste iba un camino cuyo nombre era “Único Camino Real y Preciso para las Caravanas que vienen de los Reinos de Arriba”.
Esta denominación, propia de aquella época del mundo en que los nombres de las calles no eran arbitrarios, explica el carácter que venía adquiriendo la ciudad: después de algunos siglos en los que no había podido comerciar y había vivido ajena a todas las riquezas del continente, Buenos Aires empezaba a ser importante. En 1776 una Real Cédula había creado el Virreinato del Río de la Plata, del cual sería la cabecera, y en 1778 otra disposición del monarca la había habilitado a despachar por su puerto la producción de, justamente, esos reinos de arriba: Potosí, Tucumán y Córdoba, entre los más importantes. De ahí el nombre de ese camino: nada subía por ahí, y todo bajaba. El virreinato parecía un tobogán curvo: viniendo desde el noroeste las crestas andinas se convertían en llanura y al final de la llanura estaba Buenos Aires, que hacía el este se deshacía en el río.
En esa coyuntura, el lunes catorce de mayo de 1810 apareció en la rada un barco inglés con algunos diarios. La noticia se esparció por las pocas cuadras que eran la ciudad: en la Plaza de Armas, en el cabildo, en la orilla del río y en la Plaza de Toros se hablaba de los acontecimientos de la península. Pronto empezó esa sucesión de hechos que son la Revolución de Mayo: reuniones febriles que duran hasta la madrugada, visitas intempestivas a la casa del virrey, próceres yendo y viniendo por las calles y, finalmente, la escena municipal que habita tantos óleos: la plaza todavía con recovas y el pueblo que parece un vecindario.
Te puede interesar: Vida y obra de Léonie Matthis, la pintora francesa que hizo del país su gran atelier
Dos días más tarde, el veintisiete, la noticia empezaba a propagarse por América. El Cabildo de Buenos Aires le hacía saber a los otros cabildos de la zona de los grandes sucesos. La circular terminaba así: “Real Fortaleza de Buenos Aires, á 27 de Mayo de 1810″. Los pliegos subían por ese camino concebido para bajar, y los hechos municipales empezaban a convertirse en hechos continentales.
La noticia llegó a Córdoba el cuatro de junio, a Tucumán el once y a Potosí el diecisiete. Los mensajeros decían con el aliento entrecortado que una entidad desconocida llamada “junta provisional” había asumido, bajo una gloriosa llovizna, la autoridad del virrey. Que el Virreinato del Río de la Plata no existía más, pero que sí existían las Provincias Unidas. Que se invitaba a los cabildos provinciales a mandar representantes a la capital para participar de la nueva administración. Que dentro de poco saldrían los ejércitos de Buenos Aires a recorrer lo que había sido el virreinato para llevar los laureles de la libertad.
Una de las cosas que se había decidido el veinticinco era que pronto partiría una expedición de quinientos hombres “para auxiliar las provincias interiores del reino”. Así consta en el acta de esa reunión.
A los argentinos, y especialmente a los porteños, nos gusta pensar que después de ese mes ilustre nuestros ejércitos se fueron a recorrer el continente derramando independencia. Pero la idea subyacente era, también, que Buenos Aires conservase la preeminencia que le había cabido en tanto capital del Virreinato del Río de la Plata. Es decir: seguir mandando.
Te puede interesar: Curiosidades del 25 de Mayo en el relato de los protagonistas
La primera comarca a visitar era Paraguay: a finales de septiembre de 1810 una expedición auxiliadora partió rumbo al selvático confín de lo que eran, creían en Buenos Aires, los dominios porteños. La comandaba Manuel Belgrano, uno de los nueve miembros de la junta que se había constituido. Antes de despedirse, Belgrano recibió del Cabildo de Buenos Aires las últimas instrucciones: pasar al Paraguay y poner a la provincia “en completo arreglo”, removiendo al Cabildo asunceño y poniendo en su lugar a gente de confianza. Pero al cruzar el río Tebicuary, ya sintiendo la blanda caricia tropical, Belgrano supo que no iba a auxiliar a la patria guaraní sino a conquistarla: “Desde que atravesé el Tebicuary no se me ha presentado ni un paraguayo ni menos los he hallado en sus casas; esto, unido al ningún movimiento hecho hasta ahora a nuestro favor, y antes por el contrario, presentarse en tanto número para oponernos, le obliga al ejército de mi mando a decir que su título no debe ser de auxiliador, sino de conquistador del Paraguay”. Y entonces Belgrano se enfrentó a las fuerzas paraguayas. Fue en la Batalla de Paraguarí. Los porteños hicieron base durante tres días en el Cerro Mba´e y finalmente fueron derrotados. Meses después la junta de Asunción le mandó una nota a la junta de Buenos Aires en la que comunicaba: “esta Provincia se gobernará por sí misma, sin que la excelentísima junta de esa ciudad pueda disponer ni ejercer jurisdicción sobre su forma de gobierno…”.
Después fue Castelli, otro de los miembros de la junta, el que se encaminó hacia los bordes de lo que había sido el virreinato. A él le tocó el Alto Perú. Su misión consistía en sumergirse en la sociedad andina y forjar un vínculo estrecho con los naturales para que estos se incorporasen a las Provincias Unidas. La idea de los heraldos de la libertad era que los indígenas pudieran palpar por sí mismos las ventajas de la nueva situación. Así transcurrieron algunos meses de quehacer patriótico, entre rostros poliédricos y cuerpos emponchados, hasta que el 25 de mayo de 1811 pasó algo increíble: para conmemorar el primer aniversario de la revolución, el ejército de Buenos Aires hizo un acto en las ruinas de Tiahuanaco. Más tarde Castelli perdió una batalla y los españoles retomaron el control del altiplano. Años más tarde fue nuevamente Manuel Belgrano el que los enfrentó. Primero perdió en Vilcapugio y después en Ayohuma.
La más larga y famosa de aquellas excursiones fue la de José de San Martín, que se inició justamente donde hoy está la Plaza San Martín. Ahí el futuro Libertador empezó a entrenar a algunos soldados. Las barrancas del lugar le permitían a los escuadrones ejercitarse en un terreno mínimamente empinado y, por eso, un poco parecido a lo que después encontrarían multiplicado al infinito en los caminos de la cordillera. Los preparativos porteños, sin embargo, se terminaron pronto. San Martín fue nombrado Gobernador de la provincia de Cuyo y se trasladó a Mendoza: el Ejército de los Andes estaba llamado a instituirse al pie de la cordillera que le dio el nombre. Más que una provincia, Cuyo era una cuartel al aire libre, y al cabo de un par de años la rutina militar dio sus frutos: el ejército que liberaría a Chile y Perú estaba listo, y el día de la partida llegó. San Martín había regalado grandes cantidades de licor a los caciques de la zona para que los dejaran pasar, pero aún con ese amparo el cruce fue dificultoso. Con todo, el Ejército de los Andes logró su cometido de encontrar los caminos invisibles de la cordillera, lanzarse sobre Chile y vencer inmediatamente al enemigo.
Te puede interesar: Se inauguraron “Pintores de la historia” y “Las marcas de la frontera” en el Museo Histórico Nacional
La escala siguiente, la más importante, era Lima: ahí estaba verdaderamente el poder español en América. Después de navegar por el Pacífico durante veintiocho días, San Martín llegó a Perú. El aire se estremeció con el bronce de su espada: el Libertador proclamó la independencia del país y asumió el cargo de Protector del Perú. Su protección terminó durando un año: en ese lapso se crearon la bandera y el himno peruanos.
Las tropas sanmartinianas estaban estacionadas en Lima cuando llegó un pedido de refuerzos por parte de Antonio José de Sucre, la mano derecha de Bolívar, que estaba batallando en lo que hoy es Ecuador. San Martín mandó a Lavalle, y Lavalle se dirigió entonces desde Perú rumbo al norte y enfrentó al ejército realista en Riobamba, donde su nombre quedó inmortalizado: él y sus noventa y seis granaderos argentinos vencieron a los cuatrocientos hombres de la caballería española. Fue lo más lejos que llegaron las tropas de aquella Buenos Aires.
Hoy hay, en Riobamba, un monumento a Lavalle. Su perfil argentino se recorta sobre el fondo de montañas, y la placa que está al pie dice: Testimonio de admiración y gratitud a quienes nos dieron la independencia.
También el paso de San Martín por Perú dejó una huella: aún hoy los peruanos homenajean la gesta de los porteños cuando en su himno cantan: “Largo tiempo el peruano oprimido / La ominosa cadena arrastró; / Condenado a una cruel servidumbre / largo tiempo en silencio gimió. / Mas apenas el grito sagrado / ¡Libertad! en sus costas se oyó...”.
Belgrano perdió en Vilcapugio y Ayohuma y tuvieron que venir Bolívar y Sucre a liberar el Alto Perú: por eso Bolivia se llama como se llama y por eso una de las dos capitales del país se llama Sucre. De todos modos, los porteños de 1810 dejaron su marca: después del desastre de Ayohuma, Belgrano se replegó en un pueblito de la zona llamado Macha. Pasaron setenta años: en 1883 un cura estaba limpiando la capilla del lugar y encontró, detrás de unos cuadros, la bandera que nuestro ejército pudo salvar de las garras del enemigo. Hoy está en Sucre, en la Casa de la Libertad.
Y el Cerro Mba´e, donde acamparon los porteños antes de perder en Paraguarí, fue conocido desde entonces como el “Cerro Porteño”.
Tan continental se hizo la ínfima cuadrícula que es más fácil encontrar rastros de aquella Buenos Aires en la lejanía americana que en la ciudad actual, porque el molde colonial de 1810 se desdibujó muy rápidamente. En 1811 la Plaza de Armas pasó a llamarse Plaza del 25 de Mayo y en 1884 tomó su nombre actual. Junto con el nombre regio se fue también el brío de la arquitectura: la recova empezó a considerarse un símbolo del pasado, se tiraron abajo los arcos que todavía pueblan tantas espléndidas plazas del continente y se armó el rectángulo abierto y un poco desabrido que vemos hoy. De la Real Fortaleza sólo queda, en el Museo Casa Rosada (el que antes se llamaba Museo del Bicentenario), el Escudo Real que adornaba la puerta: todavía se le ven los blasones de Castilla y León. La Plaza de Toros de Retiro, que quedaba en lo que hoy es la intersección de Marcelo T. de Alvear y Maipú, también fue víctima de la reacción antiespañola. La Calle de los Reinos de Arriba tuvo varios nombres hasta transformarse en Rivadavia.
Así las cosas, el cabildo (en cuyo museo todavía se puede ver el Estandarte Real) se fue quedando solo: antes era una más entre las formas de la colonia, y con la independencia pasó a ser el vestigio de un mundo perdido que, sin embargo, podemos encontrar si viajamos a la cordillera, al altiplano o al trópico.
Seguir leyendo