La moda y el arte son disciplinas complementarias. Renombrados diseñadores se han inspirado en cuadros o artistas para crear algunas de las colecciones más exitosas de la historia, como es el caso de Yves Saint Laurent, quien se atrevió a “traducir” en sus prendas su interpretación de la obra de Mondrian, Picasso, Vang Gogh o Matisse. Y aunque siempre se lo ha considerado un visionario en este sentido, mucho antes que él una artista francesa había tenido esa misma idea. Se llamaba Sonia Delaunay y fue una de las primeras que trabajaron en la decoración y el diseño desde el mismo punto de vista que la pintura.
Sonia Delaunay –nacida como Sarah Ilínichna Stern en 1885– era hija de una familia ucraniana muy modesta que envió a la niña a la casa de su tío materno, Henri Terk, en San Petersburgo, para que fuera criada por él. Terk era un abogado prestigioso y amante del arte, pasión que supo transmitir a su sobrina –a quien adoptaría legalmente– en asiduas visitas a los museos más importantes de Europa. Cuando Sarah cumplió 19 años, su tío la envió a estudiar a Alemania, donde descubrió la pintura moderna.
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Para 1906, la joven ya residía en París, donde quedó fascinada con la exposición póstuma de Gauguin de ese mismo año. De esos días data su pintura Philomene (1907), donde se advierte al mismo tiempo la influencia de Gauguin y del incipiente fovismo. Contaba en esa época con una asignación económica de su familia y una amplia formación que le permitió integrarse rápidamente en la escena artística parisina, entonces en plena efervescencia.
Para evitar las presiones familiares que le exigían volver a Rusia, en 1909 Sonia pacta un matrimonio de conveniencia con un galerista inglés gracias a quien conoce a Pablo Picasso y André Derain, entre otros artistas entre quienes estaba también Robert Delaunay. Sonia y Robert forjaron una pareja artística y personal; su relación se fue consolidando hasta que en 1910 ella se divorcia y se casa con Delaunay, de quien toma el apellido.
Los Delaunay fueron pioneros en la pintura abstracta. Sus investigaciones culminaron hacia 1912 en el Simultaneísmo –denominado “Orfismo” por el poeta Guillaume Apollinaire–, la exploración basada en el color y la forma que crea contrastes simultáneos de imágenes abstractas y expresivas. Combinaban colores primarios y secundarios (rojo con verde, amarillo con púrpura y azul con naranja) para obtener vibraciones visuales, y se interesaron por temas de la vida urbana y moderna –bailes, retratos, anuncios luminosos–, de modo que siempre estaban a caballo entre la abstracción y la figuración, algo que puede verse en sus pinturas relativas al arte flamenco.
Sonia Delaunay buscaba el arte total, quiso aplicar el simultaneísmo a la vida cotidiana, a los diseños textiles, los libros y la decoración de interiores. Exploró diversos soportes y técnicas, y descubrió en la moda una nueva forma de expresión a partir de una sencilla manta de bebé que confeccionó para su hijo Charles en 1910. El edredón estaba compuesto de retazos siguiendo un diseño que recuerda mucho a la apariencia del patchwork actual y con el que quiso seguir la tradición de las madres ucranianas.
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El resultado le recordó la estética cubista de artistas como Picasso o Braque, pero en este caso el color era el protagonista absoluto. A partir de ese momento, Sonia comenzó a plasmar su arte en todo tipo de soportes y su trabajo, en un principio figurativo y muy cercano al fovismo, se dirigió hacia la abstracción.
Colaboró además con diferentes poetas, como en el caso de La prosa del Transiberiano (1913), de su amigo Blaise Cendrars. Se trata del primer libro de artista, consistente en cuatro pliegos de papel unidos entre sí que forman, extendidos, una gran pieza de dos metros de alto por poco más de treinta centímetros de ancho. Cendrars planeaba publicar 150 ejemplares, los cuales, puestos unos tras otros, igualarían los trescientos metros de la Torre Eiffel (uno de los símbolos del poema de Cendrars y de la pintura de Delaunay). Al final tiraron sólo 60 ejemplares, algunos de los cuales se encuentran hoy en el Museo Hermitage en Petersburgo, el British Museum en Londres o la Public Library en Nueva York.
En la segunda década del siglo XX, muy cerca en el tiempo, dos sucesos políticos tuvieron consecuencias mayores para la familia Delaunay. En primer lugar, el estallido de la Primera Guerra Mundial sorprendió a los artistas mientras pasaban unas vacaciones en España. Impedidos de regresar a París, estuvieron un tiempo en Portugal y luego se instalaron en Madrid. Pocos años después, con la revolución rusa de 1917, Sonia dejó de recibir la asignación de la familia Terk y de un día para el otro tuvo que pensar cómo ganarse la vida.
La artista movilizó entonces sus muchos contactos madrileños para ejercer su actividad en terrenos que le reportaran ingresos. La idea era introducirse en el mundo de la escena. En la capital española, los Delaunay habían conocido a Sergei Diaghilev, fundador de los ballets rusos que estaban revolucionando el mundo de la danza. Tras conocer su trabajo, el empresario encargó a Sonia el diseño del vestuario para el ballet Cleopatra. Por aquel entonces también decoró el teatro-cabaret Petit Casino.
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Sin embargo, el dinero que ganaba seguía siendo insuficiente para mantener a la familia. Por eso en 1918 probó suerte abriendo una boutique a la que denominó Casa Sonia, dedicada a la decoración de interiores, diseño de complementos y de moda.
Sus textiles, joyas, mosaicos, muebles y vestidos coloristas pronto despertaron furor entre la aristocracia madrileña; una prueba de esa consagración fue haber vestido a las hijas del marqués de Urquijo.
Cuando el matrimonio regresó a París, en 1921, Casa Sonia pasó a convertirse en Maison Sonia. En esta etapa, sus clientes pertenecían a la sociedad intelectual, a la que se animó a vestir con los cuadros que había pintado en España.
Para Sonia, el color era “la piel del mundo” y con ella quiso vestirse: diseñó su primer vestido simultáneo, confeccionado con formas geométricas hechas con trozos de tela coloridos. La prenda acentuaba de manera natural la forma y el movimiento de su cuerpo y borraba los límites entre su figura y el espacio por el que se deslizaba mientras bailaba.
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De esta manera, con sus creaciones, convirtió los salones de baile en verdaderos laboratorios donde experimentar con el simultaneísmo para renovar la estética urbana a través del color. Porque si hay algo que Sonia tuvo siempre muy claro es que moda, pintura y vanguardia han estado siempre estrechamente ligadas.
El impacto que tuvo el vestido en el círculo artístico parisino fue tal, que más tarde su amigo el poeta Cendrars llegó a afirmar que la moda futurista estuvo directamente influenciada por esa prenda.
La moda femenina había tenido grandes cambios a partir de la guerra. Antes del conflicto bélico, la mujer vestía corsés apretados, grandes faldas y sombreros de gran tamaño, ropa que le impedía moverse fácilmente. Al terminar la guerra, la cantidad de hombres disminuyó drásticamente; la mujer tomó protagonismo y salió a trabajar o a ayudar a los sobrevivientes, lo que hizo que la indumentaria se simplificara.
El “arte vestible” de Sonia Delaunay supuso una alternativa a aquella moda decimonónica que todavía oprimía la vida de muchas mujeres. Influenciada por la revolución que pocos años antes comenzó el modisto Paul Poiret con el diseño de vestidos que libraban a la mujer del corsé, Sonia creaba prendas técnicamente adaptadas a las formas femeninas y a las necesidades reales de una mujer moderna que trabajaba, bailaba o practicaba deporte.
Hacia el interior del mundo del arte, el gran aporte de Sonia Delaunay fue sostener con su propia experiencia su firme creencia en la igualdad de todas las manifestaciones artísticas: “Ni siquiera con los más mínimos detalles de la confección o de la decoración doméstica tengo la sensación de estar perdiendo el tiempo. No, es un trabajo noble, tan noble como una naturaleza muerta o un autorretrato”, declaró sobre su trabajo en España.
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