Hola, ahí.
Parecía que me había perdido pero no, acá estoy después de tres semanas intensas que, año a año, nos ponen a prueba a todos aquellos que nos dedicamos a los libros. La Feria del Libro te absorbe con amor pero también con algo de crueldad: fascina y abruma por igual, como una gran pasión. Pero, una vez más, sobreviví.
Como además la Feria es una usina de información, con algunos momentos inolvidables y un arco de frases que va de la inverosimilitud al deslumbramiento, seguramente mucho de lo que pasó en estos días se irá derramando a lo largo de las próximas entregas de Fui, vi y escribí.
Empezamos hoy, con un tema inquietante que se fue imponiendo entre mis materiales de lectura de estos días.
Palos de escoba y piedras
Una de las actividades en las que participé fue la presentación de Hijos de la fábula, la nueva novela de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), el autor de Patria, esa historia formidable en la que dos familias amigas terminan enfrentadas por el terror y la manipulación política, una ficción muy exitosa que dio lugar a una premiada miniserie.
Tuve la suerte de acompañarlo en un diálogo que disfruté muchísimo y en el que hablamos de esta novela que, en realidad, surgió a la par de Patria, pero que por diversos motivos su autor decidió publicar más tarde.
Esta vez Aramburu vuelve a ETA pero lo hace desde otro registro, que podríamos llamar de tragicomedia. La historia narra las peripecias de Joseba y Asier, dos chicos jóvenes y entusiastas que son reclutados y que esperan las instrucciones para convertirse en militantes en una granja de pollos en Francia, donde fueron recibidos por una pareja que colabora con la organización terrorista. Uno de ellos —el más delgado, célibe y desconfiado de las mujeres— se arroga el lugar de jefe y da instrucciones. El otro, más rellenito y nostálgico porque dejó a la novia embarazada en su pueblo para plegarse a la lucha, acepta pero no de buena gana.
Es octubre de 2011 y la Historia conspira contra sus deseos. ETA anuncia el cese definitivo de la actividad armada de la organización. Los muchachos buscan esconder su frustración y deciden seguir adelante y actuar por su cuenta porque para ellos el enemigo sigue ahí, aunque les falta todo: armas, entrenamiento, disciplina, dinero…
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Los aspirantes a terroristas de Aramburu son torpes, bastante ingenuos y, por momentos, tiernos. Quieren matar a los malos y se preparan para eso, de modo que ante la falta de instrumentos adecuados hacen prácticas con palos de escoba a la manera de escopetas y de piedras, en lugar de granadas.
Las criaturas de Aramburu se proponen conformar una organización seria y temible y, en el camino hacia ese logro, reflexionan sobre diferentes cuestiones humanas, lo que hace crecer a la novela en lo que va del humor y el ridículo a lo definitivamente existencial.
”Conversaron, al alba, de cama a cama. Hablando y fumando entretenían las bocas. Se ahorraban así el desayuno en espera del café con bizcocho de la granjera a media mañana. Asier teorizó durante un cuarto de hora con la mirada fija en el techo de la habitación. El dinero requisado al enemigo sería para gastos de la lucha armada y sustento de los militantes de la nueva organización.
— ¿Qué organización?
— La nuestra, camarada. La que vamos a fundar hoy mismo sin falta. Hoy es un día histórico. No lo sabe nadie. Da igual. Todo el mundo se enterará algún día. Entonces los historiadores escribirán sus chorradas”.
”Joseba alabó el río. Le parecía bonito. El día luminoso, aunque con nubes, cada vez con más nubes, también le gustaba. Y el sonido de los remos al entrar en el agua. Casi, casi le estaba dando por dentro un pinchazo de felicidad. Asier le afeó aquel sentimiento.
— Es burgués. No debemos cometer el error de ser felices. No hay más felicidad que la misión cumplida.
— Y si estoy a gusto aquí, ¿qué?
— Eso es otra cosa. Tu has hablado de felicidad.
— ¿Cuál es la diferencia?
— La felicidad vuelve a la gente estúpida. Se olvidan de luchar. Les entra pereza. Los felices solo piensan en ir de compras y bañarse en la piscina. Piensan en vacaciones, playa y discoteca. Eso es apoyar al sistema opresor. Justo lo que le va bien a los de la clase dominante. Mira las masas metidas en los campos de fútbol gritando como monos. ¿Gana su equipo? Para ellos eso es la felicidad. O que les toque la lotería. Los felices son bastante borregos. ¿No te habías fijado? ¿Que los explotan? Ni se enteran. En cambio, estar a gusto es como una cosa del momento, ¿no? Simplemente te sientes bien. Algo que no resta energía para el proyecto”.
Con unos personajes que por momentos recuerdan al Quijote y a Sancho Panza y, en un tono que puede asociarse al esperpento de Valle Inclán o al Beckett de Esperando a Godot, el autor vasco escribe una ficción que es un gran desafío: tomar un tema grave y con tanta implicancia política y social desde una perspectiva cercana al disparate y el humor.
Hay un segundo desafío, que no tiene que ver con el tema del newsletter pero que me resultó fascinante y está vinculado al lenguaje y, más que al lenguaje, a la forma de la escritura, que tiene un efecto que la acerca al modo elemental de pensar de los jóvenes terroristas frustrados.
En la presentación de la Feria, Aramburu explicó que con cada libro él suele proponerse desafíos de escritura y, en Hijos de la fábula se planteó un escollo bravo: escribir una novela en la que casi no haya frases que tengan más de un verbo. De ahí la recurrencia al punto seguido en lugar de las comas, por ejemplo. Se trata de decisiones del autor que muchas veces los lectores desconocemos o no advertimos, aunque sí podemos disfrutar o asombrarnos por sus efectos.
¿No es maravilloso?
El buen matar
Hace algunos años leí por primera vez al novelista israelí Yishai Sarid. Abogado y periodista, Sarid perteneció al cuerpo de inteligencia militar israelí y es, además, hijo del reconocido periodista y político del Meretz (partido socialdemócrata y pacifista) Iosi Sarid (1940-2015). La novela que leí entonces se llama El monstruo de la memoria y es fascinante por lo que cuenta y por la forma en que lo hace.
Un historiador israelí experto en el Holocausto se convierte en el más exquisito de los guías en los campos de exterminio nazis en Polonia. A medida que avanza en su saber, también avanzan las contradicciones, la locura y las preguntas por la condición humana y el mal. Y también las preguntas por los tours del horror y la frivolización de uno de los momentos más espeluznantes de la historia humana.
De todo esto nos enteramos por boca del mismo protagonista, quien escribe una larguísima carta al presidente de Yad Vashem, la organización israelí dedicada a la preservación de la memoria de la Shoá.
La editorial Sigilo, que publicó en su momento El monstruo de la memoria, ahora publica Victoriosa, del mismo autor, una historia también perturbadora y, al igual que la anterior, absolutamente lejos de toda corrección política.
Abigail tiene cerca de cincuenta años, es madre sola y experta en psicología del arte de matar. Hija de un psicoanalista clásico, se retiró del ejército después de una fecunda carrera como psicóloga militar, experta en estrés postraumático pero, sobre todo, gran innovadora en materia de entrenamiento de los soldados para prepararlos psicológicamente para matar y también para poder superar la muerte de los compañeros.
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Acostumbrada a moverse en un mundo de hombres, puede ser todo lo distante y fría que se necesita para enfrentar pelotones de interrogatorios y dudas y hasta para persuadir a quienes van a matar y/o morir de que lo que están haciendo es lo correcto. Convencida de su tarea y de los objetivos de Israel, no duda en acercarse incluso a las zonas de combate para ver con sus propios ojos aquello sobre lo que trabaja. Para ella no hay matices en la vereda de enfrente, hay terrorismo y amenaza a la existencia de su país.
Así de fría es también esta mujer en materia sentimental: cuerpo y sexo por un lado, cabeza y razón por otro. Nunca se permite perder el control. La niñita superdotada que fue sigue estando ahí, manejando los hilos de su vida y de la vida en general. Ella es la narradora de la novela.
Después de un tiempo de trabajar en el sector privado, es convocada por el nuevo jefe del ejército, alguien con quien años atrás tuvo una relación muy cercana y con quien mantienen un pacto secreto. Rosolio la manda a llamar porque la necesita, Abigail es su gran asesora ante las dudas cruciales, aquellas que comprometen su vida y también la de los soldados a su cargo.
La guerra es inminente, y, no por habitual, deja de inquietar a los ciudadanos. Pero hay otro hecho que da vuelta el estado de cosas: Shauli, su único hijo, acaba de alistarse para combatir en el escuadrón de paracaidistas. A partir de esto, algo parece cambiar en su modo de pensar el horror, la violencia, la muerte. O no.
Victoriosa es una novela plena de matices y despierta las ganas de analizar escenas, personajes, vínculos, sentimientos. Como la relación de Abigail con su padre, que de algún modo la desprecia por haberse convertido en una pieza de la maquinaria militar —daría para un ensayo: muchas mujeres lo sabemos, nos pasamos la vida buscando la aprobación de ese hombre al que amamos tanto y, a veces, pese a nuestro empeño ese aplauso tan deseado no llega nunca—. “No eres una terapeuta, eres una sierva de las Fuerzas Armadas”, llega a decirle.
”— Has aconsejado a coroneles y generales cómo sacar el máximo partido de unos simples soldados —continuó mi padre con maldad—. Trasladaste los sistemas del capitalismo al ejército, como hacen los psicólogos que trabajan para los empresarios. Pero en el ejército ni siquiera hay sindicatos, así que se puede hacer con ellos lo que se quiera. Hasta enviarlos a la muerte. (...) Si mataras por tí misma, por lo menos te sentirías satisfecha, pero ni siquiera eso tienes”.
Me resulta atractivo pensar debates alrededor de la relación de Abigail con los hombres, con su hijo, con Noga, la joven militar a quien conoció tiempo atrás en uno de los crueles simulacros que ella ayudaba a implementar y con quien tiene una singular relación amistosa, con Mendi, su expaciente y amigo, acosado por los fantasmas de sus muertos y por los propios errores de su vida íntima o con su madre, a quien puso siempre en segundo plano, deslumbrada por la figura paterna.
En su estilo seco, directo, la novela de Sarid es un abanico de historias posibles. No hay personajes que sobren ni diálogos que estén de más. Así y todo, hay algo incandescente en términos humanos y es la discusión por dar la muerte, por matar mejor, con menos culpa y menos pesadillas en el futuro.
“—Por mar y por aire somos estupendos —dijo Rosolio—, rápidos, eficientes, invencibles. Pero donde nos atascamos es abajo, en las batallas en tierra, en el cara a cara. Ahí nos matan y nos secuestran, ahí nos hundimos en el barro. Tenemos unos chicos demasiado delicados. No les hemos enseñado a matar”.
Esto dice Mendi:
”— Imagínate que ves a una persona por primera vez —dijo—, y al momento te acercas mucho a ella, la oyes respirar, te llega su olor, ves la expresión de su cara, y en el lapso de uno o dos segundos le atraviesas el cuerpo de una cuchillada o de un balazo. Estás ahí con esa persona en su último momento. Su mujer no está allí, ni sus padres, ni sus hijos. Solo yo. A veces se me desplomaban sobre el hombro murmurando unas palabras de despedida porque allí no había nadie más”.
Durante sus conversaciones con los soldados, Abigail habla de estudios que se realizaron a lo largo del tiempo acerca del vínculo entre los humanos y el dar muerte a los otros. La mayoría de las personas son cobardes y les repugna matar, explica la psicóloga, excepto unos pocos que nacieron para eso y para quienes matar es algo natural.
Me alucinaron algunos datos que aparecen en la novela, como el de los trabajos hechos por el ejército estadounidense que señalan que durante la Segunda Guerra Mundial, solo el 20% de los soldados de Infantería disparaban sobre el enemigo con la intención de matarlo. Los demás ni disparaban o, si lo hacían, disparaban al aire.Preocupados por esta cifra, los militares estadounidenses buscaron asesoramiento y cambiaron las prácticas y los entrenamientos, intentando sofisticados modos de vencer el rechazo natural de los soldados a matar. Seguramente sintieron satisfacción al ver que décadas después, en Vietnam, la enorme mayoría de sus soldados disparaban para matar. Claro que si analizamos el conjunto de la realidad, tanta eficacia no les sirvió para ganar esa guerra, de todos modos.
Fui a buscar en Google y encontré un artículo de The Washington Post que habla del libro On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society, del psicólogo y ex paracaidista militar Dave Grossman, publicado en 1996. Ahí se menciona al estudio que dio como resultado que menos del 20% de los soldados utilizaron sus armas en la Segunda Guerra, añaden que una cifra aún menor disparó con intenciones de matar y cuentan que, a partir de esos datos, los norteamericanos buscaron desensibilizar a los soldados en relación a la humanidad del enemigo. Así consiguieron que en la guerra de Corea más del 55% utilizara sus armas y que en Vietnam lo hiciera más del 90% de los soldados.
Otro de los estudios a los que echa mano Abigail en su asesoramiento a militares es el llamado Experimento de Milgram, que explica la obediencia a la autoridad. Lo llevó adelante Stanley Milgram, un psicólogo de la Universidad de Yale poco después del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalem, en el cual el ideólogo de la “solución final” se excusó argumentando que solo cumplía órdenes. De ese juicio, de esos argumentos, surge el famoso ensayo de Hannah Arendt acerca de la banalidad del mal. Pero volvamos a Milgram.
Milgram reclutó a 40 participantes en el estado de Florida, lo hizo a través de anuncios en diarios y en la calle, en los cuales se invitaba a formar parte de un experimento sobre “memoria y el aprendizaje” por lo que se les pagarían 4 dólares (algo así como unos 40 dólares de hoy).
Para el experimento hacían falta tres personas: el investigador (vestido con una bata blanca y con ínfulas de autoridad) el maestro y el alumno. A los voluntarios siempre se les asignaba mediante un falso sorteo el papel de maestro, mientras que el del alumno siempre era asignado a personas vinculadas al estudio.
Maestro y alumno eran ubicados en habitaciones diferentes aunque el maestro observaba siempre como el supuesto alumno era atado a una silla para “evitar movimientos involuntarios” y se le colocaban electrodos. El supuesto maestro, mientras tanto, era ubicado frente a un generador de descarga eléctrica con treinta interruptores que regulaban la intensidad de la descarga en incrementos de 15 voltios, oscilando entre 15 y 450 voltios.
El generador, claro, era falso, como eran falsos los gritos que se escucharían luego durante el experimento. El supuesto maestro tenía instrucciones de castigar con descargas eléctricas al alumno cada vez que se equivocara en una respuesta. A todos se les había señalado que las descargas podían producir ‘mucho dolor’ pero en ningún caso ‘daños irreversibles’.
Pese a que muchos de los participantes presentaron síntomas de estrés, desconcierto y angustia y que algunos llegaron a decir que renunciaban al dinero para irse, el 65% administró el voltaje máximo de 450 y ninguno frenó al nivel de 300 voltios, límite en el que los supuestos alumnos daban señales de vida.
Esto les dice Abigail a los militares:
”El científico les ordenaba aumentar gradualmente la potencia de la corriente eléctrica hasta llegar a una potencia letal. (...) Cuando detectaba señales de indecisión, les decía que tenían que obedecerle, que no se preocuparan porque él cargaba con toda la responsabilidad.
—La conciencia es un instrumento bastante sencillo. Cuando mayor sea vuestra autoridad, cuanto más convincentes sean y cuanto más cerca estén de vuestros soldados, más les obedecerán y matarán con una mayor eficiencia. (...) No basta con que le den al soldado la orden de matar: tienen que liberarlo de sus remordimientos de conciencia. Es solo después cuando entran en juego el Estado, los dirigentes, la bandera y demás parafernalia que justifica el acto de matar. Ustedes son el chaleco salvavidas psicológico de vuestros soldados. Sin él, son meros asesinos”.
“La sensación más dura que experimenta un soldado en combate -dije- es que alguien lo odia tanto que lo quiere matar. Es una sensación paralizante porque no se parece a nada de lo que nos encontramos en nuestras vidas corrientes”.
También les cuenta que a los condenados a muerte se les tapan los ojos para que la mirada de quien va a ser ajusticiado no haga dudar a los verdugos y el remordimiento no los persiga hasta el final de sus días. Y les cuenta que uno de los miembros del pelotón de fusilamiento recibe un cargador con balas de fogueo pero nunca saben quién de ellos es, de manera que “todos pueden disfrutar de la esperanza de no haber matado”.
Esto le dirá luego al lector:
”Lo que yo quiero es que a la hora de la verdad, en el campo de batalla, cuando todo lo que los rodea se esté derrumbando, recuerden lo que les he dicho, sin hipocresía y sin engañarse, que sepan matar”.
Podría seguir citando todo lo que subrayé de la novela de Sarid, pero prefiero, sin más, recomendarte su lectura.
Carrère, cronista judicial
Quien me lee hace tiempo, lo sabe: soy absolutamente fan de Emmanuel Carrère, de sus libros, de su estilo, de los temas que elige para investigar o narrar. Esta vez el gran escritor francés regresó a los tribunales, de donde salió El adversario, uno de sus mejores libros.
En esta oportunidad, la idea vino de parte del semanario Le Nouvel Observateur (L’Obs), quienes le propusieron cubrir, junto con un equipo de periodistas, el juicio por los atentados terroristas de noviembre de 2015 en París, mal recordados como el atentado a Bataclan, ya que fue esa sala de conciertos la más afectada por los ataques aunque no la única: los terroristas de Estado Islámico también llevaron su violencia a las terrazas de algunos restaurantes y al Stade de France, donde el equipo local jugaba con Alemania.
Entre el 2 de septiembre de 2021 hasta el 7 de julio de 2022, el autor de De vidas ajenas fue a diario al tribunal a escuchar los testimonios de sobrevivientes, familiares de víctimas, miembros de las fuerzas de seguridad y acusados de los atentados que dejaron 130 muertos y más de 400 heridos, en su enorme mayoría gente muy joven, tan joven como los nueve asesinos, que en su mayoría se inmolaron haciendo detonar el cinturón de explosivos que llevaban puesto. Varios de ellos habían nacido en Bélgica. Algunos habían recibido entrenamiento en Siria.
Carrère publicó regularmente columnas de 8000 caracteres en la revista y de ese material sale el libro que hoy podemos leer con el título V13, la sigla con la que se conoce entre los franceses aquella fecha nefasta. No hace falta recordar la excelencia del trabajo del francés con la crónica pero tal vez en este libro, más que en ningún otro, se destaca su talento para la escucha y para trabajar los testimonios como sostén vital del relato. Creo que junto con Svetlana Alexievich son los autores que mejor han conseguido trabajar el testimonio como insumo literario.
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La primera persona a la que nos tiene acostumbrados esta vez solo está allí para ver, escuchar, tomar nota y luego escribir este ejercicio deslumbrante al que se pliega por las siguientes razones: “No me alcanzaron personalmente los atentados, no los sufrió nadie de mi entorno. En cambio, me interesa la justicia”, dice al comienzo. “Sin ser un especialista en el islam, y menos aún un arabista, me interesan asimismo las religiones, sus mutaciones patológicas, y este interrogante: ¿dónde empieza la patología? Cuando se trata de Dios, ¿dónde empieza la locura? ¿Qué tiene en la cabeza esta gente? Pero el motivo principal no es ese. El motivo principal es que centenares de seres humanos que tienen en común haber vivido la noche del 13 de noviembre de 2015, haber sobrevivido a ella o haber sobrevivido a sus seres queridos, van a comparecer ante nosotros y a tomar la palabra. Día tras día vamos a escuchar experiencias extremas de muerte y de vida, y pienso que, entre el momento en que entremos a esta sala de audiencia y el momento en que salgamos, algo habrá cambiado en todos nosotros”.
En 2015, el presidente francés era el socialista François Hollande. Los terroristas que atacaron la sala de conciertos Bataclan se ocuparon de advertirles a los rehenes y las víctimas que no eran ellos los responsables de ese horror que estaban viviendo.
”…Culpad a vuestro presidente, François Hollande… Juega al cowboy, al western, bombardeando a nuestros hermanos en Irak, en Siria, nosotros hemos venido a hacerles lo mismo…Los soldados del califato estamos en todo el mundo. Vamos a golpear en todas partes…
Tú, no te muevas.
(Un disparo)
Te había dicho que no te movieras”.
Recién te hablaba de la novela de Sarid y de cómo a partir de la Segunda Guerra se fueron afilando lo recursos para lograr que los soldados estuvieran preparados para matar en el cuerpo a cuerpo. Mientras la tecnología permite cada vez más llevar adelante masacres en las cuales la sangre no salpica a quienes la llevan a cabo, mirarles los ojos a las futuras víctimas no es algo para lo que todos estén preparados.
En el caso de los miembros de Estado Islámico ocurre lo contrario, contradiciendo aquella frase del filósofo lituano francés Emmanuel Levinas que decía que “El rostro es lo que no se puede matar o, al menos, eso cuyo sentido consiste en decir: no matarás”.
Escribe Carrère, a propósito del video de reivindicación de los ataques que fue difundido después de los atentados, que con forma de videojuego “muestra a los ‘nueve leones del califato’, es decir, a los futuros kamikazes de París, entrenándose en un paisaje pedregoso, probablemente sirio, durante el verano de 2015. Saben que dentro de unos meses van a matar y morir. Entretanto decapitan a prisioneros, cada uno al suyo, y no solo los decapitan sino que al hacerlo algunos se parten de risa. El video dura 17 minutos y es propaganda. Quizás me equivoque, pero me parece que esta clase de propaganda es totalmente inédita. (...) La propaganda nazi no mostraba Auschwitz, la estalinista no mostraba el gulag, la de los Jemeres Rojos no mostraba el centro de torturas S.21. Normalmente, la propaganda oculta el horror. Aquí lo exhibe. El Estado Islámico no dice: es la guerra, tenemos el triste deber de cometer actos horribles para que el bien triunfe. No, reivindica el sadismo. Para convertir, utiliza el sadismo, lo exhibe, permite ser sádico”.
Las personas que estaban esa noche del viernes 13 cenando con sus parejas, amigos o familia no advirtieron al comienzo qué estaba pasando. Primero creyeron que eran petardos, luego que estaban atrapados en medio de un ajuste de cuentas, solo después se dieron cuenta de que ese delirio estaba programado por unos hombres que se habían bajado de un vehículo con armas de guerra para matarlos.
”Era una matanza, una carnicería, una maraña de cuerpos con orificios enormes de los que manaban sangre, carne, órganos, y que cuando llegaron los primeros auxilios se oía repetir esta frase: ‘Atiendan a los vivos’”.
Podría citarte decenas de grandes frases de las que abundan en V13, pero es mejor que llegues a ellas por las tuyas, a través de la lectura.
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Se trata de un libro fascinante y que ningún periodista debería dejar de leer, por el tratamiento que les da a los testimonios, por la forma en que trabaja con la información y por la mirada sobre la violencia del propio autor, a quien le inquieta el reconocimiento que hicieron las autoridades de las fallas de los sistemas de inteligencia, cuando admitieron que en exceso de celo por los derechos civiles habían liberado meses antes de los atentados a varios de los terroristas, a pesar de saber que se trataba de chicos que se habían radicalizado. “Hay que golpear antes que golpeen”, dice Carrère, quien asegura que la opinión pública ya no tolera lo que llama “moratorias legalistas”, a la vez que advierte la trampa en la que estamos hundidos y es que la amenaza terrorista está mutando.
Esto dice:
”El próximo gran atentado —puesto que es seguro que habrá otro— muy bien podrían perpetrarlo no ya yihadistas árabes, sino sus émulos y enemigos jurados: los supremacistas blancos”.
Qué miedo.
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Por diferentes motivos, los tres libros de los que te hablé hoy me interesaron mucho y me devolvieron además las ganas de escribir y de trasladar así mi entusiasmo por la lectura, por la política, por las ideas.
A partir del newsletter que los martes reciben los suscriptores en su casilla, me escribió el lector Marcelo Ekman, quien me recordó que “en relación con las investigaciones de Milgram, hay una película francesa de los años 70, protagonizada por Yves Montand, I como Icaro, en la que se muestra dicho experimento en el marco de la investigación de un asesinato político”.
También me dijo que “hay otro importante psicólogo americano, Philip Zimbardo, que estudió mucho el tema y lo plasmó en un libro de 2008, The Lucifer Effect. Termina con una frase de Solzhenitsyn: “La línea que divide el bien del mal atraviesa el centro de todas las personas. Y quién se atrevería a destruir un pedazo de su propio corazón”.
Muchas gracias, Marcelo.
Te recuerdo que mi correo es hpomeraniec@infobae.com y espero que te haya resultado interesante este recorrido por un tema tan fuerte e inquietante como central en las discusiones humanas. Ojalá, también, hayas podido darte una vuelta por la feria, que siempre despierta las ganas de leer aunque lo hace de la mano con la evidencia de nuestros límites: nunca podremos leer todo lo que nos gusta. Seamos realistas, una vida no nos alcanza.
Nos encontramos la semana próxima.
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