A los 64 años murió Luis Chitarroni, el editor y narrador argentino. Como escritor publicó las ficciones El carapálida (novela, 1997), Peripecias del no: diario de una novela inconclusa (novela, 2007) y La noche politeísta (cuentos, 2019), y los ensayos Siluetas (1992), Mil tazas de té (2008), Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) (2019) y Pasado mañana (2020).
Si último diálogo con Infobae se produjo en 2021, con motivo de la salida de Pasado mañana, libro publicado en Chile, que reúne textos dispersos, prólogos y ponencias de los últimos años y que puede leerse como una puerta de entrada al gusto, el talento y la erudición de uno de los más grandes críticos literarios
A continuación, la antrevista completa:
Luis Chitarroni es narrador, editor, crítico y ensayista y es, por sobre todo, un modelo de lector para todos aquellos que conocen sus escritos y también sus clases de literatura. Enciclopedista y erudito sin alardes, Chitarroni puede enhebrar discursos que van de Stevenson al rock y al programa de TV del momento con absoluta naturalidad. Su saber nunca es arrogancia y siempre apunta a la generosidad del conocimiento compartido.
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Chitarroni nació en Buenos Aires en 1958. Como editor (o asesor literario, prefiere él) trabajó muchos años en Sudamericana, adonde llegó de la mano del gran Enrique Pezzoni y desde 2008 su impronta se lee en el catálogo de la exquisita editorial La bestia equilátera.
Escribió las novelas El Carapálida y Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa, el libro de cuentos La noche politeísta, el libro de ensayos Mil tazas de té y Siluetas, en el que reunió sus columnas de la revista Babel. En 2019 se publicó Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges), que reúne sus clases sobre el tema en un ciclo del MALBA y en 2020 se publicó en Chile, en la colección Huellas de las Ediciones de la Universidad Diego Portales, el conjunto de ensayos Pasado mañana, que reúne textos dispersos, prólogos y ponencias de los últimos años, una puerta de entrada al gusto y al talento de Chitarroni que no debería dejar pasar ningún lector ávido de miradas inteligentes sobre la literatura de todos los tiempos.
— Pasado mañana tiene como bajada tres términos que son súper interesantes y que tienen que ver con los artículos que integran tu libro. Habla de Diagramas, críticas, imposturas. Y en principio uno diría que lo que hay en este volumen es básicamente el gusto de un lector, ¿no?
— Sí, supongo. Supongo. Pero digo, sí, es un gusto, no sé cuán amañado, cuán caprichoso ese gust,o ¿no? Porque en realidad el libro en sí es, éste parece ser un ítem clásico, una especie de tópico de los críticos. Los críticos somos siempre tan pobres, de Nicolás Rosa a Frank Kermode, que cuenta sus orígenes en Isla de Man, que a todo decimos que sí, por eso terminamos aceptando escribir prólogos, notas sobre escritores sobre los que nadie quiere escribir o que muchos no conocen. Entonces así se armó de algún modo, a lo largo de no sé cuántos años. El libro no está periodizado pero sí tiene muchos años, y lo conquistó iba a decir, lo tuvo que curar Ignacio Echeverría, que lo hizo muy bien. Yo le dije a Ignacio, cuando se comunicó conmigo, que el libro era verdaderamente caótico, como suelen ser mis libros. Le dije: Ignacio, vos pensá en el libro como algo póstumo. Porque pensé en él, que había sido el editor precisamente póstumo de un gran éxito editorial que era Bolaño. Y casi es póstumo de verdad porque hubo que operarme del corazón y fue una intervención más grave de lo que se había previsto a causa de un infarto blanco, de un infarto silencioso, tuvieron que hacerme tres by pass. Entonces casi resultó profético que lo tratara como póstumo. Yo creo que le había pedido eso por pura comodidad, para que hubiera la menor cantidad de intervenciones e intercambios -en este caso transoceánicos- posibles, porque Ignacio seguía en Barcelona. Pero de algún modo él hizo un trabajo que cuando lo vi me pareció magnífico y además pudimos acomodar todos los títulos esos que me andaban dando vueltas en la cabeza.
— No figura el origen de los textos. ¿Por qué tomaron esa decisión?
— La verdad que no fue una decisión, fue una negligencia.
— ¿A ver?
— En primer lugar, tal vez por un exceso de confianza en mí mismo. Y porque creí que no era necesario aclarar. Incluso hay una serie, que son como unos artículos más cortos, que eran una sección fija en el viejo suplemento Ñ, donde tenía determinados caracteres que llenar y yo la armaba como una columna enteramente a mí gusto y criterio sobre el tema que quería. Pero lo demás, como decía, son los más diversos encargos, desde prólogos hasta reseñas.
— Sí, entiendo. Te lo pregunto porque a medida que uno va leyendo hay momentos que se pueden reponer por cuestiones históricas o algunos obituarios. Pero me llamaba un poco la atención porque hay textos que son también muy viejos.
— Claro, exacto, muy, muy viejos. Bueno, por ejemplo obituarios recuerdo dos, el de Cioran y el de Ray Bradbury. Y después alguno lo recuerdo como prólogo de algún libro que es uno de Chesterton. Y después hay textos que sí, que son muy, muy viejos realmente, digo de hace 10 años.
— En el de Bradbury hay un momento que decís “soy lento”. Me causó gracia. ¿Qué quiere decir “soy lento”?
— Porque soy lento en todo. Soy lento en la reflexión. Soy lento también en la manipulación del material. Y a veces soy lento en la reacción que me produce ese material. En el caso de Bradbury, era particularmente lento porque a Bradbury yo no volví a leerlo desde la adolescencia. Curiosamente sí volví a leerlo después, pero ya directamente en inglés. Y ahí descubrí que era realmente un estilista a quien traducía muy, muy bien Paco Porrúa, que es el Francisco Abelenda de muchas de las traducciones de Minotauro. Yo creo que si vos consultas a Alan (Pauls), también él era un lector de Bradbury, y probablemente vos también, ¿no? Porque era una literatura de moda cuando éramos no jóvenes, niños casi te diría, los 12, 13 años.
— Tal vez cuando uno empezaba a elegir sus lecturas.
— Claro, claro. Y que además venía prestigiado raramente porque Crónicas marcianas estaba prologado por Borges. Entonces era un efecto raro el que producía. Yo no me acuerdo si lo digo en la nota, pero no se puede leer a Bradbury como un escritor sobre todo de ciencia, porque hay muy, muy poca ciencia en sus textos; es un gran nostálgico y es un hombre que imagina tramas en el futuro, pero esas tramas no tienen casi nada que ver con la ciencia.
— Sí, decís algo muy interesante en el final, decís en un momento: “Cómo será la inmortalidad para alguien que la había conquistado con tanta anticipación”. Me encantó esa idea.
— Creo que él tiene esa idea, sí, de una especie de eternidad un poco clásica. Yo iba a decir miltoniana, pero como una idea de una eternidad en la que coexisten diversas intrigas y diversas acciones. Además, es un gran narrador, de una gran velocidad narrativa. Es capaz de contar algo muy, muy rápidamente.
— En varios momentos del libro aparecen determinadas cuestiones que tienen que ver con tus preocupaciones seguramente pero también con tus ocupaciones vinculadas al trabajo del editor. En algún momento se leen ironías muy interesantes como: “Es cierto que el talento literario resulta algo verdaderamente indescifrable para gran parte de la gente relacionada con el negocio del libro”.
— Sobre todo.
— (Risas). Y después hablás de otras cosas que tienen que ver también con las exigencias del mercado y decís en una época, que sitúas en el 85/86, “a menudo las operaciones invisibles de la literatura que defendíamos poco tenían que ver con el sesgo cada vez más comercial de las exigencias del mercado, requerimiento que en los últimos veinte años había provocado el desvelo solo de escritores no muy iluminados”. Ahí les pegás a editores y a escritores. Me interesa conocer tu opinión sobre esto.
— Creo que es un anacronismo mío, pero puedo defenderlo. Me parece que la cuestión del gusto empezó a decaer mucho después de la dictadura, ¿no? En los 80, digamos. En dos sentidos, en el sentido de que había prácticas de escritura durante los 70 que estaban muy relacionadas aún con la factura del libro. Uno puede pensar en Octavio Paz, o puede pensar en Severo Sarduy, o en Cabrera Infante. Y después eso quedó muy, muy relegado y el libro empezó a ser de vuelta una cuestión de pura temática. Era el tema el atractivo, no el tratamiento del tema. Es decir, todo eso por lo que habían luchado las primeras vanguardias. Cuando digo las primeras vanguardias digo Joyce, imaginistas a surrealistas, todo eso a partir de los 80 empieza de vuelta a despreocuparnos. Eso es, en alguna medida, para los que asistíamos más o menos desde adentro a la aparición de los nuevos narradores ingleses, que eran hijos de los viejos narradores ingleses como Martin Amis, salvo uno que es Julian Barnes, que es un escritor muy peculiar y yo te diría muy intestino, muy relacionado con la literatura misma. Al punto de que El loro de Flaubert tiene un solo capítulo dedicado a la narración y todo lo demás es como una especie de complemento crítico.
— En las últimas novelas no es tan así. Sus últimas novelas recuperan mucho de la acción
— No, tenés razón.Totalmente. Tiene también la serie de un detective gay, encantador. No sé si las leíste. (N. de la R. Se refiere a las novelas protagonizadas por Duffy y que Barnes firmó como Dan Kavanagh, tomando prestado el apellido de su esposa)
— No.
— Ah. Y tiene un tratamiento tan formidable del lenguaje y del eufemismo que es sorprendente. Incluso te diría que también Martin Amis era un gran estilista (hoy ya no) un gran escritor. Y un gran periodista también.
— Tal vez reservaron eso para el ensayo. Viste que son ensayistas ellos también.
— Exacto.
— En el caso de Barnes, incluso tiene un libro precioso sobre el arte.
— Sobre pintura.
— Exacto. Y ahí sí, tal vez, hasta se permite algunos manierismos, ¿no?
— Sí, sí, sin dudas. Pero tienen también una cuestión ahí, que también empieza a vislumbrarse en estos narradores de los 80, 90, que es una recuperación de lo autobiográfico. Se nota en Kureishi, se nota mucho en Amis… Amis tiene ese libro que se llama Experiencia, en el que cuenta, que creo que lo escribe para hacerse un tratamiento dental carísimo, justo en el momento que cambiaba de agente literario.
— Que era la esposa de Julian Barnes. Pat Kavanagh
— Exactamente. Que murió, ¿no?
— Sí claro, claro. Sí, hace ya unos años.
— Sí. Pero te decía, en el de Amis lo que se cuenta es su infancia, su mala conducta, una desaparición milagrosa, misteriosa, que es un femicidio que se comete con su prima y que a él lo perturba particularmente, y creo que el otro tema del libro es el tratamiento de los dientes de los escritores.
— (Risas). Sí.
— Es un tema que me parece que no es muy tratado y sin embargo es uno de los dolores más horribles que se padecen por lo menos con conciencia. Nabokov tiene una carta inolvidable a Edmund Wilson en la que le cuenta una serie de extracciones que le hicieron y se las hacen en Estados Unidos, donde presuntamente estaba muy adelantada la odontología.
— Justamente estás hablando de Nabokov y uno de los textos que más me gusta tiene que ver con esa edición que hizo el hijo de Nabokov de su último libro, aquel del cual dejó las fichas pero no estaba terminado.
— Ah, El original de Laura.
— El original de Laura. Me gusta mucho eso que decís, creo, en una novela, acerca de que te sentís más seguro en presencia del balbuceo vagabundo que ante la enunciación de sentencias.
— Claro.
— ¿Por qué?
— Y, porque a lo largo de mi vida a lo único que aspiro a balbucear algo, no a tener tanta certidumbre. Me parece que es como una temporada en el infierno de la certidumbre. Todas son cosas muy sentenciosas. Eso precisamente de lo que precavía Borges, o Roland Barthes, seguir siendo anacrónico pero anacrónico de una manera tal vez un poco más presente en el presente. Es decir, cómo cada oración que uno inicia tendría que estar rematada por una incertidumbre. “Ray Bradbury es el mejor escritor de literatura de la fantasía científica durante la década del 50, creo”. Añadir algo que introdujera por qué. Me parece de vuelta que se desencadenó una especie de orgía de sermones y sentencias, ¿no?
— Es cierto. Algo que siempre te quise preguntar es cuándo arrancó tu pasión lectora.
— Siempre tengo una teoría, siempre invento alguna… Pero creo que arranca como la de todos los chicos de mi edad con los libros de la colección Robin Hood. Leía dos colecciones en la infancia, Iridium y Robin Hood. Iridium era una colección de Hachette, bastante compleja, porque ofrecía resúmenes de novelas. Así que la primera versión que yo leí de Moby Dick, o la primera versión de David Copperfield, eran en estas ediciones a la vez traducidas del francés. De Kapelusz, de Iridium. Y empieza como para todos siendo una especie de programa perfecto de evasión. De evasión de la realidad que nunca es muy favorable. Digamos, no nos tocaron muy buenos años en los que crecer. Pero creo que igual no es una cosa que le importe a los niños y, por suerte, no les importa porque existe la literatura. Porque existe esa evasión.
— Eso, cuando hay libros en casa.
— En mi casa había libros y yo compraba libros ya de chico. Porque siempre ha sido una de las cosas más fáciles, al punto que uno después siempre tiene problemas cuando tiene que mudarse. Es una de las cosas más baratas del mundo. Yo me acuerdo que hablábamos de eso con Daniel Guebel, si uno pasaba una mala noche en algún bar, después iba y se compraba un libro. Pasar una mala noche: quiero decir, si uno no conocía a ninguna chica. Era sencillamente tan regio como hacer ese itinerario de la calle Corrientes con librerías abiertas hasta no sé qué hora, hasta el golpe militar con librerías abiertas casi toda la noche, ¿no?
— Quería preguntarte por cuestiones que tienen que ver con el tema del boom, que aparece en este libro, pero bueno, más aparece en tu libro anterior, en Breve historia argentina de la literatura latinoamericana a partir de Borges, en donde hacés la lectura de ese período en relación a qué quedó o dónde se lee a Borges entre esos autores. Y en un momento, en una nota que te hizo Rodolfo Biscia -muy buena, por otra parte-, decís algo así como que al boom le faltaba bastión teórico y que te imaginas a Rodríguez Monegal como el más cercano a esa idea de bastión teórico. Y en otro momento hablás del boom como una “cosmovisión de mercado”, y señalás lo que son, al día de hoy, desapariciones curiosas de esos nombres. ¿Qué te quedó a vos del boom como lector, más allá de aquello que enseñas cada vez que das estos cursos?
— Bueno, a mí me llamó la atención inicialmente en el curso que el boom fuera exclusivamente cierta supervivencia, no ideológica, pero que fuera un García Márquez y Vargas Llosa, que al final estaban en las antípodas, ¿no? En términos de ideología. Me llamó también la atención esa especie de izquierdización un poco infantil. Cuando yo era joven era obligación leer a Mario Benedetti. Lo cual no estaba mal, porque era un poeta con muchas condiciones sobre todo para lo coloquial. Se lo leía más que al propio Gelman, por nombrar a alguien argentino. Y, por supuesto que no se leía la poesía, pero eso era un rasgo de extravagancia que yo mantuve y un rasgo de frivolidad adolescente, nadie leía ni a Sarduy ni a Octavio Paz, que eran escritores particularmente formales. Que trabajaban mucho, trabajaban y destrabajaban la sintaxis. Y que, a la vez, como es el caso de Severo Sarduy, a quien tuve la suerte de conocer, suerte no sé, porque me parece que todos éramos un poco indiferentes ante él. Quiero decir…
— Todos éramos un poco jóvenes, Luis.
— Eso es cierto (risas). Pero creo que elegí a Rodríguez Monegal no porque me caiga particularmente simpático sino porque en algún momento es uno de los pocos que no rinde reverencia nada más que a la nueva crítica francesa y habla del New Criticism inglés. William Empson, escritores que acá casi no se leyeron y que decían muchas de las cosas que después en la Nueva Impostura francesa se sostenían como verdades inobjetables o como grandes descubrimientos. Cuando, en realidad, el crítico interesante es nada más que Roland Barthes. Porque Derrida para mí es un galimatías. Y sí hay un tipo que conoció bien Nicolás Rosa, que era un gran crítico, era Michael Riffaterre, del que se tradujeron los ensayos de estilística estructural. Bueno, Foucault tampoco era un crítico de arte, su único libro de crítica literaria es un libro dedicado a Raymond Roussel y bien poco dice del tema. Creo que ahí había habido también toda una serie de infatuaciones y de sobrevaloraciones. Y también, por otro lado, estaba sin duda mi propia, mi autóctona, mi autobiográfica fatuidad y vanidad, ¿no?
— Hay varios momentos de tu libro en los que aparece Fogwill. Hay varios momentos en donde aparece Aira. Mencionás el deseo de agradar a Fogwill, que tenías vos y que tenía toda nuestra generación, sobre todo los varones, digamos. Digámoslo así porque las mujeres escapábamos bastante de Fogwill.
— Exacto. Perdoname: y los varones también, porque la provocación de Quique con las mujeres era altamente ofensiva. Inclusive para los que la presenciábamos.
— Qué bueno que lo digas. O sea, estamos hablando del Fogwill persona, digamos.
— Claro, claro.
— Y realmente la sensación es hasta qué punto, además, esa presencia tan poderosa y esa perturbación no obturó también la posibilidad de que se leyeran más mujeres en esa generación, Luis. Eso te quería preguntar.
— Sin dudas. La obturación la provocábamos, bueno, con una especie de obstáculo que planteábamos. Y lo planteábamos seguramente en términos sexistas, lo que no impidió que aparecieran buenísimas escritoras. Que van desde las que tenían como matices más ordenadamente literarios como Hebe Uhart, o Any Shúa, o María Martoccia.
— Hay algo que me resulta interesante y que tiene que ver con, por un lado, una cosa curiosa en alguien como vos, que en principio uno diría que es sorprendente. Porque hay una reivindicación de Viñas y Cortázar, o por lo menos de Cortázar. Y, por otro lado, esta idea de que crecimos con Aira y cierto desdén por Bolaño. ¿Me contás?
— Sí claro. No, no, no me hablaba a mí, como decía Debussy de Ravel …
— No te interpelaba.
— Claro. No era a mí que me estaba hablando, habrá sido a generaciones que vinieron después. Incluso, yo conocía en ese momento a muchos escritores chilenos de una generación posterior, Bolaño era del 50, ¿no? Y murió creo que justo a los 50.
— Sí.
— Pero, digo, si bien yo siempre lo estimé y lo quise mucho y me encantaban los reportajes de Bolaño, nunca sentí que me hablara directamente. Y por supuesto que en términos de competencia, Aira me parece muy superior.
— Hay un capítulo en el que hablás de Sherlock Holmes y de lo curiosa que es la sensación del amor literario. ¿Cuáles son tus amores literarios?
— ¿Personajes?
— Claro.
— Ah, miles. Desde Irene Adler, que es esa mujer de la que se enamora Sherlock Holmes, hasta la Agnes de David Copperfield. Muchos personajes de novelas femeninas que yo leí un poco bochornosamente robándoselas a mi hermana y mis primas como las de Mujercitas. Hasta una miss Callendar, de una novela de tal vez uno de los últimos escritores viejos y uno de los primeros escritores de taller de Inglaterra que era Malcolm Bradbury, que había publicado creo que Enrique Pezzoni en Sudamericana. Mucho antes de que yo estuviera en la editorial había publicado una novela que yo amaba que se llamaba El dueño de la historia, The history man se llamaba en inglés. Y ahí había una jovencita que se llamaba miss Callendar… Creo que fue tal vez mi último gran amor literario.
— Me gustaría preguntarte por qué pensás que hay que leer a Borges.
— Porque es esencialmente económico, esencialmente directo, más allá de todo lo que se piense. Hoy se utiliza casi sin ningún sentido el término barroquismo. Borges dice del barroco que es el estilo que exhibe y dilapida sus medios. Y lo remata en su primer libro narrativo, que es Historia universal de la infamia, un libro que cualquiera puede leer con el mayor de los placeres. Tanto como El juguete rabioso, de Arlt. Puedo asegurarlo.
— ¿Y por qué crees que lo de Arlt permanece mucho más en cuanto a esa idea de accesibilidad?
— Creo que por una idea infantil que también tenemos muchos de los escritores que pensamos que solo es bueno lo que está expresado en términos de un lenguaje coloquial callejero, ¿no? Cuando, en realidad, no me acuerdo quién decía esto, el escritor que más palabras usa es Arlt y el que menos palabras usa es Borges. Creo que hay una especie de infatuación y de gordura y de idea absolutamente falaz acerca de cierta buena literatura de izquierda. Como que es una literatura de la buena conciencia, nada más. Muchas veces los grandes escritores pasan por encima de cualquiera de estas zonceras. Pero una de las cosas que me llamó la atención cuando hice el curso sobre la literatura latinoamericana contada desde una perspectiva argentina es que nadie, nadie había leído a Cabrera Infante y muy pocos a Severo Sarduy. Tal vez eso se debiera, en gran medida, a que eran escritores contrarrevolucionarios, que habían empezado siendo revolucionarios y habían descreído de la revolución cubana después. Ahora vi con mucho placer que reeditaron a Reinaldo Arenas, que es un escritor extraordinario.
— Coincido.
— Pero no se le puede pedir que sea castrista, ¿no? En un lugar donde había campos de concentración para los homosexuales.
— En un momento de Pasado mañana hablás del orden de las bibliotecas. Al día de hoy, ¿tenés ordenadas tus bibliotecas?
— No, cada vez más desordenadas. Porque en primer lugar todas están con doble hilera, entonces la primera hilera sí intento ordenarla alfabéticamente. Creo que lo digo en la nota, tengo una especie de locura por las afinidades electivas, entonces procuro no poner cerca a un escritor que detesta a otro, ¿no? Y, además, con la cantidad de libros que acumulé, se vuelve todo un caos infernal.
— En eso de las afinidades electivas, porque a mí a veces me pasa, que tengo como una sensación “soldadito de plomo”, ¿no? Que me voy a dormir y hay como una especie de conversación entre los libros y entre los personajes.
— Claro.
— Vos lo que tratás es de que cuando te vas, esa fiesta siga en buenas condiciones, digamos.
— Exactamente. Que Stevenson no se pelee con Walter Scott. Ni Ascasubi con José Hernández, ¿no? Pero a lo mejor es todo, bueno, a lo mejor no, es todo inútil. Y en realidad lo mejor es la discusión airada entre todos estos escritores reunidos.
*La entrevista con Chitarroni fue para el programa de radio Vidas prestadas y puede escucharse en este link
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