La esquina de Alvarez Thomas y Heredia es un punto de partida y un punto de llegada para Fernando Samalea. Su vida se parece a la de un beatnik, que está siempre en el camino. Hace unas horas estaba tocando con Daniel Melingo en un teatro de Neuquén. Se subió al avión y a las tres de la tarde estaba en Buenos Aires. Todavía no pudo almorzar y se pidió un café negro y un tostado de jamón y queso que devora con ansiedad. En dos horas partirá de nuevo rumbo hacia otra sala de ensayo, donde toca la batería en la formación de un joven músico llamado Joaquín Burgos. La vida de Samalea, baterista, bandoneonista, compositor y escritor flaneur, es una sucesión de escenas musicales: ensayos, giras, encuentros con otros músicos en Argentina, Italia, Francia, España, Marruecos, Estados Unidos y Brasil.
El sello RGS lanzó un vinilo con diez músicas que compuso para bandoneón y otros instrumentos, editadas entre 1999 y 2010. Una recopilación, que en su lado A y en su lado B, resume su discografía y definen su obra solista instrumental, entre la vanguardia, la atmósfera psicodélica del rock de los setenta, el post tango de Piazzolla, el Charly García de Pubis Angelical, y una sonoridad cosmopolita, que es un collage de todas sus aventuras musicales. “Es tango con la herencia rockera que nosotros tenemos y que nunca va a dejar de aflorar”, sintetiza Samalea. Allí están de invitados: Charly García, Gustavo Cerati, Tony Levin, Luciano Supervielle, Fernando Kabusacki, entre otros. Una lista de nombres que podrían llegar hasta el infinito porque Samalea parece haber vivido muchas vidas musicales, desde que entró con la puerta grande del rock argentino a los 21 años cuando en un ensayo con Andrés Calamaro conoció a Charly García y Luis Alberto Spinetta.
“Sino hubiera cruzado mi destino con Charly mi vida hubiese sido muy distinta. El me posibilitó todo”, dice el músico a Infobae Cultura, que tocó en su banda once años ininterrumpidos desde 1985. “No me molesta que me sigan diciendo que soy el baterista de Charly. Para mí es un estigma sagrado y me gusta que sea así”, agrega.
Su vida es como una película que relató en sus memorias. El año que viene editará un cuarto volumen donde habrá nuevas aventuras con Charly García, el francés Benjamin Biolay, el show frustrado de Viejas Locas en Tucumán, la Orquesta Hynofon acompañando a exponentes de la nueva generación como Ca7riel, Paco Amoroso, Taichu, Chita o Marilina Bertoldi, conciertos por Normandía, o con los Bandalos Chinos en París y la grabación del video Maricoteca de Alex Anwandter, además de los viajes inolvidables en su moto como un Easy rider por las rutas argentinas, y sus proyectos con la saxofonista Michelle Bliman.
“Tengo el espíritu de los beatniks. Uno fantasea a través de las personalidades que te van cautivando en la adolescencia y siempre sueña con una vida especial. Siempre tuve ese deseo. De intentar dentro de lo posible, aprovechar el tiempo y hacer la vida más acorde a lo que vos hayas venido a hacer y darle con todo. Tan simple como eso”, dice.
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Esa simplicidad como filosofía de vida, la condensación de lo esencial como parte de un recurso que se traslada cuando Samalea toca la batería o el bandoneón, forma parte de esa fluidez con la que el músico terminó desarrollando un proyecto personal de músicas instrumentales que forman parte de esta edición especial con ilustraciones de Renata Schussheim.
“A veces mis discos pueden sonar grandilocuentes porque están grabados en Italia o Francia pero tiene que ver con proyectos de otros artistas populares que me llevaron a esos lugares y lo aprovecho. Que uno haga esas incursiones en otros submundos artísticos no quita que deje de hacer lo otro que es tocar con los artistas populares. No es que quiero hacer sólo lo mío. Me gusta que eso conviva con un montón de otras cosas. Tengo esa cosa random”, dice.
—¿Desde el bandoneón que querías decir, sabiendo que está muy ligado al tango?
—Habrá algo inconsciente de querer hacerle un guiño a mi ciudad natal. También algo mental de pensar que si tomaba el bandoneón como voz de mis melodías iba a hacer algo distinto, a que si hubiera agarrado un teclado o una guitarra eléctrica. Después llegó la poesía intergaláctica de Horacio Ferrer cuando leí su libro El Tango y me identifique mucho con los jóvenes de ayer: Pedro Maffia, Juan Carlos Cobián, Julio de Caro, que eran veinteañeros y viajaban por el mundo grabando sus discos, o haciendo sus conciertos conceptuales. Un mundo similar al del rock que conocí. La fantasía de Ferrer me impulsó a comprar el bandoneón. La palabra me llevó a lo musical. Fue el punto de partida.
—¿Qué pasó cuando te encontraste con el bandoneón por primera vez?
—Era el año ‘89, ese momento el tango estaba relegado. No había mucho de eso en los jóvenes. Salí por Buenos Aires intentando encontrar ese componente mágico en la noche y ver si encontraba una tanguería y alguien tocando. En el Salón La Argentina en Rodriguez Peña y Corrientes encontré a Carlos Lazzari (integrante de la orquesta de D’Arienzo), un maestro absoluto. Me metí entre la pista. Había muchos bailarines. La luz estaba tenue. Toda eso tenía una cosa cinematográfica. Me sorprendió ver la cara muy seria de Lazzari mientras tocaba. Cuando terminó uno de los tangos una pareja se le acercó y fue hablarle, entonces sonrío de una forma que inmediatamente supe que tenía que ser mi maestro. Fui a hablarle al camarín. Me ayudó a conseguir el bandoneón. No daba clases pero cuando fui a su casa para que controle el instrumento recuerdo que me dijo en el hall de su casa: ¿cuando quiere empezar pibe?. Arrancamos como la una de la mañana y terminamos a las cinco. Fue maravilloso. Después tuve que decidir entre el mundo del tango y el rock, porque justamente era la gira de Como conseguir chicas y sabía que no iba a dedicarme al tango. Entonces pensé que lo mas apropiado era adaptarlo a mi mundo, usarlo para componer y participar en proyectos de amigos. Llevar a tu ciudad de manera portátil. No soy un virtuoso, pero se dio un estilo solo. La propia torpeza te da un aire y la forma de tocar.
—¿Cuánto estudiaste?
—Estuve dos años y capaz que fui su peor alumno. Desarrollamos una amistad aunque siempre nos tratábamos de usted. Era maravilloso como me recibía en su casa de Villa Urquiza, con su esposa que nos preparaba la merienda. A su vez llegaban a su casa eminencias del bandoneón como Storticati o Leopoldo Federico, y charlaban en la mesa con los bandoneones en el piso. De golpe decían: “¿te acordás de ese arreglo?”, o ponían las partituras en la mesa y tocaban delante mío. Tuve esa bendición. Poder escucharlos en la intimidad y también desarrollar mi amor por el instrumento. Igual que las charlas con Horacio Ferrer y su esposa Lulú que me enseñaron a amar la música de Buenos Aires en general. Hubo una especie de universidad simbólica de tener eso. Estaba en todo ese mundo y en paralelo mis ensayos en la sala de Fitz Roy con Charly.
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—¿Ahí empezás a usarlo en vivo con Charly?
—Si, en las giras llevaba conmigo el bandoneón así podía estudiar y usarlo en los conciertos en “No soy un extraño” o “Piano bar”. A Charly le divertía. A los pocos meses de comprar el bandoneón estaba tocando en los Gran Rex que hicimos con Charly. Saltaba de la batería y me iba al centro del escenario. Eso me dio la confianza de saber que el instrumento no era una excentricidad para estudiar en la intimidad sino algo que podía llevar a los escenarios. El instrumento tiene un magnetismo de por sí. Sabía que contaba con esa ventaja. En ese momento me dio el lugarcito para soñar mis discos de bandoneón de una forma particular. Ahí ya había una declaración de principios de fusionar otros mundos, expresar mis melodías como una banda sonora.
—Tus obras son como un collage sonoro de todas las cosas que te interesan.
—No soy ni tanguero ni rockero estrictamente. Tengo muchas dualidades. De niño y adolescente fui signado por el rock sinfónico de Yes, Mike Olfield, Genesis, entonces porque no poner guiños a eso en la instrumentación. A la vez estaba el rock y quizás ciertos giros afrancesados. Ese sonido más de las obras de Debussy y Ravell, del París de principios de siglo XX. Me refiero a esas atmósferas. Siguiendo con los guiños fantasiosos aparecen los beatniks, sus viajes a Marruecos, esos sonidos árabes desde la visión occidental, y mezclarlo con lo que me gusta de la nouvelle vague de Godard y Truffaut, o esa Nueva York de John Cassavetes en la película Shadows. Todo jugando con la visión de un niño. Es darle una visión, un color de todo eso. Intenté mezclar todo lo que me gusta. No sólo lo musical sino lo literario, el mundo de Victoria Ocampo, Paul Bowles, Norah Lange, la propia Pizarnik, o la Buenos Aires de Pichon-Rivière, y ese deseo intelectualizado de una ciudad que recibe lo europeo y genera algo desde acá. Es el imaginario de una ciudad tecnicolor que aparece en la música.
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