El misterio de la comunicación con animales

Durante años, los seres humanos han hecho lo imposible para establecer patrones de diálogo con otras especies. Un libro que bordea la filosofía y reseña estudios científicos al respecto, reactiva el interés

Quizás al lector le haya ocurrido. Si tiene una mascota como compañía en casa, emerge algún momento de desesperación histérica cuando, al intentar comunicarse con el animal en cuestión, no logre nada. Es decir, cuando las frases: “¡Pará de ladrar!”, “Vení, vení acá”, “Bajá de mi cama, te lo pido por la virgen santa” e incluso el consabido: “¿Qué hiciste, pero por favor, qué hiciste?”, pasan a convertirse en significantes vacíos y momentos de incertidumbre e incomunicación.

Si bien es cierto que tales momentos suelen repetirse con mayor frecuencia en el trato entre humanos (aunque hablemos la misma lengua), la sensación de incomunicación con las mascotas puede producir frustraciones, ya que son animales muy cercanos. Ellos se crían junto a sus tutores, los acompañan por todos lados, duermen sobre sus almohadas y no se mueven de sus camas, si es que están con gripes o padecen enfermedades más graves, por su pura sensación de familiaridad y amor.

Por eso la pregunta por la comunicación entre humanos y animales surge con frecuencia habitual y de distintas maneras ha sido parte de diferentes experimentos científicos y, claro, hasta de la filosofía. Es sabido que una de las principales preguntas de la literatura y la filosofía contemporáneas se cierne acerca de las posibilidades mismas del lenguaje. Y si vamos hacia atrás, no en vano, el primer libro de la Biblia, en la versión Reina Valera, decía: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. La cuestión de la palabra, la comunicación, el lenguaje y no sólo el que ocurre entre animales evolucionados como los humanos, sino entre ellos y otras especies forman parte de las preocupaciones más actuales y desde siempre.

Estudiosos como los austríacos Konrad Lorenz y Karl von Frisch y el neerlandés Nikolaas Tinbergen son considerados como padres de la etología (ciencia que estudia el comportamiento de los animales) y juntos recibieron el Nobel de Medicina por su trayectoria en 1973. Ellos mostraron distintos niveles de formas de la comunicación entre miembros de una especia, mediante la observación detenida de sus formas de actuar. Así, von Frisch sistematizó los movimientos que conocen como “el baile de las abejas”, que muestra unas instrucciones realizadas entre ellas mediante movimientos descifrados que podrían compararse al habla de las personas, durante el acto de comunicarse. Sus estudios atravesaron el siglo XX, a la vez que el conocimiento de lingüistas y filósofos también desarrollaba su propio camino.

Eva Meijer, autora de "Animales habladoras" (Captura Youtube)

Hace poco la filósofa neerlandesa Eva Meijer publicó en la Argentina Animales habladores (Editorial Taurus), un libro que intenta resumir los últimos estudios científicos hechos hasta hoy, que surgen además del acompañamiento interdisciplinario entre etólogos, lingüistas y filósofos. “¿Filósofos para qué?”, podría preguntarse el lector. En realidad, su aporte es central, ya que los fundadores de la filosofía moderna, y de la clásica también, plantearon la exclusión de los animales de la posibilidad de “pensar”, tomando esta palabra en términos amplios y pero privativa de los seres humanos.

Para Kant, dice Meijer, los animales carecían de logos o razón y, por lo tanto, quedaban excluidos de la comunidad moral. Para Heidegger, continúa Meijer,”el lenguaje es tan importante a la hora de determinar nuestro lugar en el mundo que aquellos que carecen de él no pueden morir, simplemente desaparecen”. Al ser excluidos de ciertos ámbitos de la discusión social, entonces quedan por fuera de la determinación de sus derechos. Simplemente, la cuestión jurídica los consideraba como “cosas u objetos”.

¿Recuerdan a Sandra, la orangutana que vivía en el antiguo Zoológico de Buenos Aires, luego Eco Parque, en condiciones de cautiverio, aislamiento y tristeza que nadie le habría deseado al peor enemigo? Bien, en ese caso, en 2015, la jueza porteña Elena Liberatori ante el reclamo de asociaciones de defensa de los animales y luego de nutrirse de lo más reciente en estudios etológicos, biológicos y filosóficos, determinó que la “persona no humana”, en referencia a la orangutana Sandra, “era un sujeto de derecho” y debía ser trasladada a un lugar adecuado para preservar su vida de inmediato. La batalla legal duró más tiempo, porque la fiscalía porteña se opuso, el diario La Nación editorializó en contra, todo esto mientras Stephen Hawking y centenares de científicos de primera línea firmaban un texto en el que reconocían en estos “animales no humanos” cualidades que surgían de diversos desarrollos neurológicos que debían otorgarles derechos.

Sandra, la orangutana, celebrando su cumpleaños (Center for Great Apes)

Sandra viajó, finalmente, a un santuario de orangutanes en Florida, Actualmente, como contó Infobae en una nota, vive allí rodeada de otros chimpancés y orangutanes rescatados y es compañera de Jethro, un macho adulto. Como en una novela rosa con final feliz. El caso y el fallo tuvieron repercusión mundial, ya que el reconocimiento de Sandra como “persona no humana” marcaba un antes y un después en la región, por lo menos, para sentar jurisprudencia.

Ahora, es por eso que la interdisciplinariedad a la hora de estudiar a los animales y su lenguaje y la comunicación entre ellos y los humanos resulta tan importante. Incluso en los marcos con que Kant o Heidegger planteaban la ajenidad de estos “animales no humanos” a la discusión filosófica, sí podría realizarse al determinarse los propios lenguajes en que estas especies se comunican.

Los primeros estudios etológicos sobre las posibilidades comunicacionales de los animales se basaban en buscar cuánto del lenguaje humano podían estos aprender. La respuesta a esa inquietud podría relacionarse más con qué capacidades neuronales de asociación tenía determinada especie. Por ejemplo, la chimpancé Washoe fue albergada por una pareja de científicos de la Fuerza Aérea estadounidense, Allen y Beatrix Gardner, que “la criaron como una hija, la vestían con ropa y comía en la misma mesa que ellos, iban en coche de paseo juntos y jugaba fuera de casa”. El experimento fue un éxito. Mediante un lenguaje de señas aprendió lo que los Gardner le enseñaban e incluso conjugaba “agua” y “ave” para decir cisne. A los cinco años, los científicos dieron por cerrado el experimento, Washoe fue trasladada a un instituto de investigación y vivió en un laboratorio hasta su muerte.

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Qué tristeza produce a veces la ciencia. Washoe, antes de morir, había aprendido doscientos cincuenta signos y había podido expresar empatía ante la muerte de una hija de una de las científicas a cargo del laboratorio.

La gorila Koko, junto a su cuidadora y amiga, Francine 'Penny' Patterson (Foto: AP)

Recordarán seguramente a la gorila Koko, que tenía de mascota a un gato que la acompañaba mientras ella aprendía el lenguaje de los humanos. También transmitió sentimientos a Francine Patterson, quien la estudió muy cercanamente hasta el día de su muerte. Durante un tiempo, Koko vivió con otro gorila, Michael, que pudo relatar, mediante los 450 signos aprendidos, sus recuerdos acerca del día en que cazadores furtivos dieron muerte a su madre. Michael provenía de Camerún.

Pero la pregunta es, o no debería excluirse, por lo menos: “¿Y entre ellos? ¿Cómo se comunican entre ellos?”. Y la siguiente pregunta debería ser: “¿Y cómo los animales humanos aprenden el lenguaje de los animales no humanos para comunicarse con ellos?”.

Los perros de las praderas (que no son perros, sino más bien una especie de ardillas y forman parte de la familia de los roedores, que viven en las zonas montañosas de los Estados Unidos) viven en comunidad. Cuando se encuentran entre sí, se dan un besito con la lengua –así reconocen, sí es un familiar, claro– pero cuando se encuentran con un cazador alertan a todos sus congéneres. Con el sonido que emiten describen al intruso, si viene por tierra o por el aire. Y si es un humano, lean bien: mencionan su tamaño, el color de la ropa, si portan algo como un arma de fuego o un paraguas. Mientras un humano cuando se ve ante una alarma grita: “¡Socorro!”, los perros de las praderas fueron y volvieron tres veces con su lenguaje.

Una manada de delfines comunes se despliega en un mar calmo y plateado (Foto: Mailén Palma)

Los delfines se llaman unos a otros cada uno por su nombre, además de tener secretos neurológicos de una especie avanzada que aún no han sido estudiados del todo por los científicos humanos. Elefantes, urracas, chimpancés, cerdos y muchas otras especies demuestran tener autoconciencia de sí y de sus cuerpos mediante su reconocimiento ante el espejo. Y así, como tantos otros animales y los fascinantes estudios realizados en sus propios campos (una bióloga viviendo entre monos bonobos durante años, sin contacto humano) que son descritos por Meijer en Animales habladores.

Libro que me conquistó cuando leí: “cuando un perro y un humano se quieren, al mirarse ambos producen oxitocina, la hormona del abrazo que los humanos liberan al ver o abrazar a un ser querido”. Y ahí es donde entra Leni.

El cuerpo largo y las patas cortas son las características físicas que distinguen al perro salchicha (Foto: Britta Pedersen/dpa)

Mi perra salchicha es de las mejores personas que conocí en la vida. A veces rompe todo, sí, ¿pero quién no quisiera? Al menos, ella lo hace para divertirse. Algún día malo de salud, no se mueve de mi lado y, cuando duerme en mi cama, me corre hasta que despierto casi por caerme. Pero tiene su razón científica: los perros salchicha tienen una temperatura media de 40° grados centígrados, por lo tanto, cuando bajan las temperaturas sienten mucho más el frío y, claro, tienen un pelo muy difuso, salvo que sean salchicha de pelo largo, por lo tanto, se acercan al cuerpo de su humano con fines puramente materiales de buscar más calor.

Sin embargo, a veces al leer un libro siento esa sensación de una mirada que se posa sobre mí, algo que toda persona percibe de vez en cuando. Al bajar el libro, la veo a la muy salchicha Leonor mirándome fijamente. Le tiro un juguete para seguir leyendo, lo busca, juega un rato, y vuelve. Entonces me la quedo mirando fijo y la subo a mis brazos para leer con sus ocho kilos a cuestas. Después de leer el libro, ahora sé que Leni (un apócope de Leonor, como la mamá de Borges) tal vez estaba buscando mi mirada para darse con su dosis cotidiana de oxitocina. Las drogas son un viaje de ida.

Hace unas semanas Netflix estrenó la primera temporada de Secretos de las mascotas, una miniserie documental narrada por Hugh Bonneville (el actor de Paddington y Downton Abbey) que se centra en revelar a la audiencia las habilidades desconocidas que tienen tanto animales hogareños, como algunos otros salvajes, poco conocidas por el resto de la humanidad. Desde el olfato increíble de los perros, pasando por los seis latidos por segundo de las tortugas gigantes, al secreto del porqué los gatos pueden casi volar con sus saltitos. Hay que verlo, preferentemente, junto a un animal no humano, así aprende del ejemplo de los otros y, quién sabe, pueda terminar protagonizando un documental.

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