Alejandro Cesario: “La poesía es un terreno devastado”

El autor de poemarios como “Una hilacha en lo real” conversó con Infobae Cultura sobre el género de la pausa en tiempos de clics y velocidad

“La poesía es un terreno devastado”, asegura Alejandro Cesario (Foto: Adrián Escandar)

En una esquina de Villa Adelina, bajo el sol del otoño, Alejandro Cesario apoya el pocillo del café sobre un platito blanco y recuerda. Dice: “La imagen que me viene ahora...”, y deja la frase hamacándose en el aire. “Una vez terminado el colegio secundario empecé a intensificar más la lectura. No a escribir, sino a leer: a escribir no me animaba. Pero después sí y entonces di el paso de poder mostrárselo a los más íntimos. Empecé escribiendo, no poesía, sino narrativa, una novela, pero en esa novela meto dos o tres poemas. Así que la poesía ya estaba”. Su primer libro, Esas miradas tristes: un viaje por la Patagonia, se publicó en el año 2006; efectivamente, es una novela. Tenía 39 años. En ese momento, confiesa, “veía a la poesía como algo demasiado sagrado, por eso no me animaba a mostrar. Cuando mostré algunos poemas mis amigos me dijeron: dale para adelante. Siempre se necesita ese acto de fe, de alguien que te dé cierto impulso”.

Cuando publicó el poemario El humo de la chimenea en 2009, el primero, abrió una especie de portal. Desde entonces la poesía fue su casa. Siguieron Fragor de borrascas (2011), Ciervo negro (2012), Estación de chapas (2013), La última sombra (2015), El bruto muro de la casa propia (2018) y Tonada que no canta (2020). “Nunca hice talleres, nunca me llamó la atención. Sí soy mucho de dar a leer a cuatro o cinco amigos lo que hago, sobre todo antes de publicar”, cuenta. Uno de ellos es César Bisso, también poeta. Le manda el archivo por mail y a las dos semanas se reúnen a comer o a tomar un café. Bisso llega con todo anotado. Discuten el orden de los poemas, algunas metáforas utilizadas, palabras puntuales, todo. “Es lo que necesito. Una lectura a fondo, crítica. A nadie le puede gustar todo, a nadie le puede parecer que está todo bien. Ni siquiera a mí. Siempre lo agradezco. Yo hago lo mismo con mis amigos poetas. Es una parte fundamental de la escritura”.

En la casa de su infancia no había libros. Algunas revistas de deportes, historietas de Patoruzú, no mucho más. Colegiales no era lo que es hoy: “un barrio muy distinto, yo estaba todo el tiempo en la calle”, recuerda. En la escuela, ya en la secundaria, un profesor que además era escritor, Fernando Sorrentino, le dio de leer a Borges. “Ahí comenzó todo”, dice. “Después vino el intercambio con ciertos amigos de la calle o del colegio. Leíamos a Cortázar, a Arlt, la literatura argentina clásica, digamos. Se podría decir que tenía un círculo de amigos lectores. No eran abundancia, pero en el colegio éramos tres o cuatro los que nos interesábamos. Cuando Sorrentino nos daba algo para leer nosotros éramos los que se lo comentábamos un poco al resto”. Corrió mucha agua bajo el puente. Ahora, junto a Daniel Riquelme y Roberto Raschella, dirige la editorial La Yunta. Bajo ese sello publicó gran parte de su obra. No el último, Una hilacha en lo real, editado el año pasado por Cartografías.

"Yo escribo por necesidad: contar las cosas que veo, que me ocurren, que le ocurren a otros, cosas inventadas” (Foto: Adrián Escandar)

En Una hilacha en lo real Cesario se propone observar el mundo de cerca, bien de cerca. Una “pibita que fabla una tonadita” y “mendiga una mirada”, un pibe “manduca pan de escanda” y “lo demás es desamparo”. Las actividades, los verbos, las tareas, todo se multiplica, todo prolifera: lijar paredes, pedalear, entonar una zamba, trillar y soñar, esperar y seguir esperando, solazarse con un vino, hamacarse hasta el cielo. En “Semáforo” se lee: “Canturrea una baguala, / estira su enjuto bracito, / depreca una limosna. / Algunos le dan, / pero nadie / le fisga sus ojos”. Y de mirar tan cerca, aparece, entonces, una revelación: “Ese pibito, / no es / el odre, / ni el que anda descalzo / de mesa en mesa, / sino lo que agoniza / bajo ese pellejo”. Sin embargo, “todavía es posible creer en algo”. En el prólogo, César Bisso define al libro como “una incursión por las confusas zonas de la razón” y se pregunta: “¿quién no quiere ver lo que el poeta ve?”

El primer libro, dice, fue un salto al vacío; también el segundo y el tercero. “Creo que lo sigue siendo siempre. Nunca sé del alud que va a correr el libro. En eso mantengo cierta pureza, por más que uno se pueda sentir más seguro, más sólido, aunque tal vez uno se engaña. Hay que escarbar y romper un poco ese saber. Tener mucho cuidado con aceptar el poema. Uno dice ‘este poema me gusta, está bien’, pero después querés corregirlo todo”. ¿Cuándo está listo un libro? Intuición. “Yo escribo y en algún momento, no sé por qué, me surge la idea, las ganas mejor dicho, de empezar a pensar en un libro. Ahí empiezo a trabajar esos poemas. Después ya está, pero de pronto siento una orfandad, porque dejo de publicar y si no tengo nada siento cierto vacío: quedo huérfano y me cuesta volver a hilvanar alguna temática. Hasta que surge la necesidad. Yo escribo por necesidad: contar las cosas que veo, que me ocurren, que le ocurren a otros, cosas inventadas”.

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Sus últimos tres libros: “El bruto muro de la casa propia” (2018), “Tonada que no canta” (2020) y “Una hilacha en lo real” (2022)

“Estoy todo el día pensando en la escritura”, dice Alejandro Cesario. Mueve las manos, pero sus voz es suave y prudente; su oratoria, pausada. “Siempre ando con una libreta y anoto cosas que se me van ocurriendo, cosas que escucho en la calle cuando voy en el tren, una frase o algo y las paso a la libreta. Había un poeta que falleció, Pedro Centeno, que decía que vivía en estado de poesía. Me parece una frase estupenda, divina, muy difícil de lograr, pero sí el intento, porque creo que todo tiene que tener, o intento que todo tenga, cierto sabor poético”, asegura quien escribe, no sólo en una libreta, también sobre los libros, al margen, con lápiz negro. “Para mí la literatura no solo está para ser leída. Yo leo para escribir. Está para ser trabajada”. Así, trabajándola, su poesía fue mutando: si los primeros libros contenían poemas largos, los últimos son más cortos, más breves; no sobra nada. “Tengo una obsesión con la palabra: me parece que con menos puedo decir más”.

“Yo escribo en base a lo que voy viendo —continúa—, voy escuchando, me va pasando. Tampoco me pasa todo lo que escribo. Para mí en la poesía es fundamental que esté el otro. La mirada hacia el otro, el anónimo, es fundamental, porque lo que más me molesta, te diría que es como un fastidio, es el anonimato, lo que no tiene voz, lo que queda callado, sea de uno o sea de los demás. Hay cierta búsqueda de lo justo. Persigo eso. Quizás en el fondo lo que me fastidia es la injusticia. Si veo un carro con cartones, tal vez escribo sobre eso y le busco lo poético. No es que el carro con cartones sea poético, sino la imagen que lo envuelve. Porque en definitiva mi obsesión está con la palabra. Siempre trabajo con un diccionario de sinónimos. Permanentemente estoy buscando palabras. Muchas son inventadas, pero también hay otras que han caído en desuso. Palabras ya viejas. Pero sin perder la música ni lo que quiero decir en el poema. Mi obsesión es con la palabra”.

“Me han dicho que no era poesía para el que anda a pie”, recuerda. “Yo en eso disiento. Un escritor que a mí me encanta es Juan Filloy. Filloy utilizaba un montón de palabras difíciles y en desuso, pero ¿cuál es la virtud dentro de toda las virtudes que tiene el maestro Filloy? Vos lo leés y no necesitás el diccionario, vos lo entendés igual. Yo intento que con lo que escribo vos vayas al diccionario, lo puedas leer, lo entiendas igual. Después ir al diccionario es un plus. A mí como poeta, si leo un texto de alguien y rescato de un libro una palabra que no entiendo, y la marco y me enloquece, me da muchísimas ganas de ir al diccionario a buscarla. Sobre todo en los tiempos que corren, ir a un diccionario no requiere ningún esfuerzo. Uno de los trabajos que más me gusta hacer es cuando ya tengo el poema, entonces empiezo a deshilacharlo y a buscar con qué palabras lo puedo enriquecer, y hasta surge quizás otro poema de esa desmembranza que le hago a ese poema inicial”.

"Para mí en la poesía es fundamental que esté el otro" (Foto: Adrián Escandar)

Cuando trabaja sus poemas, Alejandro Cesario no tiene una lista de asuntos a atender. Aparecen solos. Uno de todos ellos es la sonoridad. El poema, dice, “tiene que sonar”. También reescribe con un diccionario abierto. Juega con los sinónimos, con la extrañeza de esos sonidos en desuso, con los significados que se potencian, con un vocabulario enorme, gigante, por momentos infinito, que está ahí para todos, para cuando lo necesitemos. Pero no es aleatorio: “No puedo meter una palabra simplemente porque a mí me gustó pero rompe todo el poema. Es una búsqueda de sacar y poner, sacar y poner muy grande. Después si eso camina o no camina... Yo creo que el terreno de la poesía es un terreno devastado. No nos podemos fijar en los que pueden consumir porque acá no hay consumo. Si un poeta o un lector de poesía no puede leer porque no quiere ir al diccionario, para mí está perdido: como lector, como poeta. La palabra es lo que más tenemos los poetas”.

Mientras tanto, la convivencia con el mundo digital. “Lo virtual me parece que puede ayudar a difundir las cosas. Yo no estoy en contra. Poderse comunicar, poder llegar a más personas, todo eso me parece muy positivo. Pero si el camino es solamente el like... no sé, no compito en esa”, dice. Como poeta de la vieja escuela, la lectura la encuentra en el libro en papel. “Jamás me llevo la computadora a algún lado para leer. Para mí la computadora es una herramienta que está en casa, un ordenador. Sigo escribiendo en una libreta y después lo paso la computadora y ahí me sirve mucho para visualizar un orden. Pero el libro objeto es único. Primero, porque no cae en cierto vacío que después lo tenés que encontrar. El libro está, el libro va a quedar. Cuando hablábamos del anonimato, el libro rompe con eso, porque el objeto libro queda. Ir a un lugar con un libro y un lápiz, tomar un café, leerlo, marcarlo, me parece uno de los placeres más grandes”, confiesa.

"Hoy hay una poesía metida mucho en el yo, yo, yo. Y eso se puede abarcar a todo ámbito de la vida. No se escucha al otro, se lo ignora" (Foto: Adrián Escandar)

“Hoy hay una poesía metida mucho en el yo, yo, yo. Y eso se puede abarcar a todo ámbito de la vida. No se escucha al otro, se lo ignora. Por eso trato de correrme del yo. Porque a mí no me pasan tantas cosas. No soy tan importante. Es decir: no soy importante. A los demás le pasan cosas y por eso, vuelvo a decirte, para mí la poesía está en la mirada hacia lo otro, hacia el otro. Después aparece el yo porque uno también se mete ahí, pero para mí la mirada del otro, hacia el otro, es fundamental. Quizás es una manera de ir a contramano, no sé”, dice Alejandro Cesario: ¿poeta? “Yo digo que escribo poesía, no sé si soy poeta, qué se yo. Escribo poesía, sí, después que el lector diga si le gusta o si no. Ojalá tenga un lector, alguien que lea, que pueda sentir algo con mis textos, y que pueda ver que intento trabajar, en este caso con la poesía. Yo escribo poesía por la necesidad. Y cuando siento que logro algo que me gusta, algún poema, algún verso que me gusta, siento ese placer”.

El poema que contiene el verso que titula su último libro es el siguiente: “Con fulgor y con palabras, / una hilacha en lo real, / y otra / en la brizna magia”. Una definición de poesía. También del titiritero (así se titula el poema) y de cualquier oficio, ¿por qué no?, que amalgame labor y arte. Una definición de la literatura: sin dudas. Pero, ¿no es acaso también, además, una definición del mundo, de la forma en que lo cotidiano se nutre de belleza y fealdad, de ternura y brutalidad, de risas y lágrimas, de placeres y abismos? ¿No está también, contenida en esa definición, una esencia: que lo real y lo mágico no son divisibles porque forman parte del mismo ovillo? “A mí la poesía me sirve como refugio, me aísla de un montón de cosas. Hacia el mundo, no creo que modifique absolutamente nada, está demostrado que no, pero si tomamos el tono poético para todo lo que hagamos y logramos que la vida tenga un sabor poético, me parece, las cosas irían un poquitito mejor”.

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