En mayo de 1983 se hizo el Rosariazo en Obras Sanitarias. Un recital donde tocaron Litto Nebbia, Juan Carlos Baglietto, Silvina Garré, Adrián Abonizio, Jorge Fandermole, entre otros. Fueron 1.500 personas. Un día después escribió la periodista Gloria Guerrero: “Fito Páez es el tipo más talentoso que subió a ese escenario. Entre todos los demás, Fito sobresale musicalmente llevándole la cabeza de altura que les lleva en la realidad física. A lo largo de su carrera (que estimamos larguísima y productiva) probablemente siga con su temática actual o tal vez pase por algún otro estadio de evolución. Cuenta con sólo 20 años, y tiene todo el tiempo para cambiar o no, según le venga en gana. Pero apuesto a que todo lo que haga será de nivel.”
A 40 años de estas palabras podemos decir que Gloria Guerrero tenía razón (pensar que Páez no había sacado su primer disco todavía), y si hubiese sido una apuesta en un casino se habría ganado una pila de billetes. Estás palabras están en el libro La historia del palo. Diario del rock argentino 1981-1994. Un libro donde la columnista de Humor testimonia los años de renovación rockera en nuestro país, en ese periodo de recomposición con la vuelta a la democracia. Y en ese contexto, lo tiene a Fito Páez (junto a Los Redondos, a Virus, a Charly, a Miguel Abuelo, Luca Prodan, a Soda Stéreo, entre otros, por supuesto) como uno de los protagonistas ineludibles.
En 1987, recién salido del horno Ciudad de pobres corazones (el momento más alquímico en la vida del músico: convertir tragedia en canciones invencibles), le dice Páez a Guerrero: “Soy como una especie de tubo de ensayo; la gente me empieza a poner cosas y entonces hago así: el vasito, la cucharita, y después no se sabe. Vivo así. ¿Que si no saco nunca nada de ahí? Y no, yo voy mezclando. Voy mezclando y armando cosas.” Paéz cuenta algo concreto de su sistema de trabajo: el mestizaje como territorio, la mixtura como combustible y procedimiento. No sólo para crear, sino para algo más importante: seguir creando. En esta mezcla de la que habla, uno de los ingredientes (herramienta vital) fue la literatura. El puente que el rosarino trazó con lo literario se puede ver a lo largo de todo su recorrido. Ya sea por interés (la lectura es una acción), como escritor (imaginar es una acción), siendo su propio biógrafo (recordar es una acción) o como objeto de estudio en varios libros (posar es una acción).
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Memorias de Fito Páez
Infancia y juventud (Planeta, 2022), su más reciente libro, empieza así: “De niño conocí el olor de la muerte.” Esta es la puerta de entrada que decide usar para que nos acerquemos al periodo de su educación sentimental. Es, definitivamente, un comienzo “literario”: tiene fuerza, gancho y seducción. En esta clase de decisiones sobre las palabras y la construcción de una prosa se percibe la raigambre literaria de Fito. El capítulo 2 comienza así: “Había una vez en Rosario dos familias: los Páez y los Ávalos.” El juego con la fábula y el cuento maravilloso hace pensar en el modo que pone en práctica el músico cuando habla de mezcla.
Luego cuenta: “Las primeras lecturas que recuerdo fueron los libros con ilustraciones, tamaño bolsillo, de tapa dura, de la editorial Bruguera. Iban enfundados en un papel, como primera cubierta, con preciosas ilustraciones. Leí Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne; Buffalo Bill, de W. F. Cody; Sandokán de Emilio Salgari; Azabache, de Anna Sewell; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; El llamado de la selva, de Jack London y El mago de Oz, de L. Frank Baum. Mi padre entendió que las aventuras eran lo mío. La imaginación de ese niño volaba hacia parajes y épocas desconocidas y su carácter pisciano a veces hacía difícil el retorno al mundo real.”
Después vendrían más libros: Juvenilia, de Miguel Cané; Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga y Recuerdos de provincia, de Domingo Faustino Sarmiento; El exorcista, de Willian Peter Blatty y Drácula, de Bram Stoker. Explica: “Obras iniciáticas que —ahora puedo apreciar con precisión— fueron escritas con temple y claridad. Años más tarde, en plena pubertad, otros libros me tomaron totalmente.” Este es, de alguna manera, el background de Fito porque la vida tiene su impacto pero, ¿de dónde sacar las palabras para reflejar esa violencia o esa ternura? Sin la literatura es imposible acceder a ciertos paraísos lingüísticos. Páez lo comprendió muy bien desde el comienzo.
“Polaroid de la locura ordinaria” es una canción de Ey! (1988). Un botón de muestra de cómo Fito va tejiendo los vínculos entre sus canciones y la literatura: es la adaptación de un cuento de Bukowski, La chica más guapa de la ciudad. Tiene sentido retomar la figura del gran borracho norteamericano para pensar esos años de Páez, porque fue un modelo de cómo hacer un recorte de la realidad y poder sacar historias que muestran modos de vida disidente: seres que no están a gusto con el estado del mundo y buscan la esencia en lugares, digamos, peligrosos. Las drogas, el desborde sexual, tener muchísima calle, la marginalidad como elección de vida frente a un sistema totalmente desangelado. En este sentido, se puede pensar a Bukowski también como el lazo que une a Fito con la revista Cerdos & Peces y Enrique Symns.
Es Enrique Symns quién llevó adelante junto a Vera Land el mejor acercamiento a la vida de Páez (y es un libro que está pronto a reeditarse y vuelve a librerías). ¿Por qué? Porque el texto funciona como un prisma que intenta rodear al músico desde todos los ángulos: lo fáctico (el costado puramente biográfico y veraz), lo discursivo (las entrevistas de Symns a Páez son fuentes de confrontación, debate y, sí, sabiduría), lo vivencial en la ilusión del rock (¿cómo es la cotidianeidad de un músico exitoso de gira?), la interrogación de testigos (¿quiénes rodean a Páez y qué piensan de él?).
Junto a este libro, puesto en el mismo estante, se encuentra Hay cosas peores que estar solo (Gourmet Musical, 2021) del periodista Federico Anzardi. Allí se retrata el periodo del disco Ciudad de pobres corazones. Con un aliento de novela, pero documentado hasta la profundidad del detalle, se puede percibir la crudeza de esos años que van del asesinato de las tías de Páez hasta la salida del disco y su rodaje en la calle.
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De Fogwill a Piglia
Pero si pensamos en Ciudad de pobres corazones y en la relación de Páez con la ciudad como usina de historias y personajes, hay que referirse a dos nombres que están puestos en su altar: Fogwill (a quien no le gustaba el rock) y Ricardo Piglia. Eran dos escritores a su manera antagónicos en sus estéticas literarias (y además se odiaban), pero que le sirven a Páez para reflexionar modos de meterse con la ciudad en los noventa.
Cuando Páez se calza el traje de escritor, recordemos La puta diabla y Los días de Kirchner pero también sumemos sus guiones de cine Vidas privadas y ¿De quién es el portaligas?, amplifica su intervención en diversos géneros (incluso los respeta: el policial, la novela política, el realismo sucio y la comedia de situaciones). Deben ser leídos como tales: experimentaciones y saltos a zonas nuevas pero dentro de su campo de acción, ya que se maneja con personajes que uno ya encontró en sus canciones. Es decir, sus creaciones fuera de las canciones se desprenden del mismo viaje. Provienen de ahí: del hambre, el deseo y la mezcla.
“¿Hay una historia?” se pregunta Piglia al comienzo de Respiración artificial, otro libro insignia de Páez. Podemos hacernos esta pregunta al considerar el lugar que le da Fito a la literatura. Y es un lugar central el que le da y al que se entrega: como lector, como espacio de intervención, como aljibe de dónde sacar materiales, como objeto de estudio. Sin los libros y sin la escritura no hay comprensión posible parece decirnos (pensar en su Diario de viaje del 2016). Pero hay algo más importante: sin los libros y la escritura Fito Páez no hubiese llegado adónde llegó. ¿Cuál es ese lugar? La respuesta está flotando en el viento.
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