En 1977, los estadounidenses enviaron al espacio la nave Voyager I en busca de vida extraterrestre. Entre otras muestras representativas de la actividad en nuestro planeta, la nave transportó una grabación de un preludio y fuga de Johann Sebastian Bach interpretado por Glenn Gould. Por ese entonces, el canadiense había logrado instalarse como uno de los pianistas más notorios de la historia de la música y, en especial, de la obra del músico alemán. Pero también, sin lugar a dudas, como el más excéntrico.
Los orígenes de un genio
El seno familiar en el barrio The Beach, en Toronto –la ciudad en la que nació en 1932– y, en especial, la casa de campo familiar en uno de los extremos del lago Simcoe en donde encontraba el contacto con la naturaleza, fue la única morada de Gould por más de treinta años. Allí empezó, a los tres años y a instancias de su madre, a tocar el piano. Y allí mismo seguía residiendo cuando lo alcanza la consagración como uno de los pianistas más innovadores y más reconocidos con apenas veinte años. Y fue en ese mismo ámbito –puritano, religioso y asceta propio de la atmósfera británica característico de esa zona de Canadá– en el que cultivaría desde muy niño la tendencia al aislamiento, la timidez y, fundamentalmente, la hipocondría, su compañera de toda la vida.
Te puede interesar: Joshua Redman: “Ni sueño compararme con Coltrane, Sonny Rollins, Charlie Parker, son mis héroes...”
Si bien el músico nunca aceptó haber sido un niño prodigio, lo cierto es que su desempeño en el conservatorio fue brillante y cuando su madre confirmó la excepcionalidad de su talento, en 1943 decidió que comenzara a estudiar con Alberto Guerrero, proceso que duró nueve años. El tiempo de formación con su maestro sería decisivo para el artista, sobre todo a la hora de forjar el especial repertorio con el que Gould se sentiría a gusto: Bach entre los clásicos y Shönberg entre los modernos. Maestro y discípulo, además, coincidieron rápidamente en una obsesión: la de la técnica pianística, algo que marcaría hasta el extremo el estilo y también la proyección del canadiense, más allá de que en los años finales de su adolescencia Gould diera señales de una firme autonomía y seguridad que moldearon una identidad musical única y excepcional.
El fanatismo y obstinación con los que abrazó ciertos repertorios y condenó otros, por ejemplo, no fue expresión solo de sus gustos e ideas musicales, sino también de su personalidad y el modo de encarar, cerrado, racional y puritano, muchos aspectos de la vida. Su concepción respecto de Bach daba cuenta de eso: el músico alemán era, a su criterio, la expresión más acabada del orden, la lógica y la integridad estructural, y siempre vio en el espíritu del compositor una posición que “… se alejaba de asuntos mundanos tales como la ejecución instrumental”, un principio que seguramente estaría detrás cuando Gould tomó la que sería la decisión más crucial de su carrera y de su vida.
Inmediatamente después de su debut en 1947, Gould atrajo la atención de uno de los pocos agentes profesionales que por entonces existían. Walter Homburguer intervendría decididamente sobre la serie de conciertos en público que siguieron a su primera presentación y durante buena parte de su carrera posterior. Pero fundamentalmente, fue la persona que con más paciencia soportó las excentricidades que comenzaron a ser inseparables del artista-personaje que Gould terminó delineando. Así, serían características de sus presentaciones el vestirse con ropa arrugada y que daba la impresión de ser de varios talles menores al suyo; el indispensable vaso de agua que debía tener permanentemente a su lado al igual que una alfombra en sus pies; el canturreo que solía pronunciar en varios pasajes de sus interpretaciones junto con el excesivo movimiento de su cabeza y la postura totalmente encorvada de su espalda, resultado de la escasa distancia que dejaba entre el teclado, sus manos y su cabeza.
Pero la obsesión mayor con la que Gould quedaría para siempre identificado era la silla en la que tocó a lo largo de toda su vida, tanto en sus conciertos como en sus grabaciones. Muy lejos del taburete utilizado por todos los pianistas y no pudiendo dar con una silla que satisficiera su obsesión, en 1953 su padre debió adaptar, cortando y modificando sus patas, una de madera plegable, liviana y con respaldo, pieza que llevaría a todas partes del mundo, no atendiendo a costos de envío y siempre procurando que la misma llegara a destino en perfectas condiciones. Sin embargo, el paso del tiempo y el uso intensivo serían implacables, y la silla se fue deteriorando, al punto que sus sucesivas reparaciones muchas veces no lograban acallar el chirrido que evidenciaron tantas audiencias y que incluso quedaron registradas en varias de sus grabaciones. Gould jamás quiso cambiar su silla y esta, cual fetiche, quedaría indisolublemente ligada a su figura.
Pero si el músico sorprendía y fascinaba a todos con esa combinación de manías personales y genialidad interpretativa, faltaba todavía que asestara el golpe que dejaría atónitos a todos sus fanáticos y que, en el fondo, resultó totalmente afín con aquella personalidad que se había consolidado sobre el final de sus adolescencia pero también con su concepción musical tan particular y única. A medida que avanzaba su consagración internacional –con giras exitosísimas en su país, en Estados Unidos y Europa–, Gould comenzó a manifestar claramente su insatisfacción primero y desagrado después hacia los conciertos en vivo. Paulatinamente fue haciendo pública esa posición, afirmando que para el tipo de obra que le gustaba interpretar y del modo en que lo hacía (íntima, concentrada y recogidamente), las salas de concierto con sus presencia de público no eran las condiciones que más lo seducían. Junto a ello, sus excentricidades comenzaron a convertirse en ingredientes de los cuales el público quería ser testigo al tiempo que se maravillaba por la profundidad de sus interpretaciones. En coincidencia con algunos de sus principios, el gran pianista canadiense llegó a objetar las presentaciones públicas, considerando inmoral exhibirse como una mercancía frente a un público voraz. “En los conciertos me siento denigrado, como un actor de vodevil”, llegaría a afirmar.
En ese marco de radical inconformismo, cada nueva presentación profundizaba sus neurosis: no dormía, ninguna habitación de hotel satisfacía sus necesidades, su hipocondría aumentaba progresivamente así como la ingesta de cada vez más medicamentos. Y hasta llegó a cancelar conciertos pocas horas antes argumentando estar enfermo. Fue así que a comienzos de los años sesenta, cuando se encontraba en el cenit de su carrera, muchas veces en broma; muchas veces en serio, comenzó a amenazar con que abandonaría las giras. Seguramente creyendo que estos anuncios formaban parte del conjunto de las características del “personaje Gould”, el público que asistió en Los Ángeles al recital del 10 de abril de 1964 jamás imaginaría que se trataría de la última vez que se lo vería en una sala de conciertos. No había mediado ni anticipo ni tampoco se había programado una gira de despedida previa a aquel recital. Fue así que a los escasos treinta y dos años, en el momento más espectacular de su carrera y siendo uno de los más indiscutidos y eximios pianistas del momento y de todo el siglo XX, Gould dejaba de tocar en público para siempre.
Adiós a los escenarios; bienvenidas las consolas
Curioso por naturaleza, gran lector y sujeto comprometido con su época y con el mundo, Gould había manifestado siempre un fuerte atractivo por los desarrollos y posibilidades de la tecnología. En paralelo con sus presentaciones públicas, había ya comenzado a caer bajo la seducción de los medios de comunicación, así como de los estudios de grabación, e incluso se había manifestado en diferentes momentos respecto de las ventajas que las condiciones de asepsia de los registros discográficos otorgaban a las interpretaciones, al menos a las que él aspiraba. Aquellas predisposiciones intelectuales lo llevaron a adentrarse fuertemente en la obra de su compatriota, el teórico de la comunicación Marshall McLuhan, cuyas ideas pregnaron significativamente las de Gould respecto de la música en general y en particular sobre la interpretación, y él mismo comenzó a difundirlas de modo activo en profusos escritos, en programas radiales y también en los varios documentales que realizó. De ahora más, tal como sostiene uno de sus biógrafos, comenzó a “…concentrar todos sus recursos mentales, físicos y tecnológicos que tenía a su disposición en hacer que esa única experiencia de la obra quedara tan cerca del ideal como fuera posible” en la medida en que en una grabación “… veía un documento permanente en el que podía dejar una plasmación fija y definitiva de una determinada interpretación… [grabando] una pieza tal como si ya nunca fuese a encontrársela de nuevo, como de hecho sucedía a menudo”.
Si bien llevó adelante una enorme cantidad de grabaciones (solo en 1973 llegó a lanzar seis discos), la experiencia que tal vez lo marcaría más a fuego a este respecto sería la del registro del que fue su “caballito de batalla”: las Variaciones Goldberg de Bach, llevado adelante incluso en dos oportunidades: la primera en 1955 y la segunda en 1981. Con posterioridad a esta última y en una de las tantas audiciones radiales que le fascinaba protagonizar, justificó en qué medida la segunda tiene características interpretativas bien diferentes respecto de la primera, y los críticos siempre coincidieron en que la segunda era “claramente más impresionante”. Incluso el gran pensador Georg Steiner llegó a definir el Bach de Gould como “una luminosidad nítida y seca, y tan extrañamente embriagadora como una mañana de invierno en Canadá”.
Todo este proceso que se había desencadenado a partir de la decisión de abandonar los escenarios tuvo en el encierro en los estudios de grabación y radio un correlato con el proceso de cada vez mayor encierro en el que Gould ingresó en otros aspectos de su vida personal. Así, sus rasgos melancólicos, obsesivos, esquizoides y narcisistas se agudizaron, al punto que no hace muchos años llegó a pensarse que habría padecido el síndrome de Asperger, todavía no diagnosticado en su época.
Lo cierto es que su vida fue ingresando paulatinamente en una tensión en la que colisionaban de modo inevitable su cada vez mayor entusiasmo e hiperactividad –escribía compulsivamente para destinos y soportes de los más diversos– con un deterioro muy rápido de sus condiciones emocionales y físicas, encontrando la muerte escasas semanas después de haber cumplido los cincuenta años. Si bien hay entre los múltiples escritos que dejó gran cantidad de ellos de carácter testimonial que han permitido reconstruir su original modo de encarar la música, dejó trunca su intención de escribir su autobiografía que, como afirmó con la sorna y el desparpajo que siempre lo caracterizó, “sería sin lugar a dudas ficción”.
Como ha ocurrido siempre a la hora de trazar la semblanza de muchos grandes creadores, resulta difícil que persona y personaje no se confundan en aquel intento. Por suerte, para el caso de Gould y gracias a aquella obstinación obsesiva con la que quedó asociado para siempre, nos dejó sus grabaciones.
Seguir leyendo