En el cincuenta aniversario de su muerte, Pablo Picasso está más vivo que nunca. Lo está, como durante toda su longeva carrera, por muchísimos motivos. Pero sobre todo lo está por las discusiones que sigue alentando.
En el clima de batalla cultural en el que vivimos, los debates e interpretaciones que saltan a los medios sobre la vida y la obra del autor, por sus relaciones con las mujeres o la apropiación cultural en algunas de sus obras, han alentado la impresión de que Picasso debía ser “cancelado” y trasladado a los almacenes de los museos.
Veamos de dónde nacen estas reivindicaciones.
Revisar las influencias
En 1971, la historiadora feminista Linda Nochlin puso en tela de juicio la figura del “genio”, ya que era una categoría excluyente a la que las mujeres no habían podido acceder por formación, clase o apoyo familiar. Desde entonces, la historia pedía escribirse de modo más transversal, contextualizarla ampliando la discusión, incluyendo a quienes habían estado fuera del relato y habían sido, como mucho, “musas” de grandes artistas o cuerpos inmortalizados en sus obras. En esta nueva perspectiva, el modo en que las mujeres habían sido representadas y tratadas en las obras de arte también se convertía en materia de discusión.
Si inicialmente su obra representó la separación del arte contemporáneo con todos los estilos precedentes (a los que exposiciones como Picasso: tradición y vanguardia, celebrada en el Museo del Prado, le volvieron a acercar), pronto pasó a convertirse en fuente de reflexión sobre las relaciones entre la alta y la baja cultura y entre el arte moderno con los medios de masas o con los distintos modelos culturales.
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La obra de Rosalind Krauss sobre Los papeles de Picasso, en la que trataba los experimentos que el autor había realizado con el collage (como Naturaleza muerta con silla de rejilla de 1912), sirvió para replantear las relaciones que la vanguardia había tenido con obras y materiales extraídos de la cultura popular. Krauss se preguntaba por Picasso y sus papeles a la luz de las nuevas relaciones que el arte pop y posmoderno habían establecido con la cultura popular, y reflexionaba acerca si lo que había hecho el artista con el collage era innovar o robar.
En esa época también, ya con el punzón postcolonial puesto en el centro del análisis, autores como James Clifford o Hal Foster ponían en duda las relaciones que el malagueño había tenido con las máscaras africanas que inspiraron algunos de los planteamientos estéticos que condujeron al cubismo –como por ejemplo en Las señoritas de Avignon–. Para estos autores, dichas relaciones estuvieron marcadas por un claro carácter colonialista, que, al tiempo que se apropiaba de ellas, separaba las creaciones occidentales consideradas “arte” de objetos de culturas no occidentales que serían todavía percibidos como “primitivos”.
A estas revisiones formales, estéticas e incluso políticas (como la que niega que Guernica haga referencia a los bombardeos de la guerra civil) se le sumaron, de manera bastante lógica, las relacionadas con su relación y representación de las mujeres.
Revisar sus relaciones personales
La biografía de Françoise Gilot abrió otro debate necesario. Gilot conoció a Picasso tras las relaciones de este con Dora Maar, Marie-Thérèse Walter, Olga Jojlova y Fernande Olivier. Tras su separación, en el libro Gilot contaba sus años de relación con Picasso y el trato que tanto ella como algunas de sus otras parejas habían sufrido por su parte, fruto de la educación misógina del momento. Esto planteó preguntas sobre si el modo de relacionarse Picasso con las mujeres podría haber condicionado algunas de sus creaciones (como las evidentes agresiones mostradas en la serie Suitte Vollard tituladas Violación).
Quizá, a día de hoy, en realidad lo único que hace falta para entender al artista –una vez más, y desde nuestra época actual– es llamar a las cosas por su nombre, y evitar que el concepto –ya antiguo– del “genio” no permita abrir la discusión.
Las dificultades de aplicar patrones de juicio en este sentido son enormes, y los riesgos al considerar que vida y obra de los artistas deberían encajar en ellos, inmensos, incluso para los mayores defensores del moralismo.
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En este sentido, cabe recordar, como lo hacía Estrella de Diego, catedrática especializada en feminismo, en su conferencia inaugural sobre el Año Picasso, que si la crítica pedía en ocasiones que no se valorara exclusivamente a las mujeres por su biografía (caso de Artemisia Gentilleschi, cuyo trabajo sistemáticamente se leía a la sombra de la violación sufrida en el taller de su padre, o de Frida Kahlo), ¿cómo aplicar ese criterio a otras biografías artísticas, por hegemónicas que sean? ¿Conocemos con la profundidad necesaria todas las biografías –incluso las autobiografías– o tal vez éstas arrastran interpretaciones propias del momento en que se escribieron y que pueden dificultar –o iluminar– la discusión actual? ¿Debemos atender en el análisis, por tanto, sólo lo que los artistas mostraron en sus obras (y no es poco, en casos como el aludido de la Suitte Vollard del malagueño)?
En el caso de Picasso, bien es cierto, su vida y relaciones personales se prestan bastante a que ambas puedan ser leídas de manera simultánea, sin que necesariamente la vida condicione la obra, o viceversa. No está mal, incluso, que ambas sigan poniéndose en diálogo, como hasta ahora por su implicación política, su reivindicación de la artesanía tradicional o su relación con los medios de masas modernos como el cine.
Quizá debamos asumir que hay una diferencia entre esconder lo evidente o hacer visible lo que la historia tradicional ha ocultado. Abrir las grandes obras al debate, la discusión y los nuevos paradigmas críticos nunca es algo que temer. No se trata de ocultarlos o censurarlos, sino de verlos (y no es poco) hoy, aquí, bajo una luz diferente.
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