El secreto no es solo aquel motor que sostiene el suspenso de esta novela: La princesa vampira de Claudia Melnik. El lector puede esperar que sea develado o no, seguro queda desvelado.
Un secreto se puede heredar, padecer, o descubrir. Transformarse en profecía, maldición, o pecado, el género gótico se vale de esos recursos narrativos.
El secreto de un padre conlleva un valor agregado, como si estuviese destinado a ser contado.
La novela gótica con Los hechizados de Gombrowicz llegó en su parodia en su punto de inflexión y de ruptura. Desde El monje de Lewis, el gótico se ha hecho su propia historia dentro de la historia de la literatura.
La princesa vampira. Las dos palabras, ya desde su título convocan a una mezcla de libro de hadas y de terror, y de la infancia. Entonces el libro captura al lector, lo vampiriza y se entrega sin resistencia a un terror misterioso, aunque sea banal, que ya nos inoculó. Quedamos vampirizados por la historia. Es lo que sucede con esta historia que promete contarnos un secreto.
La novela comienza el día de la muerte del padre, llamado Teo, y su hija, Isabel, decide contar su vida. La ambigüedad es justa: la de los dos.
La primera voluntad escrita que deja el padre es que no quiere Funeral. Esto es velatorio. Cuando llegan al cementerio todo sucede y no sucede al ras de la tierra.
El entierro ocurre como una escena hamletiana donde los sepultureros salvan a los tres hijos de irse a la tumba con su padre. Esta novela es un subibaja entre el humor como antídoto del terror.
La historia prosigue como Teo conoció a Federica, la que sería su mujer. En este subibaja se pasa del funeral a la fiesta.
Federica le pide a Teo como condición que se casen por iglesia. Él accede y ahí comienza la historia de una mujer católica y un converso: “Se enamoró de mi padre judío”.
Toda conversión, política, religiosa, lleva en sí misma la sombra pesada de una filiación, creencia, identidad, que deja sus marcas en la nueva vida. Arrepentimiento, nostalgia, amnesia, en la necesidad imperiosa de arreglárselas con ese pasado. La culpa, el fanatismo, la encarnación de esa decisión son algunos de los efectos que retornan después de esa decisión performativa.
Entonces comienza la historia llena de sonido y de furia contada por la hija del converso. Pero también en otra vuelta de tuerca. A diferencia de la novela de Henry James son tres los protagonistas, esta su hermana Amanda y su hermano Joaquín.
La novela que comienza con el terror de caerse en la tumba del padre, y para decirlo con título policiaco en esta niñez, siempre se vive al borde del abismo.
La madre es miope y lo cercano lo ve lejos, borroso. Los hijos viven bajo esa mirada lejana pero cercana, lo familiar entonces es siniestro y ya estamos en ese mundo ominoso donde lo gótico domina el cuento.
La familia se traslada de Córdoba a Buenos Aires. Isabel se cae y se rompe los dientes y la madre no es indiferente sino de un realismo brutal: “Lo que mi madre encontraba raro era el lenguaje”.
La familia es racial, quiere decir ella, Isabel, no se parece a su madre y como se dice vulgarmente: es una cuestión de piel.
En ese matrimonio en que el único acuerdo parece ser, la conversión para la boda, la educación transcurre según el viento de los días.
La biblioteca es selectiva en sus inclusiones y exclusiones. Isabel lee: “Susy los secretos del corazón”, o Drácula, nunca el Diario de Ana Frank. Eso no garantiza que no haya otro terror. La misma niña Isabel lee: David Copperfield, y llora por Amanda y Joaquín. El padre tiene su biblioteca en el descanso de la escalera, y la hija descansa en ella.
Para llegar a la madre hay que atravesar un laberinto. Ya lo dijo: el del lenguaje. Como bien señala la contratapa de Luis Chitarroni que nos recuerda a Anne Rice. Una autora que en su novela autobiográfica nos cuenta su infancia desde una foto. Isabel describe una foto en que el padre abraza a Joaquín, y la madre Amanda. No está sola, está en el medio.
Es posible que en cada época los padres vuelvan gótica a la misma infancia. Pero la destreza de esta narración es que, en esa casa alquilada, Isabel mira el mundo a través de un ojo de buey.
El terror también toma la sexualidad un gran masturbador exhibe su práctica masturbatoria a las niñas y el lenguaje transforma: Cochabamba en Conchabamba.
En estas novelas gótica faltaba la niñera. En este caso Ángela, pero que toma como preferido a Joaquín.
En cada mudanza una biblioteca ocupa un lugar decisivo. Todo se duplica, como en Alicia en el país de las maravillas. Las muñecas se duplican. Como aquella muñeca de mi infancia: “Linda Miranda, la muñeca que habla y anda”, la rima no excluía el terror de la novedad mecánica. En esta novela, es Pamela la muñeca sesentera.
En esta trama falta un personaje, pero se lo esta esperando, en eso consiste la maestría de esta narración. Es la princesa Vampira, casi la mujer de Drácula. ¿La esperamos con el mismo miedo, y curiosidad morbosa d ellos tres hermanos, o ya estaba entre esos personajes? Se la espera como a Gatsby que demora su llegada y en la novela de Scott Fitzgerald recién aparece en la página 65.
“Los monstruos o diablo se encarnan en alguien”. Podría ser cualquiera de los tres hermanos. El terror paraliza el cuerpo, pero no el suspenso del lector.
Esta novela crea un misterio y entonces como el lector queda hechizado. Los cuentos de hadas siempre tienen algo de hechizo gótico.
Es posible que cada uno de los personajes se lleve el secreto con él. Pero, qué importa, la mayoría de las veces el contenido del secreto no tiene importancia. La importancia de llamarse Ernesto la obra de Oscar Wilde, autor citado en la contratapa, o Teo Druker, esa homofonía del apellido con el personaje de: Drácula. Una conversión gótica.
Pero la conversión ya no atrapó y sagazmente, ingenuamente, hasta con angustia, queremos develarlo, La novela nos captura en el secreto. No queda otra que leerla.
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