Son unos ocho mil largometrajes y una cantidad, que todavía es indeterminada, de cortos. Es uno de los acervos culturales y artísticos más importantes de la Argentina y lo fue armando, con una pasión indestructible, el archivista y divulgador Fernando Martín Peña.
Es difícil imaginarse el trabajo diario de quien busca, investiga, compra, repara y archiva, encerrado en un edificio que él mismo mandó construir en 2013 en Villa Madero para ampliar las instalaciones ya existentes. El libro que acaba de publicar, Diario de la Filmoteca (blatt & ríos) ofrece, sin embargo, un panorama bastante acabado de la “diaria” de la Filmoteca Buenos Aires.
Es una bitácora al estilo tradicional, día a día, durante todo un año, Peña da cuenta de las novedades, las dificultades, las sorpresas y un sinfín de anécdotas con mucha información sobre las películas deseadas, las guardadas y algunas perdidas. Hay en el libro, que se lee a un pulso relajado, infinidad de historias desconocidas. La llegada de una película de animación de características pornográficas de 1925, latas de películas que aparecen durante una demolición, largos que consigue y a los que ubica en el “subgénero vidas de mierda” o la incorporación de capítulos de animé con “el primer super héroe de la historia que no es norteamericano sino japonés” y data de 1931.
Los fragmentos de fílmico también ocupan mucho lugar. Son pedazos de película en 35 mm, 16 mm o 9,5 mm entre otros, que esperan recuperan un sentido más completo si aparecen otros tramos mientras Peña asume la delicada y paciente tarea de “armar” la película. Él lo explica así en el libro: “Es una cosa muy rara y muy linda completar una copia que estaba incompleta combinando fragmentos en todos los formatos.(…) a veces sucede el milagro, tan bonito él que no importa si la película que se completa es buena o mala o intrascendente. Importa el pasaje de una condición a otra, que es como una resurrección”.
Diario de la Filmoteca no se trata solamente de una seguidilla de datos simpáticos. La información que provee el libro es comparada, ubicada en tiempo y espacio, presentada con los antecedentes si es necesario, siempre hay un dato que busca agradar y muchas veces Peña deja ver su posición política respecto de su trabajo y todo lo que lo circunda. Así ha sido durante más de treinta años, ya que Peña es un actor protagónico de la escena del cine argentino y del archivismo.
Su amor por las películas arrancó con un artefacto, el proyector de Súper 8 que le regaló su padre, que trabajaba en una agencia de publicidad. Tenía 8 años. En 1994 fundó junto a su amigo Octavio Fabiano la Filmoteca Buenos Aires, después se incorporó otro afecto inquebrantable, Fabio Manes. Uno de sus grandes maestros y quien lo introdujo en la escritura de libros fue el notable crítico y periodista Homero Alsina Thevenet. Otros dos nombres reconocidos del mundo del cine y las películas, Salvador Sammaritano y Jorge Miguel Couselo, también lo alentaron para seguir buscando material y aportaron a su formación; al igual que Christian Aguirre. “Creo que la definición que más se ajusta a lo que hago es la de archivista. No me considero coleccionista porque la gente que se dedica a eso generalmente no muestra lo que guarda”, dice Peña a Infobae Cultura, siempre ocupado con múltiples tareas, entre ellas las exhibiciones en el Museo MALBA, la escuela de Cine ENERC, Hasta Trilce y el CCK.
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En un violento giro de la realidad se podría decir que el impulso de Peña, con más de 30 años de archivista, es parecido al de Ira Hunt, director de tecnología de la CIA (perdón por la analogía) cuando en 2013 confesó, refiriéndose al valor de la big data, “nuestra misión es recolectar todo y quedarnos con ello para siempre”. Se sabe, Hunt cumplió su deseo sólo para controlar a la población mundial e incluso predecir amenazas.
Peña, en cambio, archiva, clasifica, restaura. De alguna manera salva y además lo difunde permanentemente. Es un divulgador tenaz que va ganando cada vez más espacio para exhibir sus películas.
—¿Por qué preferís el fílmico a los formatos digitales?
—Me gusta el fílmico en sus distintos formatos. La imagen fotográfica, que tiene una cierta textura, una cierta calidez. Una forma de reproducir el color y la luz que no encuentro en la imagen digital. Me parece que el cinéfilo, el espectador de cine del pasado, tendría que tener las dos posibilidades. Lo digital es incomparable por su potencial de divulgación. Ahora está accesible de manera digital toda la historia del cine. Yo estoy contra el “cineclubismo” que antes proyectaba en fílmico y hoy te cobra una entrada o una cuota por pasarte una película en digital, algo que podes ver tranquilamente en tu casa. Me parece que hay que hacer un esfuerzo para exhibir algo que el espectador no tiene en su casa. Además porque lo digital implica una traducción y la textura del fílmico es la herramienta con la cual trabajaron los artistas que hicieron películas en fílmico. Pasarlo en fílmico es pasarlo en su versión original. En digital, es pasar una traducción.
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—En una de tus entradas en el libro haces referencia a dos archivistas antagónicos, el del British Film Institute y el del Cinematheque Francaiçe. Con estilos muy distintos, lo que hace pensar que archivar también es una tarea personal.
—Lindgren (Ernest) y Langlois (Henri) representan históricamente un modelo de institución. Yo he conocido en Argentina a discípulos del francés que eran muy reacios a mostrar el material. Para manejar fílmico no se pede ser perezoso. Si se exhibe una película primero hay que revisarla, eso lleva tiempo y laburo físico. Yo no soy una institución, tengo una colección que me gusta que sea lo más abierta posible. No concibo el archivo que no muestra lo que guarda.
—¿Por qué preservar un material que no se considera valioso?
—Ahí está el tema de la subjetividad crítica. Quién es el que tiene la autoridad para decidir qué tiene valor y qué no. Pero más allá de eso, creo que todo material audiovisual merece guardarse porque además de ser una obra -hay mucho material audiovisual que no implica una obra artística, por ejemplo películas hogareñas o noticieros- son documentos. Las películas argumentales que pretenden ser una obra también son documentos de la época en que fueron hechas. Merecen guardarse independientemente de cualquier valoración, como documento y parte de nuestra memoria.
—¿Cuánto interviene la casualidad en tu trabajo de búsqueda?
—Uno encuentra cuando busca, por ahí no sabe lo que busca. A menudo pasa que la gente que conserva un archivo confía en la etiqueta de la lata. Y tiene a las que no dicen nada separadas en un lugar. Durante mucho tiempo no se usaba ratificar o rectificar el contenido con la etiqueta. Cada tanto yo me pongo a mirar el material que tengo sin clasificar y encuentro cosas que ni sabía que tenía y a veces resultan ser importantes. Entonces, hay un elemento de casualidad. Siempre hay algo arbitrario. Aparecen porque uno las hace aparecer.
—¿Qué es lo más valioso que tenés en tu archivo?
—Para mí es el material argentino. En el sentido económico, ninguna. Hay un valor patrimonial implícito en el material. De cine argentino tengo más de dos mil copias.
—¿Por qué ahora un libro sobre la Filmoteca?
—Hace unos diez años que posteo cosas en Facebook, esas publicaciones generaron interés. No tenemos un archivo nacional y tendríamos que tenerlo. Hablar de una colección de películas, mostrarlo, generar curiosidad, es una tarea que en otros países cumple la institución Cinemateca. También trabajé con anotaciones que vengo haciendo desde hace mucho en cuadernos y libretas y se me ocurrió que se podía transformar en una especie de Diario, mejorando esos textos.
—¿Por qué trabajas en el libro con el formato de un Diario y con la primera persona contando cada entrada?
—A mí el que me enseñó a escribir sobre cine fue Homero Alsina Thevenet. Su prosa era rigurosamente periodística, de lectura transparente, en donde no se concibe la primera persona. No podía estar el periodista interfiriendo entre la información y sus lectores, esa era su forma de pensar. Así lo hice en mis otros libros. Es la primera vez que trabajo así porque justamente estoy contando cosas que hago y me pareció que era necesario. Lo de la estructura de Diario se me ocurrió como algo natural. El diario personal es una de las formas más clásicas de la primera persona, muy libre por otro lado, para meter todos estos textos que son heterogéneos y son todos reales.
Las anotaciones del libro saltan de un tema a otro con la lógica encadenada de quien quiere descubrir lo que se olvidó o recuperar lo que se perdió. Por eso el lector se encuentra con la historia del actor James Mason en la mansión de Buster Keaton. La reaparición del jefe de la policía de Stalin en una histórica película, La Caída de Berlín. O cómo Hugo Mugica remplazó varias veces en la dirección a Hugo del Carril, cuando cayó enfermo. Peña nos cuenta también anécdotas con naturalidad, como la del ignoto director estadounidense que filma a su protagonista mientras huye de la filmación, en un taxi. O las dos noches en que Leonardo Favio intervino estoico para manejar el control del volumen del amplificador mientras Evita hablaba durante la proyección de en su monumental Perón: sinfonía de un sentimiento. Los datos y relatos se despliegan como quien abre un regalo. Y dan ganas de volver al cine.
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