Tenía 6 o 7 años y aún recuerdo mi risa aguda cuando Karlos Arguiñano decía “cojemos la papa y la metemos al horno”. Mi vieja trabaja a doble turno y mi abuela nos cuidaba durante las mañanas. Ella hacía todos los mediodías un batallón de milanesas, infinitos ñoquis y ollones gigantes de estofado, esperando que desde las 12 cayeran mi abuelo, mis tíos, mis primos y quizás algún amigo.
Mientras mi abuela hacía esto (y quemaba los bordes de su mesada con el fuego vivo de las hornallas encendidas) yo miraba la tele y en ella a Karlos Arguiñano en tu cocina. Un programa en que, mucho antes de que los cocineros se llenaran de tatuajes, vistieran camisa leñadora y se recorten la barba como recién salidos de una foja medieval, un “gallego” (vasco, en realidad) se movía como una torre blanca detrás de un mesón, con chaqueta y delantal impolutos y el tocado típico de los chef de la alta alcurnia.
Era otro tiempo y otra tele. Donde ninguno de nosotros sabíamos la técnica que se requería mantenerla pulcritud en esa rota, mientras a su alrededor burbujeaban salsas y saltaban frituras. O el trajinar de aquel cocinero hasta llegar a nuestra pantalla: Profesionales de oficio, de escuela, obreros de cocina de excelencia que habían conquistado el reconocimiento de sus pares, pero que poseían algo más. Eran dueños de un encanto hipnótico que nos hacía querer verlos.
Por ello, todo lo recto que tenía Arguiñano al vestir lo perdía al hablar. Saltaba, hacía chistes, opinaba de política, de religión, de fútbol, cantaba canciones de su pueblo en España, golpeaba las ollas, revoleaba las sartenes, le hablaba a los pepinos. Se divertía él y nos divertía a nosotros.
A unos canales de distancia había otros dos que hacían algo parecido. Uno canoso, de voz ronca y bestial nombre propio: El Gato Dumas. Y el otro, su jóven partener, el orfebre que sostenía la excentricidad del primero: Guillermo Calabrese.
Ellos compartían una rutina: El Gato hacía una pomposa presentación de una comida que resultaba imposible. Lo redondeaba con las manos, lo apretaba con los hombros y, de vez en cuando, lo bañaba con algún término en francés que pronunciaba áspero desde el fondo de su garganta. Calabrese lo seguía, humanizando la receta y materializando la preparación de a poco, detallando pasos, ajustando piezas y realizando todo lo que años después muchos conoceríamos como mise en place. Al final, luego de una larga narración que incluía tanto detalles técnicos como anécdotas de viajes, de historias, de personajes y algunos comentarios de entretelones, el Gato daba el toque final y presentaba el plano ante la audiencia.
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Si bien todos (o casi todos) los programas repetían ésta estructura, ellos eran como Olmedo y Portales. Aunque no me animaría a decir que rompían la cuarta pared, porque para mí alrededor del Gato y Calabrese no había ninguna. Dumas era estrafalario y el responsable de que la copita de vino no fuera sólo al ragú, mientras que Calabrese se reía más sobrio, pero con la mirada pícara de quién sabe que hay un chiste que no puede ser pronunciado.
Había una asimetría, pero también una amistad manifiesta.
La cocina del Gato y Cala en aquel programa se podía dar lujos que hoy nos parecen impensables. Como usar caviar o decir que se puede ir a comprar pan de Brioche al supermercado. Porque los programas de cocina también son testimonio de su época. Se inscriben, como los recetarios, más allá de sus textualidades. Con recortes de revistas, con manchas de manteca, con tachas y reescrituras de muchas manos y del tiempo.
El Gato Dumas se fue en 2004 y a Calita le tocó el pasado fin de semana, casi a la misma edad que su amigo. Pero en estos años nos dió risas y se hizo maestro. Miró a cámara, cantó, corrió de un lado a otro de la cocina y se disfrazó para nosotros. Bromeó con su Juanito y abrazó a centenares de cocineros nuevos. Se vistió con camisa leñadora y, aunque sin tatuajes, lució como un millenian barba y lentes de marco grueso. Le puso crema y queso a TODO y nos hizo desear comernos la tele.
Tutuna Mercado en su hermoso ensayo El brillo dice que si hay una búsqueda melancólica es la de aquello que nuestras papilas algunas vez gustaron, que toda receta es una forma de intentar asir lo que está en fuga. Pero no es el comer lo que vamos a extrañar de Cala o de mi abuela, sino la alegría de verlos cocinar.
Cuando buscamos un video de Paulina Cocina, o un programa de Narda, de Dolly, de Osvaldo Gross, de Betular o de Ximena Saez no estamos persiguiendo aprender una técnica gourmet, que nos reencuentre con un sabor perdido. Sino un lugar donde nos sentimos a gusto, donde las cosas son simples y se queman, se queman. Donde un nene puede reírse de que alguien diga “cojer” en vez de “agarrar” y terminar eligiendo una profesión. Eso hizo Cala y todas las cocineras y cocineros argentinos que nos hicieron felices.
* Cocinero y antropólogo especialista en alimentación, identidad y patrimonio.
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