“Es un personaje”, dirá más de uno al conocer a Mariano Llinás. Y no estará lejos de la verdad. El realizador de Historias extraordinarias es, sí, una persona de esas que podrían caracterizarse de ese modo: verborrágico, excesivo, un tanto grandilocuente, de esos tipos que uno no olvida fácilmente. Y esa personalidad desbordada y desbordante le sirve muy bien a la hora de transformarse en protagonista de sus propias películas. No necesariamente porque sea un gran actor, sino porque es consciente que ese personaje creado en la vida real se traslada muy bien a la pantalla y que está al borde de convertirse en una caricatura de sí mismo.
En Clorindo Testa, una de las tantas películas suyas en las que actúa, el director de Historias extraordinarias ocupa un rol más protagónico que nunca. No solo por su presencia delante de la pantalla en casi todo momento sino porque, por primera vez en su carrera, toca un tema muy cercano y personal: la relación con su padre. No, el arquitecto que realizó el Hospital Naval y el edificio de la Biblioteca Nacional, entre muchas otras obras, no es el padre de Llinás, pero fue uno de sus mejores amigos. Julio Llinás sí es su padre y, en un ingenioso gambito, más cinematográfico que ajedrecístico, Mariano terminó por transformar la película que le encargaron hacer sobre Testa en una sobre su padre. O en una sobre las dos cosas. Dice que fue sin querer, pero es difícil creérselo del todo.
Clorindo Testa, que se presenta en el BAFICI en la Competencia Argentina, es un documental sobre el famoso arquitecto que termina siendo uno sobre Julio Llinás, uno que empieza siendo sobre la relación entre estos dos amigos para pasar a ser una sobre padre e hijo. Como si mostrara el backstage de un rodaje, la película va girando de un objetivo a otro en tanto Mariano Llinás encuentra algunos materiales de archivo (el libro sobre Testa que escribió Julio es fundamental) y se topa con una columna del año pasado en el diario La Nación en donde el ensayista no tiene mejor idea, para sorpresa de Mariano y fastidio de su madre, de comparar la vida de Julio con la de la Argentina en el siglo XX como si fuera la crónica de dos fracasos paralelos.
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“Imaginate la coincidencia –dice Llinás, con su acostumbrado vozarrón–. Fue casi milagroso. Estoy haciendo una película que va a tener que ver con mi padre, que va a recoger el fantasma de mi padre además del de Clorindo, y cuando la estoy haciendo aparece este artículo insólito de Marcelo Gioffre que compara a mi padre con la Argentina. Todos me llaman indignados por la nota, ‘que barbaridad lo que han hecho con tu padre’, me dicen, casi dándome el pésame. Lo llamo a Gioffre y él cree que es una nota elogiosa. Le dije que la iba a usar en la película y no tuvo problema.
Es un giro fabuloso del destino que yo esté haciendo una película así y aparezca eso. Parece de una trama de Woody Allen: alguien está haciendo una película sobre su padre y de pronto su padre aparece acusado de algo. No comparto para nada la conclusión de la nota, pero me sirve como hilo conductor. El tipo dice que mi padre tenía aviones privados, modelos, autos deportivos. Son sus fantasías. No es una nota muy reflexiva, utiliza a mi padre para dar su visión de cuáles fueron los años prósperos del país. Pero tampoco me indigna como a los demás. Me divierte”.
—¿Haciendo la película descubriste cosas de tu padre que desconocías? ¿Sentiste una mayor conexión o cercanía con él?
—Yo siempre tuve mucha conexión con él. Yo lo ayudo a mi viejo a corregir los poemas desde que tengo 14 años. Tenemos gustos distintos. Yo incorporo muchos de los de él y después agrego otro montón que son míos. Creo humildemente que mi versión, en algunos aspectos, es un poco mejorada. En otros, no. Creo que él tenía un poco más de éxito con las mujeres, por ejemplo (risas). Pero siento que había una dificultad mayor que tratar de entender a mi padre y esa era la de tratar de mantener un diálogo entre él y Clorindo.
Había que meterse en una especie de juego entre dos amigos que era muy hermético, donde aparecía un humor muy concreto y una especie de cariño y admiración secreta. Como decía Borges: “nuestra amistad prescindió de la frecuentación y de la confidencia”. Es muy interesante porque lo queda ahí es una afinidad profunda. Quería tratar de entender ese vínculo, era un desafío. Es decir, el reflejo de una gran figura a partir de un amigo me parecía atractivo.
—Pero también está la historia personal, la de tu relación con tu padre…
—Ese era el otro diálogo que había que mantener, el diálogo entre mi viejo y yo. Más que descubrir cosas y todo eso, era tratar de mantener un tipo de relación una vez que una de las dos piezas está muerta.
—Muchas de las películas tuyas y las de El Pampero tienen esta cosa de autorreferencia y de aparición de la propia producción en la película. A mí me funciona muy bien porque considero que todos ustedes interpretan a personajes de sí mismos, pero sé de que a alguna gente le resulta un tanto narcisista. ¿Cómo te llevás con estos comentarios?
—Es cierto que hay muchos que dicen eso. Yo te juro que lo pienso cada vez y no sabría cómo hacer las películas si no es cómo las hago. Imaginate si tuviese que tener a un actor a mano cada vez que necesito filmar algo que se me ocurre. ¿Entendés lo que sería eso? Lo hice y por algo “La flor” tardó diez años en terminarse. La película de “Clorindo…” yo digo que se hizo a la manera de las de Chaplin, del modo en el que él hacía sus primeras películas. Yo llegaba a la isla de edición, que era además el set, y se nos ocurrían cosas con las poquísimas personas con las que lo hicimos. Se nos ocurrían los gags ahí, ¿entendés? Yo digo: “A ver, tomemos un Negroni”, entonces inventamos los gags con el Negroni. Inventábamos los chistes ahí.
—Después de La flor hiciste muchas películas chiquitas, digamos, “caseras”. ¿Creés que en algún momento volverás a encarar una gesta así, más grande?
—No lo sé todavía, no lo tengo muy claro. No es fácil. Por momentos pienso que sí. Hacia dónde sería lo tengo en claro y sería hacia las películas históricas, con caballos y todo eso. Eso sé que no está todavía. Digo, Juan Moreira es una gran película y Los hijos de Fierro también, pero no hay muchas que me gusten. Las que hice en este tiempo son las que pude hacer en un momento difícil del contexto y de mi carrera. Me volví guionista (es coautor de Argentina, 1985), cambió mi familia y puedo hacer películas así, sobre el pucho. Es un momento muy hiperactivo mío y estoy haciendo estas películas.
—Ya no estás para andar recorriendo el mundo con la cámara, digamos…
—Ya no me pasa lo mismo con el hecho de viajar, de perderme. Esas películas pletóricas de aventura ya no las puedo hacer más. Ya está, ya las hice. La última de esas grandes gestas, La flor, siento que está todavía en el medio y que, en el mejor de los casos, la gente la vio solo una vez. Hay mucho mío en esa película. A los que me preguntan cuando van a volver esas películas les digo eso: “vean “a flor”. ¿Para qué querés más?” Es como cuando a mi hijo le compro un juguete enorme y al toque ya quiere otro. Tal vez el error es haberle comprado un juguete enorme. Tal vez el error fue La flor. Hay demasiado ahí para lo que se vio.
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