Hay un poema de Fabián Casas, breve y asertivo, que dice: “La familia es una patología / que te acompaña toda la vida. / Por eso pongámosla en la heladera / para que no se pudra”. Y así, podría decirse, corren, caminan, se arrastran los personajes de Kintsugi de María José Navia, con la familia en la heladera, en el fondo, bien al fondo, tapada, escondida, entre botellas, potes y frascos. Pero, ¿cuánto tiempo puede durar ahí, mantenida por un frío energético, artificial, sin pudrirse? Tomás, Sofía y Eduardo, tres niños, después adultos, de nuevo niños, cuyas vidas se van desarrollando en Kintsugi, pierden a su padre. ¿Cómo? Desaparece, decide irse, y su madre queda a cargo. Esa fractura inicial, que en un principio pareciera sobrellevarse bastante bien, deja sus vidas agrietadas para siempre. Crecen y, sin saberlo, tapan esa grieta que se ensancha bajo de la masilla, bajo la pintura, bajo el cuadro. Algún día, lo saben, lo intuyen, estallará.
Algunos huyen de ese hogar que llaman familia y construyen sus vidas en otro rincón. “Lo cierto es que a Sofía le gusta estar lejos. Cada vez que le preguntan si echa de menos, Sofía tiene que mentir. ‘Sí‘, dice, ‘mucho‘, cuando en realidad la respuesta es: ‘No, claro que no‘. Aunque tal vez esa respuesta tampoco es apropiada”. Hay un silencio en cada uno de ellos que la novela deja al desnudo. Es una tristeza nítida, profunda, que solo puede contarse con literatura. O al menos esa es la sensación que deja esta novela publicada originalmente en 2018 por la editorial chilena Kindberg y que este año edita en Argentina el sello Concreto. “Quién sabe por qué decidimos querer a quien queremos y a quien dejamos que nos haga daño”, se pregunta la narradora que también, en un capítulo, cuenta la historia de los padres, de Caro y José, el amor repentino, el casamiento, los embarazos, el proyecto germinal: “Estaban rotos. Y habían decidido quedarse juntos”.
Ahora, del otro lado de la cordillera, desde su Chile natal, María José Navia conversa con Infobae Cultura: y asegura que todo nació desde un cuento: “Yo nunca me propuse escribir una novela. Me considero sobre todo cuentista. Y me pasó que, cuando escribí el cuento ‘Rebajas’ para mi libro Lugar (publicado en 2017 en Chile), me ocurrió por primera vez que quise saber más de estos personajes. Ver qué pasaba con estos niños, qué había sucedido con los padres en el pasado. Y así me puse a escribir un cuento tras otro, siguiendo mi propia curiosidad sobre qué cosas quería saber de cada personaje y en qué momento (las historias de los hijos se cuentan hacia adelante, las de los padres hacia atrás), hasta que se fue armando esta constelación o novela-en-cuentos. Me propuse también en el camino privilegiar los vínculos tías-sobrinas y son solo esos capítulos/cuentos los que se cuentan en primera persona”.
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Nació en Santiago en 1982, es magíster en Humanidades y Pensamiento Social por la Universidad de Nueva York y doctora en Literatura y Estudios Culturales por la Universidad de Georgetown. Su primer libro fue una novela: salió en el año 2010 y se tituló Sant. Luego vinieron los cuentos: Las variaciones Dorothy (2013), Instrucciones para ser feliz (2015), el mencionado Lugar (2017), Una música futura (2020, que acaba de editarse en Argentina por el sello Marciana) y Todo lo que aprendimos de las películas, el último, editado por el sello español Páginas de Espuma, este año. En el medio, en 2018, esta novela, Kintsugi, que escribió teniendo muy presentes “como estrellas/guías” estos tres libros: Olive Kitteridge de Elizabeth Strout, A Visit From The Goon Squad de Jennifer Egan (en español se publicó por la editorial Minúscula como El tiempo es un canalla) y Fight No More de Lydia Millet (que no ha sido todavía traducido al español).
Efectivamente, Kintsugi puede leerse como un libro de cuentos por la proliferación de personajes y por cierta autonomía que posee cada capítulo. “Son los cuentos lo que más me gusta escribir. Es un formato que se adapta bien a mi perfeccionismo, obsesión y forma de trabajar. Yo escribo mis cuentos, después los leo en voz alta y los grabo en el celular para luego ir editándolos de a oídas por días, semanas, meses. Los escucho como si fueran canciones, fijándome en si hay lugares en los que ‘desafino’ o palabras que no suenan bien u oraciones que se alargan más de la cuenta”, dice y define este libro como “novela-en-cuentos” porque “comenzó siendo un cuento al que siguieron otros”. “Quizás si me decía ‘ahora vas a escribir una novela’ me paralizaba. Me gusta más el formato de ‘cuentos conectados’ o ‘cuentos entrelazados’ que es más propia de la tradición del cuento en inglés (y que es lo que a mí más me gusta leer, además)”, agrega.
En la contratapa, la escritora Adriana Riva dice: “María José narra lo que ya se contó mil veces: la fractura de una familia. Pero lo deslumbrante de esta novela es qyue lo hace chapoteando en las grietas, con una voz íntima e implacable que estruja el alma”. Ese tema, la familia, ¿cuánto cambió en los últimos años? La autora, que nació en el siglo pasado, en la vida pre internet, asegura que “las tecnologías modifican siempre todo” y continúa: “Cualquier tecnología (cuando apareció por primera vez el telégrafo, o el teléfono, todo eso fue alterando la forma de relacionarnos). En Kintsugi a la familia como estructura se la come la tecnología en el último capítulo del libro, de cierta forma. Quería mostrar cómo toda relación afectiva tiene su contraparte o vida extra en lo virtual. En esta familia van apareciendo cada vez más las pantallas y los aparatos hasta ese cuento final. Y luego esa presencia inquietante de la tecnología continua en mi siguiente libro, Una música futura”.
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En la primera página de Kintsugi hay varios epígrafes. Todos en inglés (Aracelis Girmay, Anne Michaels, Amanda Palmer) salvo uno: Ricardo Piglia: “La familia es una máquina de producir ficción sobre sí misma”. Ahora, en diálogo con Infobae Cultura, Navia asegura que “un poco por ahí va el espíritu de este libro: esa máquina de producir ficciones familiar que se va desfamiliarizando por la tecnología (que también, me parece, es otra máquina, y muy poderosa, de construir ficciones)”. Desde muchos ángulos lo es. “A veces los padres no tenían idea de quiénes eran realmente sus hijos. A veces, la verdad, los padres no sabían nada de nada”, se lee. También el cruce, la tensión, con otras máquinas, como el cine: “Es un pasatiempo peligroso, en todo caso, y ella lo sabe. En ocasiones, las películas le recuerdan que hay gente pasándolo peor que ella, que hay familias más disfuncionales que la suya, pero hay otras que la hacen confrontar lo triste de su situación”.
“En nuestra familia las preguntas son de mala educación, indican que hay algo que no sabemos, algo que podría estar mejor”, se lee en Kintsugi. En algún sentido, podría decirse que es un libro triste, con toda la potencia que tiene la tristeza. Pero ella jamás lo pensó así. Ni así ni de ninguna forma. “Yo nunca tengo un plan antes de escribir. El libro se va armando una palabra tras otra, una oración tras otra y ahí recién voy viendo el ‘dibujo’. Luego, ya con todo el manuscrito, lo voy trabajando y estudiando más. Pero sí es un libro triste, aunque espero que se cuele algo de luz entre esa tristeza. Ojalá”. Convencida de que “la historia te va dictando su forma”, se lanza a la escritura. A veces, muchas en simultáneo (”soy de escribir varios libros a la vez”), y una es una novela: “Ahí estoy inventándome un nuevo método de escritura porque mi trabajo con las grabaciones no funciona con una novela de más de 300 páginas. Pero lo estoy disfrutando mucho”.
Fuera de esos pequeños universos ficcionales en construcción ocurre la vida cotidiana, el día a día, que no es tan diferente, que no es un mundo paralelo: lleva adelante dos clubes de lectura, escribe sobre libros en El Mercurio, es jurado de concursos literarios y profesora universitaria de Literatura. Esas clases las da en inglés, lo que le lleva a leer más en ese idioma que en español. “Ese es mi trabajo real”, bromea, y luego, ya más seria, dice: ”La verdad que le he dedicado mi vida a la literatura”. En un capítulo de Kintsugi aparece la analogía entre los libros de Elige tu propia aventura y la vida, donde “no hay destinos que escoger al final de la página”. ¿Qué es, entonces, hoy, ahora, la literatura, qué permite, qué significa, para qué sirve? “La literatura —responde— es justamente eso: elegir tu propia aventura, una y otra vez. Todas las posibilidades, todas las vidas, ahí en tantas hojas. Es un espacio de libertad y de gozo, para mí. Una invitación a imaginar. Me parece algo poderosísimo”.
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