El próximo domingo es el Día Internacional del Libro, un país simbólico y transfronterizo hecho de tiempo, pero que llenan de espacio miles de minúsculas embajadas y una gran capital, Barcelona, que durante todo este fin de semana será pura actividad literaria, nerviosa y botánica, porque una rosa es una rosa es un rosa y los libros tienen alma vegetal.
Si Sant Jordi dejará satisfechos a millones de lectores –en la medida en que un lector puede quedar satisfecho, porque la lectura es siempre sinónimo de insatisfacción–, tres días después, el 26 de abril, cerrará Book Depository, que dejará huérfanos a muchos otros.
Durante sus casi veinte años de existencia, el negocio de venta en línea de libros, fundado en 2004 como rival de Amazon por un antiguo empleado de Jeff Bezos y adquirido por Amazon en 2011 –injusticia poética–, ha sido lo contrario del Día del Libro. Sin gastos de envío, sin conversación, sin memoria de la experiencia de la adquisición del objeto, sin viaje ni fiesta.
Entiendo que muchas personas compren libros en Amazon y sus tentáculos porque viven en lugares donde no llegan con facilidad títulos nacionales o importados o porque les conviene por otras razones, seguro que respetables; pero todos debemos tener en cuenta lo que perdemos al darle al click.
La tendencia al monopolio de las multinacionales tecnológicas del siglo XXI hace muy difícil, tras su irrupción, la supervivencia de los proyectos locales. Cientos de librerías tuvieron que cerrar con la llegada de Amazon y sus réplicas. Tiempo después, la compañía multinacional ha decidido reducir costes en uno de sus ámbitos de negocio y, automáticamente, millones de lectores se van a quedar sin acceso a una de las fuentes principales de educación, entretenimiento y crítica.
Cuando la semana pasada llegaron mil libros a la base Carlini de la Antártida Argentina (como vimos en directo gracias al perfil de Twitter del escritor Juan Terranova), la Biblioteca Nacional recordó a todos los ciudadanos del país que no hay rincón que no merezca acceso a la cultura impresa. El Estado también debe proteger a las librerías, hermanas mellizas de las bibliotecas, sus aliadas en todos los confines, también los simbólicos.
La pandemia evidenció que las librerías de barrio y de pueblo siguen siendo fundamentales en el entramado social y cultural de nuestra época. La irrupción de las inteligencias artificiales generativas las van a hacer todavía más necesarias: al menos de momento, las editoriales y sus libros impresos van a ser garantía de verificación, calidad, verdad, en contraposición con las falsificaciones profundas y los textos descontrolados que ya están circulando por internet. Y abrir un libro en papel, la forma más sencilla de la desconexión algorítmica.
Su viabilidad parece asegurada en grandes ciudades con tradición libresca, como Buenos Aires, Barcelona o Madrid, donde abren periódicamente nuevos establecimientos letraheridos. Algunos proyectos recientes sugieren que, además, desde esos núcleos urbanos es posible intervenir en el conjunto nacional, si se gestan buenas intervenciones.
Salvaje Federal, por ejemplo, es una librería digital con sede en la capital argentina que envía a todo el país volúmenes editados por sellos de Córdoba, Rosario, Salta o Mar del Plata. La iniciativa de las escritoras y amigas Selva Almada, Raquel Tejerina y Natalia Peroni nació a finales de 2020, en plena pandemia, y en estos momentos cuenta con una sede física, donde se ubica un alojamiento para escritores del interior del país.
Con mucha pasión y mucha poesía, crece porque se nutre de un enorme capital de talento, no demasiado conocido y, por tanto, por descubrir. Tras demasiado tiempo de predominio de la literatura rioplatense, su apertura de otros paisajes literarios pasa también por el lenguaje. En su página web la literatura argentina se clasifica según si es Fluvial, Montaraz, Andina, Pampeana o Patagónica. Si eres capaz de pensar en etiquetas y palabras distintas para organizar los saberes existentes, puedes aspirar a cambiar los circuitos de la distribución de las historias y las ideas.
Uno de sus mecanismos es la suscripción. Los abonados reciben periódicamente libros seleccionados, junto a algún tipo de publicación artesanal –como un fanzine o una lámina–, porque la cultura del papel va mucho más allá de la literatura. Las suscripciones (de diarios, revistas, catálogos de bibliofilia o librerías) son habituales en la cultura de la modernidad, pero ahora se benefician de las ventajas del mundo digital. Ya no se trata, sólo, de recibir un libro, sino que a través de él se construye una experiencia compartida: pasas a formar parte de un círculo de lectores.
El fenómeno no para de extenderse por el mapa lector iberoamericano. En Argentina destacan clubes de lectura como Pez Banana o Escape a Plutón, que cuenta con una opción de literatura infantil. Ése es precisamente el público de Canto da Sabiá, una iniciativa de la promotora cultural brasileña Carolina Cadavid, que envía álbumes ilustrados y cuentos a niños de todo el mundo que hablan portugués como lengua materna.
Tal vez la iniciativa más sofisticada de ese tipo sea la de Bookish, que incluye en la caja mensual, junto al libro, una guía de lectura, una tarjeta que conduce a una playlist o un marcapáginas coleccionable. El negocio se ha hecho tan rentable que, a finales del año pasado, la empresa compró Alibri, una librería tradicional del centro de Barcelona que estaba a punto de cerrar. De ese modo, lo viral salva a lo clásico. Y Alibri podrá celebrar en 2025 su primer centenario de vida.
También todostuslibros.com es un ejemplo brillante de cómo la digitalización del mundo ayuda a la pervivencia de las librerías físicas. Gracias a su buscador, puedes saber al instante dónde se encuentra un ejemplar del título que te interesa (entre más de cuatro millones posibles). Además, ofrecen una agenda con todas las actividades, físicas o virtuales, de las librerías asociadas.
Como explica muy bien Raquel Jimeno en Círculo de lectores. Historia y trascendencia de un proyecto cultural, la famosa iniciativa comercial, editorial y artística de la segunda mitad del siglo XX no nació de la nada, sino que formó parte de una tradición. La de los clubes y gabinetes de lectura, a menudo vinculados con cooperativas, y las bibliotecas circulantes y por suscripción de los dos siglos anteriores, que hace exactamente cien años se reformularon en clave de negocio en Alemania y los Estados Unidos. Cuando la editorial Planeta adquirió Círculo de Lectores en 2014, el club cultural acabó de desvanecerse. Pero precisamente en esa época se consolidaron otros círculos de lectores, virtuales, librocéntricos, en red, que no cesan de multiplicarse.
Así es la historia del libro: capítulos sucesivos de superviviencia y adaptación, una metamorfosis constante. Mientras Amazon sigue despidiendo a trabajadores, los e-books continúan siendo la segunda opción de lectura y la inteligencia artificial amenaza con cambiarlo todo, Tik Tok, páginas web, librerías físicas y virtuales y clubes y fiestas del libro se reapropian de la energía y las herramientas que Jeff Bezos quiso monopolizar. Para que la historia siga abierta. De momento, sin un fin en el horizonte, sin confín.
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