Fui, vi y escribí: Literatura del yo y del nosotros

Existen formas de la escritura que resultan en un prodigio: el de convertir la propia intimidad en la del lector. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

"Autorretrato", de Egon Schiele (1912).

Hola, ahí.

La vida se te impone y es difícil cambiar de gusto ya de grande. La literatura de género llega a mis manos en menos oportunidades que los libros que tienen algún vínculo con la realidad. No digo que esté bien, digo que es así. Aviso que es así.

En lugar de fascinarme con lo fantástico, la ciencia ficción, el terror o el policial (me ocurre, pero menos), lo que me convoca es una voz, un tono, un procedimiento ligado a lo real. Una forma de lo real que tal vez es ficción, que seguramente fue estilizado por su autor, pero que se acerca a esa realidad que me interesa y con la que trabajo desde siempre.

Soy periodista, amigos, y mi atención está siempre puesta ahí donde pasan o pasaron cosas: me cuesta salirme de ahí.

El arte, a solas

Te doy un ejemplo: estoy pasando un tiempo difícil, con dolores físicos y también espirituales, entonces busco correrme de estas nubes negras que me agobian yendo a la ficción purísima. Y a veces lo encuentro, pero mi inclinación por lo real, por la memoria, por los hechos, puede más y, entonces, otra vez termino eligiendo libros que tienen que ver con esos temas. Algunos de ellos son ficciones, otros son diversas formas de la escritura que recurren a los hechos, memorias, biografías o autobiografías que trabajan con los recursos de la ficción.

"Un hombre enamorado", segundo tomo de la saga del autor noruego Karl Ove Knausgard.

“En el transcurso de los últimos años había perdido cada vez más la fe en la literatura. Leía y pensaba que eso había sido inventado por alguien. Tal vez fuera porque estábamos completamente invadidos por ficción y cuentos. Tanto que había perdido el sentido. Por todas partes te encontrabas con ficción. Todos esos millones de libros de bolsillo, libros de tapa dura, películas en DVD y series de televisión, todo trataba de personas inventadas en un mundo inventado, pero realista. Las noticias de los periódicos, de la televisión y de la radio tenían exactamente la misma forma, los documentales tenían la misma forma, también eran cuentos, y entonces no importaba si lo que contaban había sucedido o no. Era una crisis, yo lo sentía en cada parte de mi cuerpo, algo saturado, como de manteca, se expandía por la conciencia, en particular porque el núcleo de toda esa ficción, verdadero o no, era la credibilidad, y porque la distancia mantenida con la realidad era constante. Es decir, que veía lo mismo. Y eso, que era nuestro mundo, era fabricado en serie. Y eso que era tan único, de lo que todos hablaban, era por tanto anulado, no existía, era mentira. Vivir con eso, con la certeza de que igualmente todo podría haber sido distinto, era desesperante. Yo era incapaz de escribir así, no funcionaba, cada frase era respondida con la idea: esto es simplemente algo que acabas de inventar. No tiene ningún valor. Lo inventado no tiene ningún valor, lo documentado no tiene ningún valor. Lo único que para mí seguía teniendo valor y todavía tenía sentido eran los diarios y los ensayos, la parte de la literatura que no es narración, que no trata de nada, sino que sólo consta de una voz, la voz de la propia personalidad, una vida, un rostro, una mirada con la que uno podía encontrarse. ¿Qué es una obra de arte sino la mirada de otro ser humano? No por encima de nosotros, ni tampoco por debajo de nosotros, sino justo a la altura de nuestra propia mirada. El arte no puede vivir colectivamente, el arte es eso con lo que uno se encuentra a solas. Uno se encuentra a solas con esa mirada”.

Estaba pensando en escribir sobre este tema cuando leí esta cita de Karl Ove Knausgard en un posteo de Paula Schaer, en Facebook. Se la encuentra sobre el final de Un hombre enamorado, el segundo tomo de esa monumental obra en seis volúmenes que el escritor noruego tuvo el desgraciado tino de llamar Mi lucha. Más precisamente, en la página 597. “El arte es eso con lo que uno se encuentra a solas”, dice Knausgard. Y creo entender de qué está hablando, sobre todo después de haberlo leído.

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Bioy decía algo así como que el modelo ideal de libertad para un autor sería alguien que logra pensarse sin antepasados ni descendientes. En realidad, sería pensarse sin ellos haciendo reclamos pero poder disponer de la historia en común para hacer con ella literatura. (Escribo esto y no puedo dejar de pensar en la saga de la herencia de Borges sobre la que tanto se dice por estos días. Y en el Borges de Bioy, que tantos —María Kodama, entre ellos— vivieron como una traición del autor de La invención de Morel a su gran amigo).

Me pregunto cómo se hace para escribir sobre nuestros seres queridos que aún están vivos sin prestar atención a sus deseos. O para escribir sobre nuestros seres queridos (o no tan queridos) ya muertos sin atender la voluntad de aquellos que siguen de este lado de la vida y no piensan como nosotros o no quieren que sus historias familiares o privadas se conviertan en material de lectura o de otra forma del arte o el espectáculo.

Autorretrato de Sofonisba Anguissola.

Y si me pregunto cómo se hace es porque sí, se hace, por supuesto. Y porque, en algunos casos, aquello que puede ser visto como desaprensión desde un ángulo personal, es sin embargo, gran literatura.

Pienso en el mismo Knausgard, quien fue capaz de contar en detalle la intimidad de la insatisfacción de un matrimonio en retirada o la plenitud del enamoramiento y la crianza —sin olvidar la enfermedad mental de su segunda esposa— y también retrató con detalle obsesivo la decadencia y muerte de un padre a partir de la limpieza de la casa en la que el hombre se suicidó lentamente con alcohol, una limpieza que va más allá de lo físico y que lleva adelante junto con su hermano. Una descripción atroz de la mugre que me resultó profundamente perturbadora cuando la leí y que, hace casi diez años, en otro artículo, narré de este modo:

”Dos hombres en duelo retratados a través de una acumulación dramática de productos, olores fétidos, muebles y pisos con excrementos, baldes, géneros y materiales; movimientos regulares de cepillos y trapos, ida y vuelta de botellas vacías: una orquesta familiar, feroz e inmunda”.

Hay algo del yo del autor que, lejos de cualquier oscura feria de vanidades, puede volverse un nosotros y esto ocurre con determinadas formas de la escritura que resultan en un prodigio: el de convertir la propia intimidad en la del lector.

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“Hablo de cosas tan íntimas que mi vida se ha fundido con la de los lectores”, dijo Knausgard una vez en una entrevista. Seguramente pensaba en su entrega. En que su forma de narrar su vida, de exponer su intimidad (y la de los suyos) lo acerca a los demás de una manera que sólo puede responderse con empatía, si lo que genera es la emoción de lo colectivo, o con el rechazo, si lo que se lee resulta obsceno y/o arrogante.

Pero si su yo es recibido como un nosotros es también porque las vidas de los lectores se funden con la suya y eso sucede porque quienes lo han leído encuentran en sus palabras las que les faltaron para expresar sentimientos similares o, si no faltaron, reconocen las que consiguen retratar emociones y situaciones que van más allá de la singularidad de un autor y es porque proponen un acercamiento potente, distinto, diferente a temas existenciales o definitivamente humanos.

"Autorretrato", de David Hockney (1954).

Un “oído humano” y un retratista

”Yo nací en el campo, crecí en el campo y para mí siempre fueron una gran influencia los relatos de las mujeres, relatos sencillos que me contaban cuando era pequeña y todo lo que contaban esas mujeres sobre la guerra. Yo había leído varios libros sobre la guerra y pensaba que sus relatos eran muchísimo más fuertes, es decir, que tenían más fuerza que cualquier película o cualquier libro. Siempre estuve escuchando las historias y las voces de esas mujeres que luego de la guerra se quedaron sin hombres. Y como pasé toda mi niñez en el campo, en las casas de mis abuelos —tuve una abuela ucraniana y otra abuela bielorrusa—, entonces las voces de las mujeres tuvieron siempre mucha influencia en mí, me resultaban muy interesantes. Siempre me pareció además muy injusto que nadie conociera la historia de mi abuela ucraniana, por ejemplo. Nadie conoce la tragedia de su vida, cómo se quedó sin su marido y con cinco hijos para criar ella sola o cómo mataron al marido y me parecía muy injusto que nadie supiera cómo sobrevivió y cómo contaba su propia historia”.

Eso me dijo tiempo atrás durante una entrevista telefónica la nobel bielorrusa Svetlana Alexievich, autora de una obra monumental compuesta por libros que reproducen las voces de lo que ella llama los “hombres pequeños”, protagonistas alejados de los superhéroes y con vidas tanto o más interesantes. Testimonios que reconstruyen lo que fue la vida durante los años del comunismo pero también durante el colapso del sueño del hombre nuevo.

La Nobel bielorrusa Svetlana Alexievich, una maestra en la literatura creada a base de testimonios reales. (Photo by David Levenson/Getty Images)

A diferencia de Flaubert, que se calificaba a sí mismo como “pluma humana”, Alexievich, quien llevó al género de la crónica periodística a un nivel de excelencia indiscutible, suele llamarse a sí misma “oído humano”. Y es desde esa herramienta y desde su sensibilidad superior que consigue, por medio de un procedimiento único de montaje, sumar las voces que componen sus impresionantes collages humanos, en los que se propone contar el mundo en sus detalles ya se trate de una tragedia nuclear (Voces de Chernobyl), de la guerra (Los muchachos de zinc, La guerra no tiene rostro de mujer) o el estalinismo y, más tarde, la caída del proyecto soviético (El fin del homo sovieticus).

”Cuando camino por la calle ‘atrapo’ palabras, frases y exclamaciones, siempre pienso ‘¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro!’. Desaparecen en la oscuridad. No hemos sido capaces de capturar el lado conversacional de la vida humana para la literatura. No lo apreciamos, no nos sorprende ni nos encanta. Pero me fascina y me ha hecho su prisionera. Me encanta cómo hablan los seres humanos… me encanta la voz humana solitaria. Es mi más grande amor y mi pasión”, dijo durante el discurso de aceptación del Premio Nobel, en diciembre de 2015.

La vida real como novela, los testimonios como una forma del relato más poderoso que cualquier ficción.

”Me parece más honesto contar una historia de la que formo parte, o con cuyos personajes he tenido interacciones, que contarla como si fuera dios o pudiera ver las cosas desde el planeta Marte”, explicó alguna vez su forma de ver la literatura Emmanuel Carrère. “Me gusta la pintura de paisajes, las naturalezas muertas, la pintura no figurativa, pero por encima de todo me gustan los retratos, y en mi terreno me considero una especie de retratista”, escribió en El reino. Y después, el hombre que contó los infiernos de tantos otros observando a protagonistas de crímenes espeluznantes (El adversario), enfermos de cáncer, víctimas de catástrofes naturales (De vidas ajenas) o el mundo cultural postsoviético (Una novela rusa, Limonov), descendió a los propios infiernos de su mente. Él, que siempre se reconocía obsesionado por la locura y el horror, terminó capturado por esas redes. Y logró regresar.

Ese regreso se plasmó en Yoga, una novela de no ficción en la que, además de narrar su depresión, su internación psiquiátrica y el tratamiento al que lo someten los médicos, habla del fracaso de su matrimonio y de la frustración de haber hecho las cosas mal. “Sabía que un amor semejante era infrecuente y que quien lo deja pasar está condenado al remordimiento y al amargo sabor del ‘demasiado tarde’. Yo pensaba triunfar donde otros fracasan. No ha sido así”.

Carrère habla de esa frustración luego de recibir apercibimientos judiciales de su exesposa, quien no permite que vuelva a tomarla como personaje de sus libros. El autor francés consigue sortear ese bozal legal y entre los recursos a los que echa mano hay un fragmento de sus novelas más famosas, De vidas ajenas, en el que el narrador habla del amor presente con la fuerza y la emoción de una pasión eterna. Así explica el procedimiento: “Es cierto que pueden prohibirme escribir sobre determinadas cosas, lo que no pueden es prohibirme lo que ya había escrito sobre esas mismas cosas”.

En "Yoga", Carrere vuelve sobre su vida y logró sortear bozales legales para hacerlo.

Pese a las mesetas y a cierto tedio en la primera parte de la novela —o tal vez por eso— soy fan de Yoga. Soy fan de Carrère.

Secretos de un abuelo

Sé que llegué hasta acá teniendo una vida afortunada, no me gusta ser ingrata. Pero las nubes negras que se montan sobre mi cabeza en ciertas rachas me abruman, como a vos, como a todos. Y pese a eso, la literatura y el cine que me gustan tienen mucho que ver con la realidad y con las historias de vida, en las que además de alegrías suele haber padecimientos, dolores, duelos: me gustan las personas, sus voces, el relato de sus biografías.

Me interesa buscar datos, rastrear información, sumar elementos a lo que leo. Me gustan los libros y los productos culturales que me dejan con ganas de saber más. Y por eso me enamoro de autores como Knausgard o Alexievich pero también de escritores como Annie Ernaux, Carrère, Javier Cercas o como el británico Philippe Sands, quien en Calle Este-Oeste narra las historias de los juristas que acuñaron los términos “genocidio” y “crímenes contra la humanidad” y logra reunirlas con su historia familiar a través de la vida de León Buchholz, su abuelo materno. Lo hace de la mano de una coincidencia: los tres hombres nacieron en Lviv (alguna vez Lemberg), ciudad que fue polaca y hoy pertenece a Ucrania, y adonde llega el propio Sands para dictar una conferencia como experto en derecho internacional, que ha puesto en práctica como abogado ante diversos tribunales internacionales.

Calle Este-Oeste narra también la historia de Hans Frank, gobernador nazi de Polonia. Para regocijo de los lectores, la escritura de Sands teje el pasado con el presente, los documentos públicos con la información más reservada y consigue un fresco monumental de un momento clave en la historia del siglo XX, a la vez que produce un tipo de literatura de la intimidad francamente estremecedora. Es como si exprimiera cada detalle de las historias que relata y te desafiara a buscarle una falla a tamaña perfección. En 2019 estuvo en Buenos Aires para un FILBA y tuve la suerte de coordinar la mesa en la que participó. Le pregunté por este punto, justamente.

La escritura de Sands teje el pasado con el presente, los documentos públicos con la información más reservada.

—Es muy sorprendente el modo en que consigue llegar a cada dato: no quedan huecos en las historias que narra, como si las agotara.

—Creo que eso me viene de ser abogado en la Corte. Porque no te podés permitir ningún agujero. El juez te puede preguntar cualquier cosa, cómo sabés que eso pasó, cómo sabés que tal otra cosa sucedió, y tenés que encontrar la evidencia y poder decir: “Acá está la prueba”. Cada hecho es sustancial. En inglés se dice: “no stone unturned”, o sea, no podés dejar ninguna piedra sin dar vuelta.

No quiero spoilear nada porque me encantaría que leyeras este libro, pero sí puedo decirte que, más allá de los documentos, Sands consigue hacer un descubrimiento asombroso sobre la intimidad de su abuelo, una verdadera revelación, un estallido inesperado que puede cambiar la arquitectura de una familia y afectar a algunos de sus miembros de manera irreversible.

”Todos tenemos una vida secreta. Todos, todos”, me dijo esa tarde Sands, una persona que no solo es brillante sino que domina un humor exquisito. “Y muchas veces, cuando doy conferencias, les digo a las personas que tengan presente que, si van a tener una aventura, no excluyan la posibilidad de que, setenta y cinco años después, uno de sus nietos descubra con total certeza lo que sucedió”.

Wilson (2011-2023).

Mi gordo en HD

Le di vueltas y vueltas y acá estoy. Si hablo del yo, no puedo evitar hablar de esto y, al mismo tiempo, no quiero, me resisto, me duele tanto. La semana pasada, inesperadamente, murió nuestro perro, Wilson, un golden que nos tuvo profundamente enamorados durante once años y medio y a quien seguimos amando ahora, cuando su ausencia nos dejó sin palabras, sin rutinas y como almas en pena. Ahora, cuando debemos conformarnos con el modesto consuelo de intercambiar fotos y videos del perrito celestial, como lo llamó mi cuñado Leo, o nuestro gordo en HD, como escribió alguna vez mi hija, a propósito de una foto en primerísimo plano que lo mostraba hermoso, radiante, majestuoso.

El nuevo libro de Fernando Martín Peña es la bitácora de un experto, divertida y llena de información.

Durante el fin de semana, mientras lo extrañaba sin consuelo, me entretuve y aprendí muchísimo leyendo el nuevo libro de Fernando Martín Peña, Diario de la Filmoteca, un trabajo formidable, la bitácora de un erudito del cine sin alardes, una obra entretenida hasta la admiración y la carcajada que acaba de publicar —afortunadamente— Blatt & Ríos y que recomiendo con fervor a todos.

En un momento en el que suspendí la lectura del libro de Peña —lleno de historias de vida y de datos que te dan ganas de salir a buscar más información sobre algunos personajes alucinantes y casi desconocidos— tomé de la mesita un volumen con la obra completa de la gran poeta peruana Blanca Varela, que acaban de editar en conjunto Caleta Olivia y Gog y Magog. El libro se llama Las cosas que digo son ciertas y reúne todos los poemas de Varela publicados entre 1949 y 2000. Una perla.

"Las cosas que digo son ciertas" reúne la poesía completa de la poeta peruana Blanca Varela.

Uno de los poemas en los que me detuve se llama “Nadie nos dice” y, como suele suceder con la poesía, parece escrito para mí, para nosotros, para este momento.

nadie nos dice cómo

voltear la cara contra la pared

y

morirnos sencillamente

así como lo hicieron el gato

o el perro de la casa

o el elefante

que caminó en pos de su agonía

como quien va

a una impostergable ceremonia

batiendo orejas

al compás

del cadencioso resuello

de su trompa

sólo en el reino animal

hay ejemplos de tal comportamiento

cambiar el paso

acercarse

y oler lo ya vivido

y dar la vuelta

sencillamente

dar la vuelta

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"Autorretrato", de Gabriele Münter.

Las imágenes de este envío sobre la literatura del yo son autorretratos de grandes artistas como Egon Schiele, Sofonisba Anguissola, David Hockney y Gabrielle Münter, retratos de autores nombrados en el texto y tapas de los libros mencionados. Ademas, una foto de nuestro rey león, que ya es memoria y amor eterno.

Respondo los correos que me envían a hpomeraniec@infobae.com. Me demoro, sí, pero los leo siempre y los contesto.

El newsletter de la semana pasada tuvo una hermosa repercusión y llevó a muchos lectores a escuchar buena música. Eso me hace muy feliz y felicidad es lo que ando buscando.

Te deseo una buena semana, hasta la próxima.

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