A Simone Weil le dolía el mundo y sus conflictos. Sobre todo porque le tocó vivir en una época, primera mitad del siglo XX en Occidente, donde los enfrentamientos y las tensiones se sucedían como olas de destrucción masiva que se iban acumulando una encima de la otra. Parecían imposibles de surfear. Y cada ola tenía un espíritu más terrible y catastrófico que la anterior. A saber: Primera Guerra Mundial, la Crisis económica del 29 conocida como la Gran Depresión, ascenso de Hitler y el nacionalsocialismo en Alemania, la llegada de los nazis al poder y su Holocausto, Segunda Guerra Mundial.
La filósofa francesa Simone Weil miraba todo esto con horror y espanto pero necesitaba intervenir para ayudar a quienes ella consideraba “los más débiles”: “Siempre somos bárbaros con respecto a los débiles”, escribió. Su filosofía estaba involucrada con la acción y la práctica, el barro de los tiempos, y de ahí sacar los materiales para formar eso que se conoce como pensamiento. En el hacer del cuerpo que interviene iba creando su propio marco teórico. Tenía una virtud que se ocupó de sostener y afilar: tenía bien claro cuál era la vereda donde quería ubicarse y quién era el enemigo. El enemigo, por supuesto, siempre era quien detentara el poder. Su olfato para la justicia y la injusticia era implacable y la guiaba, la impulsaba como un combustible deluxe en el motor de su corazón.
Simone Weil consideraba que su deber (como pensadora, como ser humano) era batallar contra la opresión que el poder arroja sobre el sujeto. Y esto significaba luchar por un fin último (y quizás utópico): la libertad de los individuos, de los pueblos. Simone Weil era alguien extrema. Por lo tanto no toleraba ser espectadora del derrumbe sin tratar de hacer algo para ayudar a quienes históricamente habían sido víctimas de un sistema desigual, injusto, genocida. Es así como la filósofa, que todavía no había cumplido los treinta años pero sí tenía problemas físicos (migrañas insoportables) y de visión (miopía), llega en agosto de 1936 a España para unirse a los anarquistas y pelear en la Guerra Civil en contra del franquismo. Ella quiere formar parte del Grupo Internacional de la Columna Durruti. Es un grupo de rebeldes que se dirigen al frente de Aragón y son 23 soldados de las cuales ella es la única mujer.
Ahora acaba de salir un libro que cuenta esa aventura única en la historia de la filosofía: La columna (Tusquets) de Adrien Bosc.
Simone Adolphine Weil nace el 3 de febrero de 1909 en París. Su padre era médico e intelectual y su madre era ama de casa. Ambos le dieron a Simone y a su hermano mayor (André) un entorno de afecto, unión y comprensión que fue fundamental para que se forme entre ellos un lazo inquebrantable en los vínculos familiares. En el hogar también había un fomento de la cultura, la voluntad por la lectura y la escritura, un respeto por la inteligencia y un incentivo por las excursiones y los deportes. La niña Simone creció bajo el concepto de que la mente era un músculo que debía ser entrenado y estimulado. Las ideas tenían un valor, un peso, una injerencia en la realidad. Esto fue vital para lo que vino después en su vida.
Ya desde niña y en sus primeras experiencias escolares se vio en ella un vuelco hacia la búsqueda de la igualdad, lo justo y lo solidario. Era llamativo que estuviese tan definida y direccionada en ese sentido. Además aparecieron los problemas de la vista, inconvenientes de salud y una relación problemática con la alimentación. Todas cuestiones que la acompañarían toda su vida. Pareciera que Simone Weil no hizo en su corta más que profundizar los destellos de su infancia.
En su adolescencia, Simone sufre periodos de depresión (piensa seriamente en suicidarse) y una marcada insistencia con la “búsqueda de la verdad”. Es acá cuando emerge un carácter cada vez más complejo y que tiende a la dificultad para relacionarse con el entorno. Contempla la posibilidad de dedicarse al teatro y se apasiona con Walt Whitman y Stendhal. En 1925, ya en la facultad, hace cursos con el filósofo Émile Chartier (a quien consideraba su único maestro) y encuentra su camino: la filosofía. Lee con muchísima atracción a Descartes, Platón, Kant y Spinoza. Y en 1928 empieza escribir sobre el primer ladrillo de pared intelectual: la noción de trabajo como puente entre las personas y el mundo.
Veía al trabajo como la única manera de unir en nosotros a los dos seres que somos: “el ser pasivo que sufre el mundo y el ser activo que se impone a éste”. Para Weil el trabajo implicaba una disciplina (acá surge la idea de voluntad personal) a la que había que entregarse porque era una manera de igualar a todas las personas y mediante el trabajo se desarrolla la posibilidad de acortar las distancias entre la teoría y la práctica, entre el pensamiento y la acción, entre la abstracción y la materialidad. El trabajo, según Weil, permite tener cierto dominio de la propia vida frente al caos de la existencia. Su ética personal era férrea como un ancla y luminosa como una brújula en la noche del océano.
A partir de acá, Simone Weil, que se había recibido de filósofa y había publicado algunas notas en revistas, comienza un periplo de poner el cuerpo a sus ideas: para entender mejor la noción de trabajo trabaja en fábricas, campos y demás lugares que le exigen resistencia física. Escribe sobre estas experiencias en cuadernos. Son textos que mezclan el registro tipo diario, la crónica de hechos cotidianos y las reflexiones que van surgiendo frente al desarrollo de los hechos. Weil comprende que la rutina del trabajo permite un contacto con la realidad que no podía haber conseguido de otro modo, por ejemplo: reflexionando. En este sentido, el trabajo se volvió una manera de comprender que los hechos se modifican solamente en la medida que el individuo decide llevar adelante una modificación de su entorno desde la realización de acciones concretas. Weil es tajante: nada de ilusiones ni discursos sirven frente a la violencia del poder. En la medida que existan las desigualdades existirá sujeción del individuo. Buscar liberarse de esa sujeción es un trabajo constante. Son esa clase de ideas las que la llevan a la Guerra Civil Española en 1936.
La columna de Adrien Bosc es una no ficción que busca develar cómo fueron esos 45 días que Simone Weil, de veintisiete años, pasa en España. Para lograrlo se deja guiar por varios documentos: el Diario de España de Weil del que se conservaron solo treinta y cuatro hojas, algunas cartas y ciertas fotografías. Escribe en la página 35: “Simone poseía una cualidad que solo tienen ciertas personas: sus ojos y su palabra dejaban entrever un misterio que ninguna respuesta colmaba pero que ningún interrogante abarcaba. Su lucha no era una pose ni una forma de oportunismo, sino una necesidad interior tan imperiosa que anulaba toda duda, que inspiraba una admiración inmediata”.
De carácter decidido y sin negociación posible, a Weil intentaron disuadirla para que no fuera a España. Ella no tenía ninguna preparación militar y sus problemas de vista y físicos (sumados a dolores de cabeza cada vez más terribles, más tarde diagnosticada como sinusitis frontal larvada) eran notorios. Hay una foto que la muestra con un fusil que casi tiene su tamaño pero su rostro muestra una expresión satisfecha: está donde quiere estar, donde consideraba que había que estar. Luchar con los anarquistas (aunque no disparó ni una sola bala) era una obligación moral que no podía eludir.
La vida cotidiana de un rebelde en medio de una guerra civil puede ser un infierno de aburrimiento. Algo de eso se transmite en esta crónica y Bosc logra mostrar que no tiene nada de emocionante formar parte de la historia. En este sentido, Weil sabía que era importante la lucha de los anarquistas y por eso estaba en ese cuerpo de soldados. Después se supo que sus padres habían llegado a España detrás de ella y la estaban rastreando. Pero no eran los únicos que la cuidaban: sus compañeros se iban turnando de a dos para velar por Weil y que estuviera a salvo. Sin embargo, un accidente con aceite hirviendo le deja una herida profunda en la pierna. No es bien atendida y está a punto de perderla, pero su padre logra localizarla y llevarla a un hospital donde puede ser tratada como corresponde. No volverá más a España. En una carta explica: “He dejado de sentir la necesidad interior de participar en una guerra que ya no era, como me pareció al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra terratenientes y el clero cómplice de los terratenientes, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia”.
Simone Weil, una vez que se recupera, trabaja como docente de filosofía pero los problemas de salud la obligan a pedir licencias eternas. De todas maneras no quiere abandonar el trabajo y se inclina por ciertas obras de arte que la apasionan y suma a su universo de pensamiento a la religión cristiana. Era algo nuevo después de haber sido criada en un hogar agnóstico y ateo. No la había aceptado, estaba en tensión con la religión pero había elementos con lo que podía sentirse cercana: la entrega por los demás, la solidaridad, el despojamiento de cualquier lujo exterior o material, los votos de pobreza y castidad.
Después de viajar por distintos lugares y ver la situación de los judíos en Europa, decide viajar a Nueva York junto a su familia. Pero Weil no pasa mucho tiempo hasta que logra viajar a Londres y concretar un proyecto: crear un cuerpo de enfermeras voluntarias que ayuden a la resistencia del avance nazi. No puede concretar su proyecto pero se queda en Londres para ayudar con lo que pueda. Contrae tuberculosis y muere el 24 de agosto de 1943. Tenía solo 34 años.
Toda la obra de Simone Weil fue póstuma ya que en vida solo escribió notas para algunos medios. Y salió de esos cuadernos que ella no paraba de escribir y que conforman toda su obra. Los libros fueron publicados gracias a los amigos de Weil, su familia y Albert Camus que impulsó su trabajo desde Gallimard. A partir de la salida de La gravedad y la gracia, en 1947 (luego siguieron El arraigo y Espera de Dios), comienza a expandirse el pensamiento weiliano. ¿Dónde se apoyaba este pensamiento? En tres columnas: la ciencia, la religión y la cultura. Dijo en una de sus últimas cartas: “Para alguien que ama la verdad, en la operación de escribir, la mano que sostiene la pluma y el cuerpo y el alma que están unidos a ella, con todo su entorno social, son cosas de una importancia infinitesimal”.
Al velorio de Simone Weil fueron solo siete personas. El cura que iba a oficiar la ceremonia se equivocó de tren y nunca llegó.
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