Con pulso de viajero o de chamán, el escritor y performer Esteban Feune de Colombi no tarda en encontrar alrededor de la mesa el sitio más fértil para la conversación con Infobae Cultura. Lo embarga el entusiasmo de hallarse otra vez rodeado del murmullo de un café porteño, en una esquina de San Telmo que un cuarto de siglo atrás fue elegida por Wong Kar-wai para filmar varias escenas de Happy together. Tan extraño como los personajes de aquella película dice que se sintió al pisar por primera vez El Bruc, un pueblo a 50 kilómetros de Barcelona donde se ha instalado desde la pandemia con su pareja y al cual le dedica su nuevo libro, Limbos terrestres, volumen breve, dulce y concentrado como el ristretto que baja de un saque mientras se prepara para las fotos que ilustran esta nota.
Feune –o Tatucho, como lo llaman sus más íntimos– se presenta en las redes bajo el alias de “dromómano”, una singularidad que atraviesa a personajes como Rimbaud o Werner Herzog y que la RAE establece como “inclinación excesiva u obsesión patológica por trasladarse de un lugar a otro”. Con ese talante recorre el mundo –junto al catalán Marc Caellas, compañero de ruta y socio de la compañía teatral y performática La Soledad– y escribe sus libros. En las crónicas de viaje reunidas en Creo en la historia de mis pasos perseguía la sombra de algunos artistas errantes y en Del infinito al bife, una biografía coral de Federico Manuel Peralta Ramos, merodeó entre las voces de quienes conocieron al legendario artista marplatense.
Si bien se acostumbró a tomar prestadas las diversas palabras que descubre en cada lugar que visita, Feune habla animadamente en la lengua de un parroquiano que vivió toda su vida en Buenos Aires. Con la misma locuacidad debe haber seducido a Silvia Sesé, directora editorial de Anagrama, quien le sugirió la idea del libro en una mesa de hotel donde coincidieron durante la entrega del Premio Formentor a César Aira. “Hasta entonces no me había dado cuenta de que tenía el roce de una superficie rugosa con una lisa”, dice el autor, quien desde ese momento comenzó a entrelazar sus vivencias pastoriles con distintas costumbres y leyendas que circulan al pie del Monserrat, el macizo que domina el paisaje de esta localidad poco familiar incluso para los catalanes.
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En El Bruc, Feune se quitó su mochila de trotamundos y aprendió a habitar sin reloj un sitio a priori tranquilo pero cargado del magnetismo de la montaña. La colecta de espárragos, la caza del jabalí, hongos y temazcales son algunos de los rituales que abren las puertas de la percepción, aunque la visión del lector se ensancha sobre todo con mitos y sucesos insólitos o extraordinarios que el autor encuentra en las cercanías, desde el avistamiento de ovnis a la leyenda del Timbaler, figura nacional que expulsó a las tropas de Napoleón en lo que fue su primera derrota imperial. Una visita al Monasterio de Montserrat pone en sus manos la edición princeps de España, aparta de mí este caliz, el poemario póstumo de César Vallejo, impreso en ese recinto sagrado pocos días antes de la ocupación franquista.
“La relación con la montaña es esencial, aunque probablemente me hubiera pasado algo similar si hubiera estado viviendo a los pies de otro macizo. Ahora me pregunto cómo no hice esto con el Uritorco antes, si lo tenía tan cerca. Con mis cabalgatas por la zona y las infinitas anécdotas que se contaron en mi familia, mucho más o igual de literarias que las que encontré en Monserrat. Pero me habló esa montaña en ese momento”, reflexiona este escritor artista que viste chaleco de pana y camiseta de Flamengo para la charla con Infobae Cultura, y remata: “Creo que es un libro feliz, lo hice con amor y escribir sobre la felicidad es algo muy complicado”.
–El libro lleva como subtítulo “Mi vida en El Bruc”, sin embargo a medida que pasan los capítulos lo que ofrecés al lector es una historia de ese paisaje. En ese sentido, el procedimiento es similar al de la biografía de Peralta Ramos, donde el yo autoral era escamoteado.
–Lo que hice con Federico tuvo mala prensa, hubo gente que me veía como un compilador de historias y amigos que me dijeron que les hubiera gustado que estuviera más presente en el libro. En ese caso fue manipular el yo para encastrarlo y poner en tensión sus múltiples facetas. Limbos terrestres tuvo sus dificultades, porque tanto las ceremonias como los pasajes sensoriales que mezclo con las historias del pueblo son difíciles de narrar. Todo el mundo quiere escribir sobre su primera experiencia con la ayahuasca, sin embargo son todas escrituras parecidas de algo inenarrable. Tuve que encontrar un equilibrio entre las voces de otros y la mía, y de pronto esa es la pista de despegue de mi próximo libro, donde hay un desarrollo más profundo de lo autobiográfico pero con un yo bombardeado.
A mí me gustan mucho las voces y sentarme a conversar, para eso el periodismo me formó muchísimo. No creo mucho en los géneros, pienso que el yo es algo realmente plástico y querría que lo fuera mucho más en mi vida cotidiana. La performance me lleva hacia ese lado, es un arte que te desnuda, donde el yo tiene un estado de verdad y de presencia por más que se disfrace. Hace un tiempo entrevisté a Christian Boltanski, un artista francés que murió hace poco en la Patagonia, y me dijo: “A mí no me interesa nada de lo material, salvo que en 200 años alguien diga ‘acá hubo un loco que vino e hizo esto’”. Este carácter de mitología de una performance me interesa y hay algo de eso en estas escrituras que estoy probando.
–Hay varios tópicos contemporáneos en el libro que señalan otras formas de vida posibles. ¿Te parece que la pandemia sirvió para repensar eso?
–A mí me sirvió muchísimo para confirmar unas cuantas cosas que venía tratando de poner en práctica y que la no pandemia me lo impedía. Una de ellas es que yo dejé de decir que trabajo. No es una toma de postura revolucionaria, simplemente una manera de enunciar algo. Creo profundamente en deshacer, destrabar, desrealizar, y eso va generando nuevos espacios, sobre todo en el cuerpo. Van entrando otras cosas más espontáneas y uno se vuelve un tamiz de todo eso, aunque no necesariamente se manifiestan en un libro. Por ahí es una caminata, un poema escrito a mano o unos ñoquis caseros. Creo en el azar y en mi hacer infinito. La pandemia confirmó que era posible para mí ese camino. Después el mundo es el mismo de siempre.
–En esta obra, como en tus crónicas, las palabras son como retazos de los distintos lugares que recorriste. ¿Es una muestra de gratitud o también hay un deseo de sumar lectores?
–El castellano es un idioma muy rico, con un stock muy amplio de palabras que podemos usar. Por supuesto se ven distintas dosis de mimetismo en la gente. Messi, por ejemplo, parece más catalán que Roger Pla y habla como alguien que vivió toda su vida en Rosario. En mi caso soy bastante esponjoso por supervivencia y por curiosidad. Si estoy en Cataluña me parece que está bueno por lo menos entender el idioma que hablan. Me resulta fascinante descubrir que pastanaga es zanahoria y que no está ni cerca de los casilleros que yo conozco. Agrega una capa más de sentido y de humor, de empatía. A la hora de escribir no tengo ningún reparo en hacerlo al vesrre porteño o en incorporar expresiones del lugar en el que esté o en el que haya estado. Creo que ganan a la hora de tratar de hacernos entender en esta locura que es el habla.
–En Creo en la historia de mis pasos te empujaba una búsqueda incesante y acá el relato comienza con ese epígrafe certero de Miguel Abuelo (“Todo lo de buscar ya fue encontrado”). ¿Cambió tu modo de aproximarte a las cosas?
–Hubo un cambio estructural y geográfico por el hecho de escribir desde un mismo lugar, pivotando y volviendo a él. Los otros eran viajes más estrafalarios a priori, guiados por la necesidad de salir a explorar lugares lejanos y encontrar resonancias. Aunque siempre hay como un palimpsesto, un caminar sobre los pasos de otros. En este caso lo diferente es que encontré un refugio, estaba más aquerenciado. Esa frase de “Buen día, día” refleja muy bien el espíritu de mis días ahí con mi pareja. Tal vez nos queda poco tiempo en el lugar y pronto emprendamos una nueva aventura.
–No solo escribiste una biografía sobre Peralta Ramos sino que también te describís como “gánico hasta la médula”. ¿Cuáles son tus armas cotidianas contra el embotamiento?
–Tengo el manifiesto gánico pegado con una chinche en la pared como sugiere él. Lo sé de memoria y lo recito cada tanto. A veces me gusta más la 17 (“Darse cuenta”), a veces me gusta mucho perder el tiempo, que es otra de las 23. También lo regalo y voy evangelizando porque me parece que es una manera de habitar el mundo muy noble y muy propicia para estos tiempos.
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