Descubro continuidades desviadas entre la última muestra de galería Barro, ¡Saxa Loquuntur!, y la presente, Chorros. Del latín, alto, elitista y eclesiástico, al lunfardo de los márgenes, el hacinamiento, la inmigración y el conventillo; del orden cósmico de los meteoritos, al orden acuático de la Tierra; de la duplicidad de Faivovich & Goldberg a la individualidad de Agustina Woodgate. El punto común: la primacía del dispositivo; no en términos de Foucault, Agamben o Deleuze, sino en su rango básico, de diccionario: “Mecanismo o artificio para producir una acción prevista”.
En Argentina, la palabra “chorro” destila matices negativos. Al escuchar “chorro”, el rioplatense promedio visualiza la imagen duplicada de un delincuente: el ladrón de celulares, arrebatador, pobre (devenido hoy trapito o piquetero) y el encumbrado político, de guante blanco, con su declinación empresarial. “Son todos chorros”, asume el supuesto saber popular, siempre atento a excluirse del universo del mal para autopercibirse alma bella. Chorro designa también la porción de líquido que sale a través de un orificio, pero el plural con el que se titula la muestra, remite sobre todo a la primera significación, sin embargo, en el recorrido concreto, se impone la segunda, por lo que la ambigüedad conquista el aspecto lingüístico de la exposición. Agreguemos el detalle sonoro, chorros y barro, la doble erre dura, que le infiere al contexto mayor consistencia. Será imposible, además, eludir el contraste fonético entre el título, extraído de la jerga criminal del Buenos Aires de fines de siglo XIX y principios del XX, y el apellido de la artista, anglosajón, armonioso, casi borgeano.
Vale remarcar una característica ontológica del trabajo de Woodgate. Ella no juega a desplazar, desplaza; no juega a construir, construye, es decir, no hace que hace, hace: en Chorros monta un sistema de purificación y distribución de agua dentro de la galería, en el corazón del barrio de La Boca.
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El sistema está constituido por tres cuerpos, anuncia el texto firmado por la artista: “La Planta, Las Bolsas y La Lavandería”. Woodgate describe el proyecto, el dispositivo ensamblado y propone una interpretación. Es tentador el plan de abandonarse a la letra, citarla, revisar los procedimientos. Sin embargo, voy a intentar apartarme. Para mí, la crítica no consiste en acercarse a la voz del artista, más bien consiste en ejecutar el movimiento inverso, alejarse, volverse sordo a esa palabra segura y prestar atención al impacto sensible e intelectual de la obra, a su poética. Es cierto, el lector de crítica debe poder hacer pie sobre un mínimo descriptivo, de lo contrario, la crítica cae vencida, como un cane morto. El equilibro resulta complejo, porque el objetivo del crítico es sumar una mirada nueva, inesperada; pensar con (y contra) la obra, lisa y llanamente.
La Planta consta de ocho tanques de 1000 litros que contienen el agua purificada y otros dos el agua contaminada. Inscriptas en los tanques pueden leerse informaciones correspondientes a la utilización cotidiana del agua. El incendio: “Se usa un tanque por minuto para extinguir el Fuego de una habitación. Se tarda quince minutos en total”. El fútbol: “Este tanque alcanza para regar solo una de las áreas de gol de una cancha”. La pérdida: “Un día de agua desperdiciada por un inodoro con deFiciencia en el Flotante”. Los tanques están apoyados sobre pedestales, confiriéndole al conjunto categoría escultórica. ¿El agua pieza de museo?
A la vez, cada pedestal esconde adentro otro tanque desde el cual “recircula el agua: el tanque superior se vacía llenando el escondido, y viceversa” (continúa la sintonía con ¡Saxa Loquuntur!: Faivovich & Goldberg emplazaron en la galería una cápsula que guardaba en su interior un meteorito, inaccesible a la vista de los espectadores. El procedimiento es similar, el sentido, muy distinto).
Las Bolsas son dos recipientes ubicados en soportes puntiagudos (originalmente eran diez: por razones artísticas y curatoriales se redujeron a dos), de vidrio transparente que se asemejan a bolsas de basura. Una de las bolsas contiene “Agua de permeado” (purificada), la otra “Agua de rechazo” (contaminada).
Finalmente, La Lavandería, “diez cajas de luz enmarcando papeles blancos lisos”. Al encenderse la luz, se visibiliza la marca de agua donde aparecen juegos de palabras y frases típicamente argentinas: “Misterio de economía”, “Canilla Libre”, “Dólar azul”. A fuerza de contexto, la lavandería de Woodgate alude al lavado de dinero: ¿cuál era el título si no de la película estrenada en 2019 sobre movimientos financieros impuros revelados gracias a los Panama Papers?
Observar el trabajo de Woodgate en perspectiva histórica permite detectar la tríada agua, dinero y tiempo. ¿Qué los reúne? El fluir. El agua fluye, al punto que Heráclito afirmaba la imposibilidad de cruzar dos veces el mismo río. El dinero, se sabe, fluye, circula, corre. Son los flujos de dinero virtual, tan de moda y tan peligrosos para inversionistas desesperados. Y el tiempo (la sustancia de la que estamos hechos) fluye, pasa ¿o pasamos nosotros?, vuela, se nos escapa.
No sé si es pertinente el inciso, pero cuando en las inscripciones de los tanques aparece la letra F, y sólo la F, cualquiera sea su posición, figura en grafía mayúscula (“caFecito”, “teléFono”). ¿Cómo explicar la excepción a la regla? Se explica por la importancia, justamente, del verbo fluir o del carácter fluido de los elementos.
Chorros dialoga, sin duda, con Común y corriente (Barro, 2016), muestra en la que Woodgate había instalado unos bebedores dispuestos al uso del público. Por este tipo de proceder, insisto con el carácter factual de su proyecto: instala bebedores, arma la red de agua y permite que circule por la galería.
Un amigo sostiene que en el arte contemporáneo el dispositivo implica cinismo, y del cinismo al chiste solo un paso. No comparto 100% la afirmación. Sí coincido en que obra y dispositivo admiten su equivalencia: la obra es el dispositivo, el dispositivo es la obra. Eso lo demuestra Woodgate a través de las estructuras pergeñadas, la prolijidad de las piezas, su condición escultórica, la red construida y la ambición de poner en primer plano el diseño. Puede haber cinismo en Chorros, pero sobre todo hay chiste, a la manera freudiana.
El chiste, según Freud, devela, mediante condensación y desplazamiento, la realidad inconsciente del ser humano. Es un mecanismo que abre la puerta a la energía psíquica y la resolución de instancias de compromiso, es decir, producciones del inconsciente destinadas a lograr que los contenidos reprimidos alcancen el nivel de la consciencia. Freud identifica una dinámica energética del chiste, energía psíquica que de otro modo quedaría presa de su impotencia. Las piedras hablan (¡Saxa Loquuntur!), aseguraba el psicoanalista vienés en el célebre texto “Sobre la etiología de la histeria” (1896), los chistes también.
Graciela Speranza escribe en Lo que no vemos, lo que el arte ve (2022): “Todo lo que el arte y las ficciones me habían dado a ver y a pensar seguía ahí, nunca más oportuno con su gasto improductivo como un modelo alternativo al productivismo ciego que nos había traído hasta aquí”. Es una definición ideal para aplicarle a la obra de Woodgate: gasto improductivo de dinero, de fuerzas, de materiales, “purificar un agua tan contaminada como esta, dice la artista, es una proposición absurda”.
¿Una teoría del valor en Woodgate? El valor contemporáneo del agua, en un mundo perfilado hacia el abismo climático; el valor del dinero, en un mundo con crisis cíclicas del capital; el valor del tiempo, en un mundo en el que el tiempo se ha vuelto rapidez. El valor no concebido hamletianamente, ser o no ser, sino en la vertiente potencial, el reducto en el cual presente y futuro se anudan.
Existe la hipótesis bastante plausible de que moléculas originales de agua llegaron a la Tierra subidas a un meteorito. Los científicos no se ponen de acuerdo si fueron meteoritos fundidos o metálicos, rocosos o no rocosos, con o sin proceso de fusión, pero sí aceptan el origen extranjero de este elemento fundamental para la vida. Ningún ser vivo puede prescindir del agua y sólo conocemos un lugar en el universo donde fluye: nuestro planeta. El agua es parte del eslabón de un ciclo continuo, sin ella la Tierra sería una inmensa roca árida (Marte).
La obra de Woodgate trata sobre los temas precedentes, pero como sucede con las obras de arte que me interesan, los múltiples intentos de agotarla son vanos; ningún sentido queda verificado, ninguna explicación confirmada, ni en este texto ni en una entrevista. La clave de la obra, entonces, sería algo así: para saber qué significa Chorros no busquemos qué significa, pero sigamos escribiendo, o sea, pensando.
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