Hola, ahí.
Vivimos el presente que, en milésimas de segundos, ya es pasado. Lo que hacemos, y también aquello que pensamos hacer en el futuro, viene marcado por lo vivido, por lo escuchado, por todo lo que nos dijeron o nos ocultaron.
Cada uno de nosotros tiene una historia y, entre todos, construimos otra. Hoy, en la era de la cancelación y la reescritura del pasado, algunos piensan que es posible cambiar la historia. Lo hacen en todo el mundo líderes políticos que promulgan leyes mordaza con las que buscan tapar el cielo con las manos y también personas que, algunas de buena fe, pretenden que el pasado ofende y entonces merece ser retocado.
Pero el pasado fue lo que fue y la memoria no se alquila por temporadas: está ahí.
Lejos de la policía de la Cultura
Hace unos días, a propósito de esta moda de reescribir clásicos que no se pliegan a las concepciones actuales en materia de racismo y género, Patricia Kolesnicov escribió un muy buen texto que discute esta pretensión de homogeneizar la cultura y citaba al gran Mauricio Kartun, que en algún momento dijo que esa operación de adaptación al nuevo canon lleva a pensar “que las cosas siempre fueron iguales, que no hubo luchas para evolucionar”.
Es decir que, en tren de evitar que algunas personas de hoy se ofendan por palabras o imágenes de ayer, se estaría borrando de un plumazo lo que fue la opresión y la pelea por terminar con los privilegios o el racismo. O que, por cuestiones vinculadas a la vida personal o a las ideas de un artista, estaríamos privando al mundo de sus obras.
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Es más, estaríamos condenando a las personas a forzar su gusto o a que, en tren de no ser cancelados, deban ocultar sus gustos, sus pasiones, sus preferencias en materia cultural.
La policía de la cultura me parece espantosa, siempre. No me importa que el propósito sea en favor de “lo bueno”. Déjenme elegir qué es lo bueno para mí, no me hagan favores.
Lo que nos une
Conocí el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile poco tiempo después de su creación, en enero de 2010. Es un museo que me gusta por su concepción, por los objetos que exhibe y también por la forma en que lo hace. Recuerdo que en esa primera visita me emocionó mucho la forma en que estaban expuestas las fotos de las víctimas de la represión de la dictadura de Pinochet, en el piso más alto, aunque pueden verse desde todos lados, a la manera de un altar laico.
Pero algo que me impresionó afectivamente fue un espacio con objetos. Eran objetos diversos, muchos de ellos realizados por los detenidos, como carteras o muñecos, pero también otra clase de objetos de la época. Ver eso me hizo pensar que en Argentina necesitábamos algo así como un museo de la vida cotidiana y a mi regreso, y durante algunos años, hablé de eso con varias personas, funcionarios algunos de ellos, pero no prosperó.
Imagino que, además de lo afectivo, lo que pensaba entonces, y como pienso ahora, es de qué manera es posible reunir tantas voluntades dispersas como las que hay en Argentina. De qué manera hallar el modo de identificarnos en lugar de buscar siempre las diferencias. Naturalmente, el pasado —como el presente— siempre se lee desde algún lugar. Pero hay cosas que nos unen. Pude comprobarlo en estos días.
Del cielo a casa
Cierro los ojos y estoy adentro del Fiat 600 bordó, vamos a dar una vuelta, la salida habitual de esa hora de la siesta y el aburrimiento en medio de los largos encuentros familiares del fin de semana. Ellos son jóvenes y se aman. Me fascina verlos y me fascina ver sus nombres ahí, adentro del Fitito, en el lugar que ocupa cada uno. Cerca del tablero dice “Nolo”; sobre el otro lado, “Pelusa”. Ella es mi tía, la hermana menor de mi mamá, tal vez la mujer que más quise en mi vida (perdón, ma). Él es su novio. Los nombres están escritos con la Sylvaletra, la rotuladora modernísima que permitía etiquetar todo de manera sofisticada, allá por los 70.
Volví a ver una Sylvaletra en Del cielo a casa, una muestra preciosa que se exhibe por estos días en el Malba y fue pensada por sus curadores como “un panorama de la cultura material argentina desde principios del siglo XX hasta la actualidad, en diálogo con nuestro imaginario político, social y afectivo”.
Se trata de una exhibición de objetos, obras de arte y diseño y documentos de la vida cotidiana argentina en los que muchos hallamos imágenes que nos remiten inmediatamente a nuestra infancia, nuestra adolescencia y lo que fue nuestra primera adultez; cosas que son mucho más que objetos porque son la memoria de lo que vivimos y es, también, la memoria colectiva, aquello que nos une a quienes tuvieron los pies sobre esta tierra al mismo tiempo que nosotros.
“Argentum”, “Centro”, “Campo”, “Rutas”, “Antártida”, “Avanzada”, “Recreo”, “Siam/Di Tella”, “Cuerpo”, “Hogar”, “Cicatrices”, “Economía” y “Veraneo” son los nombres de las estaciones en las que podés detenerte a contemplar ese viaje al pasado de tu vida y de la Argentina y, también, una espectacular radiografía del talento y la creatividad argentina en todas las áreas. Sin embargo, esta muestra etnográfica no pone el acento en los creadores de las cosas sino en quienes las usan. O sea, nosotros.
Son más de 600 objetos los que pueden verse expuestos en el segundo piso del museo de la Avenida Figueroa Alcorta y la selección y curaduría estuvieron a cargo de un equipo integrado por Sebastián Adamo, Gustavo Eandi, Marcelo Faiden, Carolina Muzi, Verónica Rossi, Juan Ruades, Martín Wolfson y Paula Zuccotti y con Leandro Chiappa a la cabeza.
Desde las sillas Bristol clásicas de las playas de nuestro Atlántico hasta la vajilla y los electrodomésticos —heladeras, televisores, hornos, lavarropas— que podés recordar mientras, además, te quedás tildado con una publicidad de ATMA que muestra a una Mirtha Legrand espléndida y pre dictadura, programando un pollo al limón para la cena en la que recibirá visitas.
Vas a encontrarte con un jabón Cadum junto a una imagen de Susana Giménez en medio de la reproducción de una peluquería de la Recoleta, versión ultra sofisticada de aquella en la que tu mamá se peinaba y se hacía las manos en San Justo, en el conurbano bonaerense, y también con los viejísimos surtidores altos, flacos y celestes de YPF.
Sillones, sillas, pupitres. Mesas, copas. Tortas, Petrona: todo lo que se ve está o estuvo en alguna foto familiar. Desde las golosinas y los marcadores que llevabas a la escuela, las pelotas de goma a rayas, hasta las Knittax con las que la vecina le tejía a sus hijos esos pulóveres perfectos que envidiabas hasta la obsesión, pasando por el Magiclick, ese chispero con forma de pistola creado en 1967, que reemplazó los fósforos en la cocina durante bastante tiempo y que fue disparador de tantas bromas por su famosa garantía de 104 años.
La reproducción de una vidriera de Harrod’s hecha por Battle Planas en el 56 me sumerge en otro recuerdo: la calle Florida, a comienzos de los 70. Mi abuela me lleva de la mano, acabo de rendir un examen de inglés, me fue bien y la bobe me prometió ir a la Richmond a tomar un té con tostados y medialunas, para celebrar. Antes, conmigo muerta de vergüenza y buscando todas las formas de no entrar al local atendido por señoras charletas de pelo batido, va a comprarme el primer corpiño de mi vida. Por supuesto, me lo llevo sin probarlo.
Un par de años después, ya sin su mano y entre risas con amigas, Florida va a ser sinónimo de la disquería El agujerito. Varias tapas diseñadas por el genio de Juan Gatti se exhiben en la muestra del Malba. De las que están expuestas, la de Artaud de Pescado Rabioso es parte del alma y otras dos, además de discos que escuché hasta el hartazgo, fueron el centro de algunos de mis primeros recitales. Crucis, en el Coliseo y la versión de La Biblia por Billy Bond y otros grandes músicos en el Gran Rex, en 1974. Allí, con 13 años, acné en la frente y ganas de comerme el mundo, vi llegar por el pasillo hasta su butaca, hermoso y ligero, a Luis Alberto Spinetta. Hoy pienso que fue algo así como ver aterrizar ahí nomás, a unos metros, a un ser de otro planeta.
En la muestra que vi el domingo por la mañana en Buenos Aires, mientras después de varios meses desesperantes la lluvia nos recordaba que existe, hay campo, hay ciudad, hay territorios; hay objetos del pasado mirados desde el presente como la pintura Bañistas de Florencia Bohtlingk, que ilustra la tapa de la novela Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara o un disco de Wos.
Una memoria compartida
Fui sola; pienso ahora que me habría gustado muchísimo ir con mis hijos y mostrarles un álbum de mi vida a partir de los objetos de la muestra. Te recomiendo que lleves a tus chicos o a tus nietos: lo van a pasar de maravilla y vas a poder contarles mil y una historias.
”Cosas: mesas, sillas, motos, tenedores, botas de lluvia, botines de fútbol, pelotas, cuchillos, láminas, lámparas, cafeteras, vasos, ventiladores, planchas, carteras, heladeras, autos. Cosas, sí. Pero, ¿cómo podría una cosa ser solamente una cosa? ¿Cómo podría no ser, antes incluso que ella misma, el material con que está hecha? ¿Cómo podría no ser, antes incluso que ella misma o que aquello para lo que sirve, la forma que tiene, la imagen que cobra, la imagen que da? No las cosas en imagen (la imagen que se hace de ellas), sino la imagen de las cosas (la imagen que ellas mismas ofrecen). ¿Qué relación entablan con el texto que contienen, cuando lo contienen, o con el texto que eventualmente sugieren, por su sola existencia, aunque no lo contengan ni lo expliciten?”, leyó Martín Kohan en la presentación de la muestra y el texto formará parte del catálogo.
No es casual la elección de Kohan y no solo por su calidad para elaborar análisis sobre el pasado sino también porque en los últimos años publicó dos libros vinculados a la memoria y a las cosas: Me acuerdo, una memoria de infancia en forma de postales brevísimas de un tutti frutti de recuerdos, y ¿Hola?, un ensayo en el que, al tiempo que le dice adiós al teléfono, analiza cómo cambió la vida de la humanidad, el modo de comunicarse y también las formas de las relaciones sociales.
”A cuarenta años del retorno de la democracia podríamos pensar el archivo de todo lo que materialmente nos pertenece o identifica en el sentido de soberanía e inclusión, pero también como el acervo de las técnicas y los saberes y haceres materiales que traman nuestra pluriculturalidad, la malla de una idiosincrasia donde atar con alambre no es una chantada sino un gesto recursivo. Del mapa sumergido, solo el mate nos atraviesa como una flecha del tiempo casi intacta: un hábito diario de nuestra indiada que mantenemos con prácticamente los mismos utensilios, así hoy como hace 500 años. El mate, savia de lxs argentinxs”, escribe, también para el catálogo, Carolina Muzi, una de las curadoras de la muestra y gran periodista. (La memoria insiste: con Caro fuimos compañeras muchos, muchos años en la redacción de Clarín).
La muestra lleva el nombre de un cuento y de un libro de cuentos de Hebe Uhart, quien narró con arte la vida cotidiana como pocos autores. Entusiasmada, releo el cuento “Del cielo a casa”, que narra una jornada en una veterinaria a la manera de una cámara de video que recorre salas y consultorios y se detiene en gestos de humanos y animales para llegar, al final, a una cena conmovedora entre un hombre grande y un gato en una caja, en un bodegón.
Qué escritora tremenda fue Uhart.
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Quiero agradecerles a todos y a cada uno de los que me escribieron por mail o a través de las redes para desearme una pronta recuperación y para recomendarme médicos, tratamientos y terapias de todo tipo. Armé una nutrida y útil agenda con sus sugerencias.
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Es hermoso saber que del otro lado alguien piensa en mí y se preocupa por mi salud. Es hermoso porque siempre necesitamos ser queridos pero también porque en este tiempo, en el que muchos se preocupan por quitar palabras supuestamente ofensivas de textos clásicos y borrar imágenes que no están adecuadas a lo que hoy se considera correcto, otros vomitan insultos y descalificaciones en las redes y también en los medios sin pensar qué le provoca esa catarata de agresiones y puro daño a quien la recibe.
Casi que nos olvidamos lo que significa tratar bien a los demás y de lo bien que hace recibir un buen trato.
Mi espalda va sintiendo de a poco lo que es estar sin dolor. Los correos y mensajes me hicieron dar cuenta, además, de la tremenda cantidad de personas que padecen dolores como el que estoy atravesando yo. Recordar que los demás sufren puede ser un buen comienzo para recuperar las buenas formas.
Te recuerdo mi correo: es hpomeraniec@infobae.com.
Las fotos que ilustran este envío son imágenes y objetos de la muestra “Del cielo a casa”, que puede verse hasta junio en el Malba.
Te deseo una hermosa semana, hasta la próxima.
*”Del cielo a casa, Conexiones e intermitencias en la cultura material argentina”, en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415, hasta el 12 de junio de 2023. Entradas: de jueves a lunes, General: $1100; estudiantes, docentes y jubilados acreditados: $550; menores de 5 años y personas con discapacidad: sin cargo. Miércoles, General: $550; estudiantes, docentes y jubilados con acreditación, sin cargo. Personas con discapacidad: sin cargo.
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