El retrato del futuro escritor y naturalista Guillermo Enrique Hudson es una “rara avis”: uno de los pocos documentos originales que se conservan de la vida en Buenos Aires del autor de Allá lejos y hace tiempo (1918). Como un reloj que falla, la imagen no revela el día ni la hora exacta en que fue tomada pero el sello de los fotógrafos en el reverso permite imaginar el detrás de escena.
William H. Hudson –así firmaba entonces– llegó a la galería fotográfica de Meeks y Kelsey, ubicada en la calle Belgrano 74 entre Bolívar y Defensa, a media cuadra del Correo y a tres de la Plaza de Mayo. Los retratistas predilectos de la comunidad angloparlante atendían en la terraza del diario en inglés The Standard and River Plate News, fundado en mayo de 1861.
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“Están haciendo un negocio tan enorme que comienza a preocuparnos el techo del edificio”, comentaba en sus páginas el periódico de los hermanos irlandeses Edward y Thomas Mulhall. “A la mañana, al mediodía y a la tarde el lugar se llena de ovejeros, damas jóvenes, corredores de bolsa, comerciantes y matronas que obstaculizan el uso de la escalera”.
Hudson se peinó antes de entrar en la galería vidriada. Después se sentó frente a la cámara y siguió las directivas del fotógrafo. Miró un punto fijo a la izquierda de la lente y se mantuvo inmóvil algunos segundos. Una hora más tarde recibió el conjunto de tarjetas con su imagen. Quizás fuera la primera vez que se veía reflejado en una foto.
Aparece serio en una pose clásica de la época. Tres cuartos de perfil delante de un fondo neutro. Hay algo áspero en su aspecto pero nada en su actitud revela rasgos de esa personalidad indescifrable que se le solía atribuir. Para Alicia Jurado, autora de una de sus biografías más completas, tenía “un rostro que debe de haber hecho volver la cabeza a más de una criolla por las calles de Buenos Aires”.
La carte-de-visite, el formato fotográfico en pleno auge, consistía en una una fina albúmina de papel de 5 centímetros por 7 que iba montada sobre una cartulina. El sistema negativo-positivo había abaratado los costos. Una clientela más amplia podía encargar cuantas tarjetas con su retrato quisiera. Las imágenes viajaban por carta a las provincias, cruzaban el océano, se intercambiaban, se coleccionaban y se atesoraban en álbumes más o menos suntuosos.
Esta copia se envió a Estados Unidos en una carta fechada el 15 de marzo de 1868. De modo que ese Hudson con el pelo ensortijado y la barba crecida no tiene más de 26 años y es varias décadas más joven que aquel otro, el autor inglés de La tierra purpúrea (1885), Un naturalista en el Plata (1892) o Días de Ocio en la Patagonia (1893) que en sus retratos tardíos, como escritor consagrado en Londres, parece otra persona.
A principios de 1868 la epidemia de cólera en Buenos Aires se extendía con nuevos brotes. La gente escapaba asustada al campo asolado por la langosta. La sequía profundizaba la inestabilidad económica. La guerra en el Paraguay sumaba detractores. “No tenemos recuerdo de tiempos tan sombríos” editorializaba el Standard.
En una carta escrita por esos días Hudson sintetizaba en una frase su situación propia y el estado general: “No hemos estado exentos de las aflicciones que embargan a casi todos los hogares de este país”. Su padre había muerto el 14 de enero. El obituario en inglés anunciaba: “Daniel Hudson, de Boston, Massachusetts, residente en el país desde hace 39 años, murió tras una larga enfermedad”. Si la información fuera correcta, sus padres tuvieron que haber llegado a Argentina en 1829 y no en 1833, como se cree.
El “retrato pampeano” pertenece a ese período de la vida de Hudson entre 1860 y 1880 que el investigador Robert Gordon Wasson denominó “los años perdidos”. Una etapa caracterizada por lo que llamó “la paradoja de Hudson”: “Sus páginas revelan tanto de su vida y, al mismo tiempo, tan poco. Casi todos sus libros contienen párrafos autobiográficos, recuerdos nostálgicos de los coros de las aves de antaño, aquellos grandes años entre los cardos de la pampa. Sin embargo, esas memorias no tienen tiempo, no están ligadas a ningún calendario, pueden haber ocurrido en cualquiera de la larga sucesión de atardeceres o veranos”.
Aquellos recuerdos de Allá lejos y hace tiempo llegan hasta octubre de 1859. La autobiografía de su infancia y su adolescencia termina con la muerte de su madre, Caroline Augusta Kimball, una figura entrañable, central en su formación humanista y religiosa.
Los relatos de esos años entre los 18 y los 33, antes de su viaje a Inglaterra en 1874, funcionan como secuencias autónomas. Su juventud en la llanura sin árboles aparece desperdigada a lo largo de su obra como piezas de un rompecabezas imposible de completar.
Afincado en Londres, sólo al filo del siglo XX empezó a ser reconocido. Ingresó en los círculos literarios y trató con Joseph Conrad, Ford Madox Ford, John Glasworthy. Recibió los halagos de Alfred Rusell Wallace y Virginia Wolf, entre muchos otros. Fue comparado con Melville por el ex presidente americano Theodore Roosevelt. En su vejez alcanzó una fama y un prestigio que jamás hubiera imaginado en su tierra natal.
Antes de morir destruyó unas dos mil cartas, sus notas, sus diarios naturalistas y sus manuscritos para desorientar a los detectives. “Su desconfianza hacia los biógrafos era fuerte y persistente”, explicó su amigo y albacea, el crítico Edward Garnett. “Sentía que había destilado la esencia duradera de su vida y de su personalidad en sus libros. Le había dado mucho al mundo y no quería que aspectos privados de sus circunstancias y de su vida fueran indagados. En los últimos años, este instinto se volvió poderoso”.
Su retrato juvenil sobrevivió. Reapareció en el archivo histórico de la Smithsonian Institution en Washington. Fue justamente Wasson quien la encontró en 1947, ochenta años después, junta a una serie de cartas inéditas que publicó en un artículo, escrito junto a Edwin Teale, titulado: “W.H. Hudson´s Lost years” (”Los años perdidos”).
Gran hudsoniano olvidado, Wasson fue primero periodista, luego profesor universitario y más tarde “Senior Vicepresident” de la banca privada J. P. Morgan. Pero la celebridad mundial le llegó a partir de 1955 cuando, junto a su esposa Tina, viajó a la Sierra Mazateca en México para descubrir el secreto de los hongos mágicos. La sacerdotisa indígena María Sabina los guió en una ceremonia de sanación. Fueron los primeros extranjeros en participar en los ritos de los hongos sagrados. Se convirtió así en un pionero global de la etnomicología, la rama de la botánica que estudia el impacto social del fungi. Fue un gran psiconauta y un promotor de los hongos psilocibe y de la psilocibina, una de las sustancias que iniciaron la escena psicodélica a finales de los años 60.
En las cartas de aquellos años perdidos también encontró un secreto. Hudson había participado de un “ritual” en boga en el siglo XIX: la obtención de rarezas zoológicas en sitios remotos. Los centros de la ciencia en Europa y Estados Unidos buscaban para su museos especímenes raros. La aparición de El origen de las especies (1859) de Charles Darwin había reforzado el interés por el estudio de las pampas exóticas y Hudson se convirtió por unos años en taxidermista.
Todo comenzó con una cadena de recomendaciones. Germán Burmeister, el director del Museo de Buenos Aires, lo presentó al cónsul americano, Winton R. Helper, quien, a su vez, intercedió ante Spencer Fullerton Baird, secretario asistente del Smithsonian de Washington, encargado de ampliar sus colecciones de Historia Natural.
El 27 de diciembre de 1865, el cónsul introdujo al aspirante: “Un tal W.H. Hudson, de Conchitas, Partido de Quilmes”, escribió. “Una suerte de ornitólogo aficionado a quien le gustaría trabajar recolectando aves”. El naturalista americano respondió entusiasmado: “Estoy ansioso por escribir para agradecerle el haberme puesto en contacto con Mr. Hudson. En mis mapas no aparece la localidad de Conchitas, pero se conoce tan poco sobre las aves de cualquier parte de ese país que esta cuestión no reviste importancia. Tendré sumo placer en ver las colecciones de Mr. Hudson y asesorarlo en su preparación. Si estuviera dispuesto a enviarlas al Smithsonian, me ocuparé de que se las paguen bien”.
Pasó más de un año hasta que Baird recibió la primera carta directa de Hudson, el 12 de febrero de 1867. El texto más antiguo que se le conoce fue escrito en un papel color lavanda de unos 18 centímetros por 23 que parece arrancado de un cuaderno. “En comparación con sus complicados garabatos de la vejez, la caligrafía de esta carta inicial fue ejecutada con cuidado de escribiente”, observó Wasson. Junto con la carta envió una primera colección con 265 ejemplares de 96 especies distintas, todas conocidas.
“Es razonable esperar que en un territorio tan poco explorado por los naturalistas como este, se encuentren muchas especies aún desconocidas para la ciencia”, escribió Hudson, pero ese invierno las aves “habían sido tan escasas que varias veces cabalgué leguas sin obtener, sin ver siquiera, un solo espécimen”. Al final de la carta dejaba claras sus ambiciones: “Aunque no soy una persona de recursos, no es por el deseo de obtener otra forma de empleo que deseo coleccionar si no, simplemente, por amor a la naturaleza”.
El encargo no era tarea fácil. “Lamento tener que informarle que es casi imposible conseguir un Ñandú: desde la caída de Rosas, en 1852, los gauchos se han reído de los decretos que prohibían las ‘corridas’, llegando casi a exterminarlos”, comunicó el 20 de mayo de 1867. Un mes más tarde, mandó una especie que creía nueva para la ciencia pero resultó ser Tordo Pico Corto (Molothrus rufoaxillaris) que pocos meses antes había sido identificado por un ornitólogo americano.
Al principio el intercambio fue fructífero, pero después la correspondencia empezó a dilatarse. Baird tenía cientos de corresponsales alrededor del mundo y su objetivo era concreto. En casi tres décadas logró que la colección del Smithsonian pasara de solo 50 mil a casi 2 millones de ejemplares provenientes del mundo entero. Clasificaba a sus colaboradores geográficamente, intercalando sus datos entre los mapas del Mitchell´s School Atlas, una edición de 1855 que todavía se conserva.
En su carta del 14 de febrero de 1868 Hudson le reprochó a Baird no haber tenido noticias suyas desde el envío de su última colección con 200 aves, ocho meses antes. “Tal vez me vaya de Conchitas para establecerme en alguna otra parte del país en poco tiempo más”. Empezaba a expresar el deseo de encontrar nuevos rumbos y parecía desanimado.
La renuncia llegó casi un año después, el 28 de enero de 1869. “Lamento decir que a pesar de mi diligencia, no veo los frutos del trabajo”, escribió. “Paraguay y las provincias del norte, es cierto, ofrecen al taxidermista un terreno más rico, pero mis gastos se duplicarían si salgo de la provincia. Es, por lo tanto, imposible para mí continuar coleccionando más tiempo para el Instituto Smithsoniano en los términos que usted propuso”.
En poco menos de tres años envió tres colecciones con 630 especímenes de 143 especies distintas. Hudson recibía 90 centavos de dólar por cada espécimen. La estimación total de sus ganancias es de unos 550 dólares. El cónsul Helper, por ejemplo, tenía un salario anual de dos mil dólares y pasó toda su gestión reclamando un aumento al Departamento de Estado porque la cifra no alcanzaba para cubrir los gastos de la vida modesta que llevaba en Buenos Aires.
Todavía hoy se conservan en el Smithsonian 335 de sus pieles embalsamadas. Tienen los rótulos originales que Baird le envió por correo en 1867. Ocasionalmente Hudson escribía algún comentario breve en el reverso. Como en el caso de un Pijuí plomizo (Synallaxis spixi) conseguido en noviembre de 1868: “Rare in Bs. Ay. Summer visitor” (Ave rara en Buenos Aires. Visitante veraniego).
La etiqueta ya llevaba impresa la locación: “Explorations in La Plata States. Conchitas, Buenos Ayres”. Hudson no creyó necesario apuntar el sitio exacto donde cazó cada ejemplar. Hubiera dejado un calendario geolocalizado de sus andanzas. En cambio, todos sus especímenes son de “Conchitas”, esa comarca fantástica en los alrededores de “Los 25 ombúes” donde cabe un paraíso imaginario del tamaño de la pampa entera.
En 1947 –según contó Wasson– la colección se guardaba en unas bandejas metálicas. Los ejemplares de Hudson eran fácilmente identificables porque había colocado las patas para adelante en vez de ubicarlas hacia atrás, como haría un taxidermista experto.
Como buen detective hudsoniano, Wasson debía saber que Baird había enviado las pieles al ornitólogo inglés Philip Lutley Sclater para su estudio y que, a partir de entonces, el científico había iniciado una relación con Hudson. Por razones que no son evidentes, la investigación de Wasson se centra únicamente en las cartas al Smithsonian.
En realidad, el desarrollo de Hudson como escritor y ornitólogo comenzó después. Sclater le brindó espacio para publicar sus estudios del comportamiento de las aves, corrigió sus escritos, clasificó sus hallazgos, apuntó los nombres científicos que no conocía. Además le dio un título: Corresponding Member of the Zoological Society of London. Una sigla que en adelante acompañaría la firma de sus textos naturalistas: W. H. Hudson, CMZS.
Entre 1869 y 1870 redactó una docena de cartas sobre la ornitología de Buenos Aires que se publicaron en el anuario –los Proceedings– de la Institución. En la segunda y la tercera de esas cartas, el ignoto Hudson tuvo la audacia de iniciar una conocida polémica con Charles Darwin sobre los pájaros carpinteros de la pampa (Colaptes campestris) que terminó citando a “Mr. Hudson” en la sexta edición del Origen de las especies.
Además, consiguió en la Patagonia su primer descubrimiento. La Viudita chica (Knipolegus hudsoni) que, en homenaje, Slcater nombró con su apellido. El segundo llegó recién en 1874. Sclater había confundido la identificación de una especie nueva en su estudio de la colecciones de “Conchitas” y corrigió el error años más tarde. Al Espartillero Pampeano le puso en latín “Asthenes hudsoni”.
Basta con revisar las publicaciones sucesivas entre 1870 y 1874 para percibir que Hudson estaba preparando ya su desembarco en Inglaterra. En Buenos Aires era imposible para él ganarse la vida como naturalista. El propio Burmeister debía llevar un negocio paralelo como “Consignatario de frutos del país”. No sería descabellado pensar que quizás si Baird hubiera mostrado el interés de Sclater, si le hubiera dado alguna chance de volcar lo que había visto entre cortaderas y lagunas en las pampas, Hudson hubiese buscado emigrar a los Estados Unidos.
La traducción completa de las cartas de Hudson con Baird y con Sclater se publicó en Argentina recién en 1992. En el libro Aves de la pampa perdida, con notas ornitológicas y observaciones, de Tito Narosky y Diego Gallegos.
La pista para dar con la fotografía apareció en aquella misiva del 15 de marzo de 1868. “Adjunto mi fotografía, como me lo pidiera –había escrito Hudson–, pero no puedo comprender que no haya una suya en su carta, ya que dice haberla enviado”.
En el archivo fotográfico del Smithsonian en el que apareció el primer retrato de Hudson todavía se conserva el retrato de Baird que nunca llegó a ver. Seguramente fuera alguna de las tres versiones en las que el smithsoniano posó para su retrato frente al fotógrafo William Bell el 10 de enero de 1867.
Todavía hoy, a 100 años y meses de su muerte, ocurrida en Inglaterra el 18 de agosto de 1922, la paradoja de Hudson y sus años perdidos sigue funcionando como un imán para los detectives que se identifican con su obra y con su vida.
De lo que no hay duda es que, a la distancia, la memoria de aquellas experiencias entre los cardos de la llanura moldearon su devenir. Es conocido su dicho de la vejez: “Mi vida terminó cuando dejé las pampas”. En su testamento Hudson legó sus ahorros y sus derechos de autor a la “Royal Society for the Protection of Birds” (RSPB) de la que había sido miembro fundador en 1889. La primera sociedad protectora de aves es hoy la principal organización sin fines de lucro dedicada a la protección de la vida salvaje en Europa.
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