Tandil, el valle de los grandes escritores que se los lleva el viento

En la ciudad han nacido o vivido importantes representantes de las letras como Witold Gombrowicz, Osvaldo Soriano, Jorge Di Paola y Néstor Tirri, quienes han tenido un reconocimiento tardío o aún esperan su reivindicación

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Witold Gombrowicz, Osvaldo Soriano, Jorge
Witold Gombrowicz, Osvaldo Soriano, Jorge Di Paola y Néstor Tirri

El 4 de abril de 1823 Martín Rodríguez fundaba el Fuerte Independencia, hoy conocido como Tandil, polo turístico del centro-sudeste de la provincia de Buenos Aires y sitio de nacimiento o de residencia de escritores de renombre. En el bicentenario de la ciudad, recordamos a algunas figuras literarias que pasaron por aquí.

Tandil mutó, en cosa de dos décadas, de pueblo semi-rural con una industria metalúrgica fuerte a ciudad global cuyos designios están marcados por intereses inmobiliarios y turísticos. Gobierna el mismo intendente desde 2003, y la duración de su mandato y su estilo político pueden compararse a los de los infames “Barones del conurbano”, aunque se trate de una figura de un signo político adverso al peronismo.

Pero no todo es crítica política de la comarca, lo cual puede ser aburridísimo, más si consideramos que la ciudad está de cumpleaños. De Tandil han salido escritores contemporáneos de proyección nacional como Carlos Abraham (1975)—estudioso incansable de la literatura popular en sus distintas manifestaciones; baste hojear su Revistas argentinas de ciencia ficción—o Mercedes Álvarez (1979), colaboradora en la revista Ñ y autora de Grow a lover (cuentos), Historia de un ladrón (novela) y Saigón (poesía), entre otras obras. Aquí nacieron o vivieron autores de la talla de Rodolfo González Pacheco, Witold Gombrowicz, Osvaldo Soriano, Jorge Di Paola, Hugo Nario, Néstor Tirri, y Patricia Ratto, quienes, cada uno desde una óptica personalísima, en distintas épocas, dedicaron párrafos o libros enteros a la ciudad de las sierras, la que compite por elaborar el salame más largo del mundo o se desvive por montar elefantiásicos monumentos alusivos a los chacinados o que responden a una versión peculiar, entre populista y elitista, del catolicismo.

Tandil y su fiesta del
Tandil y su fiesta del salame

El polaco exiliado

El libro de Miguel Grinberg Evocando a Gombrowicz recoge el testimonio del artista Mariano Betelú, uno de los jóvenes amigos que rodeaban a Gombrowicz en el círculo tandilense. En el capítulo “Una tarde en Tandil”, Betelú describe un día en la vida de Witold y su séquito: “Todas las tardes a las 17 Gombrowicz bajaba de su casa de veraneo, situada en el cerro del Parque Independencia, a tomar el té y a leer la correspondencia y los periódicos en el café Ideal. Traía consigo una libreta de anotaciones, un abrigo en el brazo ‘porque, con los vientos de Tandil, nunca se sabe’”—Bioy, en “La tarde de un fauno”, hablará de “un invierno muy crudo” en Tandil, y mi padre bromeaba que la ciudad tiene dos estaciones: la de trenes y el invierno. Prosigue Betelú: “El bar está en una esquina, frente a la plaza Independencia, en el centro de la ciudad. Palmeras, tilos, canteros con flores, una estatua de luchadores griegos ‘bastante dudosa’ y una fuente barroca. [Witold] Se quita la gorra y marcialmente entra en el bar.

Las persianas están bajas. Hace calor. Yo lo espero tomando una coca-cola. Al amplio salón concurren viejos parroquianos que me saludan con recelo al verme junto a Witold. Ambos esperamos a Dipi, que viene del club, donde frecuenta en la piscina a las niñas de 14 años. Afuera los turistas dan vueltas a la plaza como caballos atados a una noria. Clima aplastante. Seguimos esperando.

Ferreyra, otro integrante del grupo, llega puntualmente a las 18. Se acerca a la mesa con sus modales orientales. Se sienta, se levanta, sale. Entra, se sienta, se levanta, sale. Esto irrita a Gombrowicz. Cuando Ferreyra entra nuevamente Witold lo mira y con socarrona crueldad le dice: ‘Profesor, si usted viene tan sólo para irse no venga’. El mozo trae tazas y vasos.

Witold Gombrowicz
Witold Gombrowicz

Gombrowicz me contaba de los enfermos mentales de su familia, en especial de un ‘tío loco incurable que por las noches recorría los aposentos vacíos tratando de ahogar su miedo con discusiones extravagantes que poco a poco se transformaban en cantos extraños para terminar en aullidos inhumanos.

En medio de la conversación, que se hacía densa y difícil, se escucha un ruido que viene de la calle. Murmullos. Personas que se mueven. Yo no alcanzo a ver por mi ubicación en la mesa. Una columna me lo impide. Veo sí que la cara de Witold se contrae.

El rictus se tensa, los ojos brillan nerviosos. La mano ha quedado detenida como en una foto instantánea, con la pipa atrapada en ella. Vibra todo. Su libreta de notas a un lado. Un hombre de unos cincuenta, desaliñado, danza, hace gestos, profiere gritos y dice frases incomprensibles. Estamos frente a un ballet de la organización de lo humano. La gente lo rodea, le hacen corrillos, pero al mismo tiempo lo esquiva como a un leproso. Gombrowicz en silencio sigue con la mirada todos los detalles. Entrecierra los ojos, apoya sus codos sobre la mesa. Deja su pipa. Observa. Después de una larga pausa dice a media voz: ‘¡Dios mío, qué soledad es la de un loco!’. Su mirada perdida en algún punto del espacio acompaña la frase”. Los locos, los pobres y los fracasados, desde siempre, han tenido su calvario en el pueblo.

Por su parte, en Diario argentino, Gombrowicz cuenta de su llegada a la ciudad, que elogia (comprensiblemente) por su naturaleza, pero (comprensiblemente) injuria por su vida social y cultural: “Tandil, pequeña ciudad de setenta mil habitantes [hoy hay más del doble], entre montañas no muy altas, erizadas de piedras como fortalezas…Llegué porque es primavera y para eliminar del todo los microbios de la gripe asiática”. El polaco cuenta que alquiló un departamento “al pie de la montaña”—hay que ver qué curiosos son los marcos de referencia para un europeo, porque algunas sierras de Tandil apenas rozan los 500 metros de altitud—”allí donde se levanta una gran puerta de piedra y el parque se une al bosque de pinos y eucaliptos en la montaña. Por la ventana abierta de par en par al deslumbrante sol de la mañana veo a Tandil como en un plato…la casita desaparece entre suaves cascadas de palmeras, naranjos, pinos, eucaliptos, glicinas, la más variada multitud de arbustos bien podados y de los más raros cactus, y estas cascadas caen en ondulaciones hasta la ciudad…Y las montañas que rodean la ciudad, secas como pimienta, desnudas, rocosas, erguidas por inmensos peñascos que asemejan zócalos, bastiones prehistóricos, plataformas y ruinas”. El encanto de lo prehistórico o aún de lo prehispánico está en el nombre mismo de la ciudad, que se dice deriva de una leyenda indígena y remite a una piedra que late, en alusión a la Movediza.

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Gombrowicz conoce a Cortés, “comunista idealista, soñador, buena gente, lleno de voluntad, benévolo y humano”, pero le toma un poco el pelo al comparar a Tandil con París. Encuentra en la biblioteca un ejemplar de En busca del tiempo perdido y se lo lleva para leer, se siente hermanado con Proust. Por Cortés termina conociendo a los jóvenes poetas de la ciudad, entre ellos a Di Paola. Y escribe sobre la “vida limitada, vida local” del lugar: “Se vive de lo que trae el día. Nadie mira alrededor, todos miran a sus pies, su propio sendero. Trabajo. Familia. Actividades. Sobrevivir de alguna manera…Esto cansa y atrae a la vez”. Tandil puede representar el epítome de una vida bovina: “En Tandil te aburrirás a morir”, repite una y otra vez Gombrowicz en su diario.

Como dato de color, Witold comenta que encuentra un letrero filonazi, escrito en tiza, en un barrio que hasta entonces desconocía: “LOOR Y GLORIA A LOS MÁRTIRES DE NÜREMBERG”.

Osvaldo Soriano

Soriano vivió en Tandil desde los diecinueve hasta los veintiséis. En una entrevista de 1996 que le hizo Pacho O’Donnell, Soriano cuenta que fue gracias a su trabajo nocturno como sereno en Metalúrgica Tandil que pudo escribir sus primeros cuentos, “ilegibles, imposibles de mostrar”, y comenta que su infancia estuvo marcada por varias mudanzas por pueblos chicos del interior, y que recién después de su “éxito” (que cuestiona) los marplatenses empezaron a considerarlo propio. El autor, sin embargo, sostiene que los tandilenses no lo considerarían uno de la ciudad, aunque hoy existe, en la estación de trenes, un mural que lo recuerda—con unos dudosos ojos celestes—en relación con el club de sus amores, San Lorenzo. Cristina Mucci, en una charla con él para Los siete locos, llega a creerlo nativo de la ciudad. Tímido, pero compinche de varios (Enrique Medina, por ejemplo, con quien coincidió en Página 12 y en el festival de literatura en Saint Maló, Francia, en 1990), Soriano recuerda el clima interesante que se vivía en la ciudad hacia fines de los sesenta, con figuras como Víctor Laplace, Jorge Di Paola o Facundo Cabral, tandilense por adopción, porque había nacido en La Plata.

Osvaldo Soriano
Osvaldo Soriano

La biografía Soriano, una historia, de Ángel Berlanga—recientemente publicada por Sudamericana—documenta en dos fotografías su paso por la ciudad, primero como alumno de la escuela primaria 21, en 1955, y como cronista para El eco de Tandil años después, donde trabajó en la sección deportiva.

A pesar de que el despertar literario del autor se produjo en la ciudad, gracias a títulos de ciencia ficción como Soy leyenda, de Richard Matheson, o Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon, Ana María Colombo, quien fue su novia y lo acompañó a innumerables tardes de boxeo y fútbol, recuerda que a Soriano Tandil nunca le gustó: “Siempre decía que era un pueblo de mierda”.

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“Un gnomo delgadito y silencioso”

Quien formara parte del círculo cercano de Gombrowicz, Jorge Di Paola, adquirió un aura legendaria en la ciudad y en el país, aunque tal vez sea más mentado que leído. Circula una leyenda a su alrededor: el escritor explicaba que Tandil significaba, en lengua indígena, “rajen de acá”, que es lo que han hecho quienes sintieron que la ciudad les quedaba chica para sus propósitos literarios. También, en un arrebato punk, se postuló a intendente de la ciudad, porque, según él, sólo un mago podía gobernar este poblado. Todos los años, en honor a su carrera, se realiza aquí la feria independiente del libro Minga, que toma su nombre de una de sus novelas.

Jorge Di Paola
Jorge Di Paola

Daniel Divinsky, socio fundador de ediciones De la Flor, recuerda para Infobae Cultura sus experiencias con Di Paola: “Suena el teléfono en la oficina de Ediciones de la Flor. La recepcionista anuncia: ‘Daniel, lo llama Di Paola’. Atiendo y me saluda su voz de resaca. ‘Hola Daniel, estoy en Buenos Aires’. ‘¿Dónde estás?’. ‘Acabo de despertarme y no sé, espérate que me fije en la característica del teléfono…es 34, debo estar en el Centro’”.

“La anécdota”, observa Divinsky, es “similar a otras muchas, pinta en cuerpo y alma a uno de los escritores más originales que dio la Argentina en el siglo XX. Lo conocí de muy pichón en La Plata, en casa de una prima mía y su marido ingeniero y escritor, que convocaban a periódicas tertulias variopintas. Al poco tiempo me presentó el original de La virginidad es un tigre de papel, el primer libro que le publicamos. Cuentos de temática muy variada, sin influencias de estilo detectables, que tuvo una buena repercusión crítica”.

Daniel Divinsky (Télam)
Daniel Divinsky (Télam)

Continúa Divinsky: “Jorge ejercía por entonces el periodismo, y se constituía con frecuencia en el terror de sus jefes de redacción, a quienes compensaba sus disgustos con notas originales muy bien escritas. Devino mi amigo, relación afectuosa que se prolongó a su compañera Ana María y se compuso de recíprocas invitaciones a nuestras casas, especialmente cuando él pareció aplacarse al nacer su hija y quedó instalado en el departamento que tuvieron en la calle Constitución, en Buenos Aires. Tiempo después me entregó Minga, una novela impecable, que hizo que se lo empezara a considerar en el mundillo literario. La rescató Ricardo Piglia para su Serie del Recienvenido que dirigió en Fondo de Cultura Económica y la prologó: ‘una novela romántica, la novela del amor inconstante, una elegía al canto seductor de las sirenas y un relato sobre la fascinación de las mujeres. El que intercede en esos idilios, el tercero en esta trama de equívocos y pasiones rápidas, es el que narra la historia, que está siempre presente aunque es invisible’. Lo que pudo ser una creciente carrera literaria se tronchó por su inconstancia, su propensión a cierto hippismo anacrónico, su ingesta alcohólica. Separado de la madre de su hija, se refugió en su Tandil natal, donde sobrevivía por los ingresos de su madre que, si no recuerdo mal, los obtenía leyendo las cartas y con actividades similares”.

Concluye el editor y conductor radial: “su presencia leve y calma (era como un gnomo delgadito y silencioso) no daba la imagen del escritor maldito que fue. Dieciséis años después de su muerte temprana, sigue siendo un fantasma que recorre la literatura argentina”, hoy reivindicado por autores como Sergio Bizzio, quien lo acompañó en sus últimos años.

Néstor Tirri y los locos que querían levantar la Piedra Movediza

Néstor Tirri
Néstor Tirri

En los primeros años del siglo XX, el ícono fundamental para Tandil, la Piedra Movediza, era el máximo sitio de atracción para curiosos que posaban en la base o la cima, le ponían botellas para ver cómo las rompía el movimiento de la piedra o se trepaban a la cumbre para hacer equilibrismo. Circulan versiones semilegendarias de cómo los canteristas de la zona—de raigambre anarquista— la derribaron por bronca hacia los pitucos que la visitaban mientras ellos trabajaban a destajo, pero son sólo versiones. En 2007, con la presencia de Néstor Kirchner, se levantó una réplica espantosa de resina plástica que, si uno la raspa, se le adherirá a los dedos el color gris que le dieron. Al respecto, existe, o existía, un grafiti muy apropiado: “la piedra movediza no es piedra ni es movediza”.

Fui testigo de cómo en los años ochenta hubo varios proyectos para volverla a emplazar en el cerro que la acunó por milenios. Mi padre fue el autor de uno de ellos: su idea era volver a ensamblar la piedra original, devastada por la caída, y añadirle un motor dentro para que oscile lentamente, imitando el movimiento que la hizo famosa. Como otras tantas ideas debe haber sido cajoneada en algún despacho municipal.

Visitantes posan junto a la
Visitantes posan junto a la Piedra Movediza

Tirri, crítico en Clarín por años y autor de un excelente libro sobre cine, El transeúnte inmóvil, en su novela La piedra madre (editada por Galerna en 1985 y reeditada en 2007, en ocasión del reemplazamiento), cuenta la historia de un grupo de vecinos que pretendía reunir los trozos de la piedra, pegarlos y hacer que vuelva a tener “aquel vaivén que había despertado la admiración de todo el mundo”. La gloria pétrea de la ciudad yace en pedazos desde 1912, también año del hundimiento del Titanic. Tandil, como estos Sísifos de la novela, acarrea con una altiva carga: Martín Rodríguez, en una carta dirigida a Bernardino Rivadavia, proyectó un destino de grandeza para el poblado; aquí se desarrollarían el comercio y la industria en gran medida. Desde entonces, los planes de los tandilenses están signados por la desmesura: somos los texanos de la provincia de Buenos Aires.

Bien pueden servir estos párrafos para esbozar una historia literaria del Tandil, que todavía se sigue escribiendo.

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